Aura de manzana chiflada
por Leo Estol
dibujo por La Redacción
Cuando nos estábamos despidiendo, en ocasión de una muestra compartida hace unos años, Pablo me llamó aparte y me advirtió con su tono habitual, entre dubitativo y reflexivo: “No hay que ceder el terreno de la instalación al espectáculo”. En ese momento me sorprendió su comentario, quizás porque había bajado la espuma que nos había llevado a llenar de bártulos decenas de espacios. Más tarde recordé a Guy Debord y sus ideas, eso de que el capitalismo armaba espectáculo en torno a todo, para anestesiar. La idea de que la instalación era un territorio a defender me despabiló.
Boris Groys habla del artista-instalador como el primer legislador del espacio. El artista establece la forma del espacio y gracias a la gramática espacial moldea el comportamiento de los cuerpos. La materialidad de los objetos, sus texturas, nos confunden rápidamente y se borronea la frontera divisoria entre el arte y la vida. Tomemos, por ejemplo, la muestra que el dúo Mondongo realizó en el Malba, donde la representación de un asentamiento planteaba una fuerte asimetría social, metiendo una vivienda humilde en un museo millonario. El señuelo terminaba en ese caso siendo esquivo, porque volvía al modo retiniano con la rapidez de quien hace travesuras. Ya en la sala principal, la pieza central era un autorretrato de los artistas rodeados de algunos colegas en medio de una marcha. Otra obra en la misma línea fue la que presentó Tomas Espina en el Moderno, donde retrató a la escena artística a través de un esmerado trabajo de máscaras. Ambas obras hacían uso de los rasgos de los artistas como dando a entender que en ese momento de la realidad argentina (el año empezaba con el Estado despidiendo a troche y moche), esas caras de artistas eran especiales. ¡Lxs artistas generan sentidos! ¡Acá están! ¡Estos son! Pablo Rosales no estaba en ninguno de los dos grupos de retratados, pero Pablo sí estaba en la Pueyrredón en los tiempos en los que Tomás y los Mondongo estudiaban y empezaban a vincularse.
Los estertores de esa última escuela
Julian D’Angiolillo destaca que “como en esa época no había internet, el acceso a bibliotecas o ir al Parque Rivadavia era clave. Eran clave también algunos profes, la información circulaba por generosidad. Era importante seguir lo que pasaba en la Fundación Banco Patricios, el primer Proa, el ICI. Yo era historietista y fui a la Escuela porque me gustaba dibujar”. Nahuel Vecino cuenta que recién empezaba a asomar esta idea del arte contemporáneo y que en la Pueyrredón había otro paradigma, que eran los talleres de oficios: talleres de pintura, de escultura, de grabado. ”Compartimos con Pablo el examen de ingreso. Había que dibujar una naturaleza muerta y veo como Pablo empieza a tirar unas líneas, tres rayas deformes. Yo estaba todo tenso con mis dibujos más clásicos y de repente el profesor viene hacia donde estamos nosotros, mira lo mío y no dice nada, mira lo de Pablo y dice ‘para algunos esto es un trámite’”. De los últimos tiempos de la Pueyrredón, recuerda Rosales “a algunos titulares que no iban nunca, y a la profe de escultura, que intentaba motivarnos para hacer una cabeza. Había mucho dibujo con modelo vivo, informalismo, expresionismo abstracto, unos pegaban blisters de medicamentos y los chorreaban… Los maestros tenían oficio pero también lo escondían. Se consideraba que era muy difícil ser artista, había que estudiar mucho y después desaprender. Era caótico, en el pasaje al IUNA mucha gente se quedó libre”. Y si bien la llegada del IUNA aumentó la carga teórica en la formación artística –agrega Esteban Álvarez– la escuela no tenía nada que envidiarle al arte contemporáneo. Recuerda un fin de curso donde las presentaciones se hacían por todos los rincones de la escuela y una estudiante, que quería asegurarse un espacio, estacionó un camión de mudanza en la puerta y colgó sus obras dentro.
El recorrido de Pablo Rosales señala esta condición escindida, la particularidad de una bisagra histórica que le tocó vivir en los albores de sus primeras obras. En un taller sobre Sol Lewitt conoció a Mariela Scafati y a Marina De Caro. Con Scafati salió durante años, juntos formaron parte del elenco de la mítica Belleza y Felicidad de Almagro y también del Taller Popular de Serigrafía. Si bien Pablo no participaba de todas las reuniones, sí estaba en las acciones callejeras que en los 2000 multiplicaban imágenes con shablones, intentando una suerte de circulación artística contrahegemónica. Pablo realizó su primera muestra en el Centro de la Cooperación y fue allí donde un artista más grande le regaló la célebre frase “hay que pensar más antes de mostrar”, frase que cifraba una crítica pero que él tomó como un talismán y llevó al título de su siguiente exposición. Siguiendo el inestable pulso de la economía del sur, pasó de ByF a Jardín Oculto y luego a Big Sur. Hace unos años empezó su vínculo con Aldo de Sousa, galería donde realiza por estos días su segunda muestra individual.
Mascarones de proa y máscaras de papel
En una de las obras expuestas, Geometría sensible con inclusiones, Rosales usa los patitos que llegaron desde Asia, popularizados por adolescentes, y los pinta de colores, haciendo una alegoría del imperativo de representación de minorías. Una obra provocadora, que en sintonía con la recordada campaña de Benetton de los ‘90, nos devuelve una imagen alegre con su variedad de plumajes. Cada patito se sostiene sobre su resorte, pareciera una obra sensible a las brisas y soplidos, igual de frágil que la utopía inclusiva que los patitos miran de refilón ¿Por qué las instituciones artísticas promueven ciertas identidades políticas por sobre otras? se preguntaba hace poco Dean Kissick, un crítico de la liga del norte. Y, a modo de combustible, arrojaba la pregunta ¿es más importante la obra o la identidad de los artistas? En Identidad sin persona Agamben reflexiona sobre cómo ha ido cambiando el estatuto de la identidad en función de los métodos de control desarrollados en el siglo XIX para perseguir delincuentes, perfeccionados a ultranza con la llegada de los datos biométricos. Escribe: “No me sorprende que el reconocimiento de la propia persona haya sido durante milenios la posesión más celosa y significativa. Si los otros seres humanos son importantes y necesarios, es sobre todo porque pueden reconocerme”.
Ariel Cusnir recuerda haber pegado afiches con Rosales, a quien también conoció en los años de la Escuela: “Pablo era una persona un poco outsider pero al mismo tiempo alguien a quien siempre le interesaron los problemas particulares del arte, alguien siempre muy reflexivo acerca del funcionamiento del Sistema Arte. A él siempre lo movieron las discusiones, la especificidad del arte, el funcionamiento del arte como lenguaje”. En ese sentido la muestra propone un ejercicio singular, es una muestra llena de guiños e intertextualidades, ninguno imprescindible, pero que juntos resuenan. Por ejemplo, la guarda que cobija la exposición es la misma que diseñó Gumier Maier para la tapa del catálogo de artistas de los ‘90 financiado por el Fondo Nacional, objeto aurático que vuelve en forma de mural. Sobre esa misma pared se encuentra un pizarrón con un juego del ahorcado sin resolver. En la inauguración vi como varias colegas se devanaban por adivinar qué palabra se escondía allí. ¿Quién es el ahorcado? ¿Será otra vez el artista? Entonces su cuerpo, es decir su memoria, quedaría atrapado en una aduana vaporosa. Ya en una obra anterior Rosales había trabajado con esta idea: Una bicicleta enganchada a un féretro de madera rústica, con luz y toda una serie de obras y coloridas miniaturas. Esta instalación generaba sensaciones encontradas: había algo optimista en la inclusión de la bicicleta –el famoso hay que hacer más ejercicio– pero también podía dar a ver al artista como un homeless, un desclasado eterno que ni muerto abandona sus pertenencias.
En un primer vistazo la muestra remite a un aula en la que han arrojado flechas por el aire. Los pupitres aparecen por completo dibujados y suena pop norteamericano, Warhol con interferencias de Pollock y Rothko. Rosales despliega una suerte de hiperespacio artístico, sus influencias son el impulso para hacer vibrar la vitalidad de un mundo elegido. La muestra funciona como un tejido complejo de los últimos 30 años de arte argentino, donde el artista decide cada detalle y donde la tapa del catálogo de los noventa oficia de envoltorio, como un papel donde se va a fumar el resto de la historia del arte.
Es justamente esa condición de guardián ñoño la que Rosales asume. Dando a entender lo mucho que hay en el pasado reciente que se nos escapa, Volver a la estupidez escenifica un ajuste de cuentas con sus baldes que suben y bajan. Es el artista haciendo todo el trabajo: pintando, soldando cables, montando, escribiendo el texto de sala. No hay lugar para manos curatoriales, quizás por eso Rosales instala un subrayado de sus obsesiones en un pasacalles y recupera a Jorge Gumier Maier, porque su figura –artista, intelectual y militante– aún es necesaria.
Un aprendiz de brujo se aburre
Al final se llega en penumbras, subimos siguiendo el pulso de unos baldes que se llenan de luz, pero es como si hubiésemos bajado a un sótano donde vislumbramos el corazón de un sistema. La luz acompaña apenas unas ramas atadas, que giran generando sonidos y reverberación. Unas gomas de bicicleta retorcidas le dan un toque callejero a la composición, las ramas giran despacio, proyectan sombras, como manecillas segunderas, como molinos que son empujados por nuestros propios pensamientos. El sonido que hacen se parece al de los dibujitos animados, sus protagonistas están ausentes pero el sonido insiste con resortes y fugas de cuadro. ¿Por qué los baldes se iluminan? ¿llevarán imágenes?
En la obra de Mondongo los artistas están en una marcha, en la colección de máscaras de Tomás Espina uno arriesgaría que son maestros, que dan clases o acaso comparten con algarabía una inauguración. En la obra de Rosales los artistas están y no están, asumen su condición espectral. Aparecen sus obras, aparecen los enviones de distintas generaciones, enviones que generan recelo, o que procuran más eco. Pablo Rosales con su máscara de artista sigue generando adhesión, pero también genera distancia. Es esa capacidad de desdoblarse, como el ratón de Disney, que está aburrido y cansado, y en lugar de quedarse quieto hace un hechizo. Parte una escoba que se multiplica por mil, y los baldes siguen subiendo. En la muestra no llevan agua, llevan luz, una y otra vez, como una suerte de arenga. ¿Qué es esto de llenar baldes? ¿Qué es esto de Volver a la estupidez? ¿Es un grito desesperado o es un mantra para recuperar un territorio perdido?