Apología de Legón

por Pablo Rosales

dibujo por Leo Estol

En una entrevista de 1989 en Bolivia Tv, proyecto de Sergio de Loof, y en medio del infierno inflacionario, Fito Páez anuncia que se va del país. Sin embargo, su visión es esperanzadora por algo de lo que se habla mucho por aquel entonces: vienen los noventa. Fito menciona a Gorbachov; en Moscú abren un McDonalds; algo va a pasar, acá también: Buenos Aires se llenó de color; hay que salir del tango, de la queja.

Sabemos qué fueron los noventa para Fito, y Tercer Mundo (de aquel año) resultó un éxito, pero LO QUE YO QUIERO DECIR es que los noventa fueron los noventa, para el arte, desde el minuto cero y antes también.  (Ahora sabemos que los noventa fueron inventados por los 80: la última década que pensó ‘lo moderno futuro’ antes de caer en la eterna inmutable contemporaneidad). En el año 94, muere Kurt Cobain, Fito saca Circo Beat y la Fundación Banco Patricios inaugura la muestra 90 60 90. En cierto modo, los noventa ya estaban liquidados (es cierto que todavía no aparecieron Radiohead, y Bjork, y Luzbelito y lo que quieras). La pregunta es: ¿Los 90 acaso terminaron alguna vez? En gran medida (y claramente en las artes visuales locales), los noventa no terminan nunca. 

El “escuelismo” es un concepto elaborado por Ricardo Martín-Crosa, aparecido en un texto publicado en 1978 en la revista de la galería Arte Múltiple, e inspirado en el trabajo de Liliana Porter pero extendido a otros artistas como Jorge De la Vega, Antonio Seguí, Carlos Kusnir. Crosa busca los signos y mecanismo que constituyen la peculiaridad de algo así como un POP nacional y encuentra en la escolaridad una serie de recursos: materiales (baratos), prácticas (patrones repetidos), gestos (manchas, chorreaduras), objetos didácticos (mapas, figuritas) que constituyen una gramática común a diversos artistas.Por ser la Escuela primaria una experiencia común a la mayoría de los artistas hay en este ismo generalizador una negación irónica de las “escuelas artísticas” y una mirada anti académica del arte.

En 2009, Marcelo Pacheco retoma esta idea como guión para una muestra antológica de las adquisiciones del museo MALBA (que entonces dirigía) titulada Escuelismo, poniendo como eje central al arte de los 90, aún cuando, en la exposición, había artistas y obras posteriores al año 2000. En ese mismo acontecimiento, también participaba con un video la artista transgeneracional Liliana Porter y algunos artistas latinoamericanos, pero no argentinos. La muestra podría haber sido una antológica más de artistas contemporáneos, como tantas de aquellos años: la multitudinaria Artistas Emergentes en Recoleta o la  indiscriminada Últimas tendencias: donaciones del Museo de Arte Moderno de Buenos Aires. Pero, más allá de los artistas reunidos (y excluidos como el caso de Daniel García y Ana Eckell en una suerte de desglusberización del relato), hay algo interesante en este Ismo que atraviesa generaciones que refiere a una singularidad argentina, moderna y plural, que creo intenta reconciliar al neoconceptualismo con el kitsch, los dos grandes antagonistas que constituyeron el paradigma de lo contemporáneo en el arte local. En el coffe table book Artistas de los ´90 (FNA, 1999) de Pacheco y Gumier Maier ya estaba cocinado este estofado, pero faltaba un argumento teórico aglutinante (insólitamente sustituído por un Copy paste de breves textos genéricos de Tomás Eloy Martinez sobre la argentinidad). El arte de los dosmil no existe, es una continuación de lo anterior. No lo dijo Pacheco, lo digo yo.

Hay algo del arte que me gusta siempre y que Martín Legón hace muy bien, y es el collage mínimo. Su origen probable es el ready made de Duchamp, una suma de apenas dos o tres elementos que hace a una nueva imagen al límite de la significancia. En la presentación de estas intervenciones sutiles, tienen una gran importancia los dispositivos de exhibición, que son los que van a jerarquizar esas pequeñas intervenciones. Y es acá dónde se distingue el arte de Legón, porque sus obras son, en realidad, exposiciones, o curadurías o quizás más, son hipótesis sobre las curadurías que van delineando la historia del arte argentino. 

Solo las piedras recuerdan de Martín Legón parte del Escuelismo para buscar cuáles son los signos de estas ya más de dos décadas sin nombre para el arte argentino y cuál puede ser su deriva entre las actividades prácticas y la Inteligencia Artificial. A la muestra, se entra por un pasillo en el que se dispone la colección de libros de manualidades Carrusel de los años 70, cada uno con tres  piezas de madera de un popular juego constructivo para niños… El libro está dispuesto horizontalmente, sostenido por un soporte metálico y las piezas de madera pintadas con gastados colores primarios están atrapadas por un film de embalaje. La imagen inmóvil transmite una mínima tristeza.

En la sala siguiente, Legón empieza su arqueología Escuelista en los años 40 con el Test de Blacky, una serie de 12 cartones con dibujos de personajes perrunos al estilo Disney que representan distintas situaciones de una familia típica: madre, padre y dos hijos. Es una prueba proyectiva en la que se le propone a niños que cuenten las situaciones que ven en las distintas imágenes. Se pretende, a partir de  la identificación con el personaje principal, cuyo género varía de acuerdo al sujeto del test,  diagnosticar trastornos en la personalidad de los niños, en el marco de las etapas del desarrollo psicosexual según la literatura de Sigmund Freud. Pero lo que nos interesa es la capacidad tecnológica del estilo de dibujo “cartoon” para codificar y producir emociones. Acá ya aparece el tono de la muestra: no necesitamos “leer al Pato Donald” para desconfiar de la inocencia de estas imágenes. El Test de Blacky se encuentra desplegado en una larga vitrina que es la base de  un gran mural de páginas extraídas de los libros que vimos a la entrada de la muestra. Son fotografías con diferentes ejemplos de técnicas de artesanías con todo el color Kodak que remite inevitablemente a los años 70 y 80. Cada una prolijamente enmarcada en un cuadro que en conjunto forman un extenso y atemporal catálogo de recursos escuelísticos para el artista argentino.

En la pared de enfrente, otra gran instalación publica una multitud de dibujos realizados por un programa de IA al que Martín le encargó el diseño de un personaje calvo con una camisa a cuadros en diferentes situaciones inspirado en los dibujos animados de los años 70, el anacronismo nos hace pensar en la continuidad entre el dibujo codificado de la industria de la historieta y la amenaza del fin del trabajo creativo que representan las tecnologías denominadas Inteligencia Artificial. 

Otro muro reproduce una página de dibujos moldería de muñecos de tela con las típicas líneas superpuestas de diversos colores extraída de alguna revista, impresa en un gran formato con reminiscencias minimalistas. Entonces, tenemos, en relación dialéctica, una colección de fascículos que enseñan diversas técnicas artesanales, referencias al juego y el aprendizaje infantil. Un test que busca codificar reacciones emocionales a partir de dibujos y a la IA dispuesta a jugar con nuestras emociones. 

La obra central de la muestra son, en realidad, dos y están justamente en la sala central. Es un texto de varias páginas, impreso en grandes papeles enmarcados y embutidos en  heladeras de frigobar. Se trata de un diálogo con un chatbot de Inteligencia Artificial al que Martín le transcribe el siguiente texto:

 “En la lenta fascinación por lo incompleto solo puede ofrecerse un escenario al que dedicar tiempo. Eso y empatía a través de un dispositivo. Pero es todo tan irregular que ya no importa qué porcentaje de realidad aparece en la ficción sino la forma en que la ficción está en la realidad. El arte ayuda a explicitar esa tensión, más cuando sobran fuerzas ficticias. A veces se olvida que el Estado es una enorme máquina narrativa (que no puede sostenerse solo con el uso de la violencia). Cuando el límite entre ficción y realidad se vuelve difuso la paranoia se instala como principio de poder sobre un único modelo de realidad.«

 y a continuación, le pide que lo interprete oración por oración con una perspectiva “optimista”. El resultado de la operación es una curiosa escritura entre educativa y curatorial que parece parodiar a las mejores humanas intenciones. La “otra” obra principal es una gran base blanca con un prisma rectangular de vidrio que proteje una caja de cartón intervenida con un moño negro en señal de luto, un recurso recurrente en la obra de Martín. La caja es un depositario de documentos que pertenece a la firma Iron Mountain.  En esta misma sala, un video ofrece varios modelos de personal de atención al cliente totalmente creados con AI. Enfrente,  otro video recopila los resultados que ofrece Google a la búsqueda: maquillaje anti reconocimiento facial. Los dos videos nos traen, sucesivamente, innumerables personas virtuales dispuestas a sustituir tareas “de servicios”, y luego el ingenio al servicio de “como desaparecer” frente a la vigilancia, pero encarnado en una multitud de autoproducidos sujetos creativos, atrapados entre el escape de la matrix y la ansiedad por el reconocimiento identitario. Está claro que la visión idílica de la Internet como “herramienta” ha sido dejada atrás hace años  para dar paso a una visión paranoide apocalíptica, incluso antes del surgimiento de las perturbadoras simulaciones de subjetividad maquínica. 

La última sala presenta unos lúdicos collages con fotos de diferentes tonos de piel humana con intervenciones de IA. Esta vez, stickers que remiten nuevamente a los 70 con el texto “be real forever”. La última obra es un gran prisma de vidrio que emite una luz tenue junto a un muro de espejos que refleja al espectador. Se trata de una antigua máquina de aquellas falsarias que proponen capturar un muñeco de tela, en este caso, un solitario personaje inanimado con las mismas características de aquellos que Martín hizo diseñar a la IA rodeado de algunas piedras. Son las inertes piedras (las únicas) que recuerdan, aludidas en el título de la muestra.

La tradición del Escuelismo como refugio en la manualidad, la artesanía y la autenticidad parece un talismán poderoso al que aferrarse en respuesta a los cambios tecnológicos para el medio artístico. En tiempos de bots todo museo es un templo que un tatuaje falso de Legón consigue profanar. 

PD: busquen a Carlos Kusnir, un artista que se fué y no volvió.

Foto: Guido Limardo