Las pinturas de mi abuela
por Juane Odriozola
dibujo por Leo Estol
Me toca escribir sobre las pinturas de mi abuela. Contaría algunas anécdotas personales de mis encuentros con sus cuadros, como aquella vez que la encontré pintando en su cuarto y, sorpresivamente, me invitó a completar un pedazo de cielo, de un paisaje con caballo. Impaciente por la delicadeza o timidez de mis pinceladas ínfimas, me arrebató el pincel y con tres o cuatro movimientos me explicó cómo se hacía. Bueno, conté nomás la anécdota, pero también, y este es el desafío, pude decir algo sobre su modo de pintar, y lo que importa acá es que esa forma quedará expresada en su pintura. Y de eso tengo que hablar, de los cuadros.
Es difícil separar una pintura de quien la pinta. El rastro visible que deja un trazo sobre el lienzo es lo más parecido a una marca de carácter, una forma de ser. La personalidad quedará impregnada en esa huella, como un gesto detenido pero vivo de quien lo hizo. Sin embargo, una vez realizados, los cuadros están ahí y podremos preguntarles (con la mirada, con la observación) qué ofrecen. El desafío consiste, entonces, en captar mediante palabras algo que pertenece al orden de la percepción. Como en las botellas de vino, cuando quieren convencernos del montón de elementos y paisajes que habitan en el sabor de lo que llevan dentro.
Si me tomo uno y empiezo: encuentro en sus cuadros una afición por lo exótico, o su idea difundida en lo que serían para nosotros las culturas lejanas, orientales. Esa figura de misterio aparece de un modo más íntimo y personal en los entornos representados, los espacios están cargados de presencia. Sucede en la amplitud de los paisajes abiertos, pero también en las callejuelas, los bosques, e incluso en los interiores y en el aire que rodea a los objetos. Evocan esa suspensión propia de la mirada al horizonte, que se vuelve necesariamente hacia adentro, como una meditación. Llama la atención el repertorio de personajes que aparecen mirando hacia algo que se encuentra más allá de los bordes del cuadro. En una variedad de matices: unos ciervos divisan sobrecogidos algo inquietante en el mar; otros persiguen ruiditos del bosque con una distracción de esparcimiento; los perros atienden tranquilos, probablemente a sus amos; un indio vigila sigilosamente, detrás de un árbol, detrás de un fuego, a su amenaza o a su presa. Sus retratos proyectan miradas una vez desconfiada, otra seductora, o pícara, desahuciada, vanidosa, relajada, lánguida, miradas al vacío perdidas de desesperación, una mirada sumida en la interpretación musical, otra embelesada por el bebé que amamanta. Lo imagino como el despliegue de un amplio abanico que actúa como una exploración de posibilidades. Pero es en los caballos donde las miradas aparecen representadas de un modo especial, ahí adquieren mayor profundidad y sinceridad. Será imposible agotarlo en una descripción, pero si llego a leer la borra del fondo: encuentro en esas miradas una serena sagacidad, una plácida inocencia y cierto dejo de melancolía; mucha ternura. ¡Salud!
Hablo de sus pinturas, pero no puedo dejar de pensar en ella. No es casual que sus cuadros con caballos ocupen un lugar principal por el cual la reconocemos como pintora. Tiendo a pensar que en ellos se encontró, y ahí pudo transmitirse. Sus ojos representan esa manera de estar propia de ella y podemos verlos como una forma que nos dejó para seguir con nosotros. Siempre podremos recurrir a sus caballos para recordarla vivazmente pero también para reconocernos a nosotros mismos, cuando lo necesitemos, porque eso es lo que ofrece representar una mirada. Dicho esto, arriesgaría que es por momentos en sus mares, cielos, fondos y texturas, y particularmente en sus flores, donde aparece aquel trazo rápido y seguro, suelto y determinado, donde el cuerpo se hace pintura y la pintura se deja ver al desnudo en tanto materia, color y movimiento, ahí se manifiesta su gesto artístico propiamente dicho. Lo puedo señalar porque no puedo explicarlo. Hasta ahí mis palabras. Bueno, me he dado el gusto de adjetivar como para que me contrate una bodega.
La abuela era una pintora aficionada, pintaba por placer, como un pasatiempo, pero con mucha dedicación. Pintaba lo que le gustaba, generalmente copiando imágenes que podía encontrar en una revista o en una fotografía familiar. Muchas veces eran reproducciones de otras pinturas, de diferentes épocas y procedencias. Todo esto le otorga a su práctica una despreocupada multiplicidad de motivos y formas. El destino de sus cuadros serán las paredes del comedor, del dormitorio, en las casas de los seres queridos y sus descendientes. Ha sabido rechazar la adquisición de un marchante para poder seguir disfrutando de un cuadro en la familia. Sus pinturas no serán best seller ni recibirán premios, pero están hechas de afecto y cercanía, son especialmente algo para nosotros y nos acompañarán siempre.
Me veo, ahora sí, con la libertad de expresar mi gratitud con la influencia que ha significado la abuela Chochó en mí como persona y, por qué no, como artista. Tuvimos el privilegio de tener una abuela cuenta cuentos. A los pocos minutos de su llegada de visita, después de un largo viaje, ya nos tenía rodeándola en su silla para hechizarnos con su versión de “Alí Babá y los Cuarenta Ladrones” o “El Toro Azul” que sacaba comida de su oreja. Nos entretenía durante la siesta modelando animalitos en mazapán o haciendo anillos con cablecitos de teléfono. Una vez me regaló un ladrillo enorme de plastilina blanca. Aún conservo la sensación de universos posibles que guardaba ese objeto. Hasta llegó a convencerme de que una brujita ilustrada en un cuento salía a volar por la habitación, cuando ella la llamaba por la noche dando tres golpes en la portada del libro. Pero lo que más me sorprende (volviendo a la anécdota que inicia este relato) es que después de aquella fatídica experiencia que tuve de primera mano con la pintura, nunca se me ocurrió que iba siquiera a interesarme por ello, y aquí me encuentran, pintando, aunque muchísimo más rápido.
Uno de los elementos que venían del lado de la abuela, posiblemente más raros de ubicar en definiciones, eran las paletas donde mezclaba los colores. Le sirven a este análisis crítico-amoroso para terminar no hablando de mí, o de nosotros, quizás ni de ella (o lo que conocemos de ella), ni siquiera de sus cuadros. La invitación final es a desparramar todo junto y felizmente enchastrado, ahí. Lo que sea que pase en sus paletas estaría despojado de cualquier intención consciente. Desorienta cualquier lectura posible y, sin embargo, dependiendo cuán involucrados estemos en descubrir, al igual que el mundo para el ojo de la artista, nos interpela desde todos los rincones. Un verdadero misterio, digno del arte, de la vida y de este encuentro.