Dos ambientes y un espejo

por Gonzalo León

Treinta artistas se dieron lugar en Balvanera self-portrait gallery, curada por Ana Markman, que fue una muestra en un departamento de dos ambientes en Balvanera. La muestra tenía dos singularidades: la primera que indagaba en el autorretrato, que llevado a la literatura sería abordar la autobiografía (un género el que se viene tratando bastante sin muchas variantes), y la segunda es que se hizo en un espacio no habituado a muestras de arte, cosa que ya viene siendo en Buenos Aires casi una tendencia: una esquina, una oficina, un departamento desocupado en este caso, cualquier lugar puede ser una galería, al menos por unas horas.

Marc Augé se refería a los no-lugares como aquellos lugares de paso o de tránsito: aeropuertos, carreteras, hoteles. Creo que podríamos aplicar esta denominación para los espacios de arte que son espacios de arte en tanto su fugacidad, o dicho de otro modo que no están constituidos como tales. No se trata de un galpón o de un espacio no habilitado para el arte, sino lugares que no tienen esa intención, salvo en ocasiones. Lo no constituido es algo que desde hace un tiempo captura mi atención: en literatura y arte, especialmente.

Pero no quiero desviarme. Quizá lo más interesante de la muestra haya sido la reflexión en torno al concepto de autorretrato, y aquí quiero asociar por un momento este concepto al de autobiografía, porque se trata de una muestra colectiva, es decir de sujetos que se miran, artísticamente, a sí mismos. Habitualmente la autobiografía apela a un sujeto, pero la curadora aquí quiso poner a prueba qué pasaba si distintas subjetividades autobiografiadas compartían un mismo espacio. ¿En qué se convertía eso? Obviamente cada artista –los vamos a considerar a todos artistas, aunque también hay poetas– tiene su particular manera de entender la autobiografía: puede ser el yo, una extensión del yo o una manifestación del yo. No hay recetas para ello. Y en esta muestra se observa eso.

Hablo de autobiografía y no de autorretrato o self-portrait, porque desde el inicio Ana Markman lo habilita mediante una cita a Descartes en su texto curatorial. Es sabido que la teoría del personaje en literatura descansa sobre el sujeto cartesiano, teoría que, como dijo Beatriz Sarlo en el Coloquio Saer hace unos años, está en crisis o muerta, pero mientras tanto descansa en ese sujeto. Lo curioso es que cuando apareció el Quijote (1605) Descartes era un niño de nueve años, por lo que esta novela, que revolucionó la literatura, no tuvo teoría del sujeto que la amparara, y pese a ello, ¡qué personaje es Alonso Quijano!

¿Pero cuándo surge la autobiografía moderna? Según los historiadores expertos en cultura hispánica Richard L. Kagan y  Abigail Dyer la autobiografía moderna surgió con los juicios de la Inquisición hacia el siglo XVI y es previa a la publicación del Quijote. En estos juicios se les pedía a los acusados –a quienes no se les decía el motivo de la acusación, por lo general, de herejía o sodomía (que definía la Iglesia como toda práctica sexual que no estaba destinada a la procreación)– que hicieran una confesión exhaustiva y detallada de sus vidas. Hasta ese momento las personas comunes y corrientes no contaban sus vidas, por lo que imaginarán lo difícil que eso habrá sido. Hoy, como señala Ana Markman, “vivimos representándonos virtualmente”, pero “más que enamorados de nuestra propia imagen, nos digitalizamos en busca de la aprobación ajena”.

Arturo Carrera, en su libro de ensayos sobre arte Anch’io sono pittore!, cuenta que por esta época Jerónimo Francisco María Mazzola, más conocido como el Parmigianino, un buen día se propuso pintar un autorretrato. Para eso se miró en un espejo convexo, como los que usaban los barberos, y luego “mandó a un tornero que le hiciera una bola de madera, y tras partirla por la mitad y reducirla al tamaño del espejo, con gran arte se puso a copiar cuanto veía en él”. Cuatro siglos después el poeta estadounidense John Ashberry se inspiraría en esa pintura para escribir Autorretrato en un espejo convexo, aquí el concepto de espejo desempeña un rol fundamental. Y en la muestra Balvanera self-portrait gallery no por nada la única decoración que quedó del departamento fue un espejo en la pared, en la que cada uno de los asistentes podía ver su imagen, beber cerveza o mirar su imagen bebiendo cerveza. Quiero pensar que este objeto no estaba ahí por casualidad. De hecho hay otro espejo que completa el concepto y es una obra de la propia curadora, que es un espejo y cintas dispuestas de forma geométrica sobre la superficie de ese espejo.

En su libro Las imágenes desencantadas, Theodore Ziolkowski señala que “el espejo como imagen comenzó a desempeñar un papel importante en la literatura, justo en el momento en que el subjetivismo romántico empezó a descubrir su propia conciencia”, dicho de otro modo en el momento en que el espejo dejó de reflejar el mundo y a dios “el protagonista se sirvió de él para ver literalmente su propia imagen”. Como la cita podría contradecir históricamente la otra cita que di, aclaro que el hecho de que la autobiografía moderna haya nacido en el siglo XVI es coherente con la subjetividad romántica de la que habla Ziolkowski, que se da tres siglos después, porque uno es el nacimiento de un género y otra es la consolidación de una estética.

Lulu Yankelevich, @se.feli y Aldo Benítez 

Sin embargo, como no le temo a las contradicciones, me gustaría contradecirme por completo y señalar que quizá el autorretrato no se trate de una autobiografía, desde luego que ésta está presente, pero el autorretrato a diferencia de este género expresa cosas que van más allá de fisonomías, más allá de las formas de la realidad, más allá de lo conocido como realismo o pintura figurativa. La gran variedad de obras de esta muestra así lo indican: desde autorretratos clásicos (figurativos) hasta diversas formas de entender el autorretrato. En este sentido, los que más me llamaron la atención fueron las que están en tres dimensiones, especialmente las obras que estaban en la habitación-dormitorio.

Esta habitación se adecuó con precisión. Era en sí otro espacio, ya que había que traspasar una cortina para encontrarse con una atmósfera peculiar: oscura y con sonidos provenientes de las obras. Adentrarse en esta habitación era transportarse a una galería, uno olvidaba que estaba en un departamento de dos ambientes. La suspensión del tiempo era otra cuestión que operaba: cinco minutos no parecían ser cinco minutos, sino más, había –y esto obviamente lo hablo en el plano de la sensación– una destrucción del tiempo cronológico, y de este modo resultaba una experiencia personal, en el sentido de única, y cuando eso sucede estamos ante la experiencia artística, irrepetible. No en todas las muestras ni en todas las novelas ni en los libros de poesía uno se encuentra con la experiencia artística. Con esto no estoy diciendo que las obras sean las mejores del arte argentino o mundial, la crítica no se trata de una canonización, sino de la constatación de una experiencia individual con elementos de lecturas y de otras experiencias.

Para los curiosos, los artistas que exhibieron en esta habitación fueron, entre otros, Lulu Jankelevich con una fotografía, Se.Feli con una foto sobre un video en diálogo con otra obra de Javier Barilaro en la otra habitación, Juan Pablo Ferlat con un molde de su cara o de lo que parece ser su cara, Julieta Tarraubella con un video de desnudo y Gabriel Rud con dos instalaciones que funcionaban como una sola. Estas obras constituían  lo más logrado de Balvanera self-portrait gallery, porque dotaban por extensión de esa experiencia artística a toda la exposición. Era como si de ahí se pudiera entender toda la muestra. De hecho, en el pasillo y en el baño las obras dispuestas parecían ser un complemento a ese espacio. Las obras de la sala –el espacio más grande– eran más entendibles si se empezaba el recorrido por la habitación, por lo que en cuanto a disposición se planteaba una narrativa inversa, si se quiere, o contraria a por donde se ingresaba.

Gabriel Rud

Es sabido que no es fácil hacer una muestra conjunta, que el concepto, la disposición y la selección de las obras cuajen por completo. Las limitaciones, en este caso, estaban dadas por el lugar, el dos ambientes, que a la vez de ser la gracia constituía una dificultad para la disposición. Por eso me quedo con el concepto y la selección no en términos de calidad, sino de variedad por donde abordar el autorretrato como concepto. Se corría el riesgo de, como señala Ana Markman, caer “en el imperio de la selfie”. Por último y como anécdota que no puedo dejar de mencionar, el departamento de la exposición haya quedado a menos de media cuadra de donde viví hasta hace seis meses durante seis años hace que todas las palabras vertidas aquí también sean un ejercicio de autorretrato, por eso tengo la ilusoria impresión de haber sido parte de la muestra, o bueno, casi.

 

 Gabriel Rud

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