Ojos nuevos, micropolítica de los bares
por Elisa Palacio y Jacqueline Golbert
Deambulábamos un día de otoño por Av. Córdoba haciendo tiempo para ir a una muestra de arte en Villa Crespo. Hacer tiempo es siempre una buena excusa para pasear, tomar algo, leer o colgarse hasta que haya que ir a donde hay que ir, hasta llegar al encuentro.
Entrar a un café parecía la mejor opción contra el clima y el desamparo urbano. Empezamos a caminar por esa avenida buscando un refugio ameno y económico y, luego de unas cuadras, divisamos una marquesina con unas letras corpóreas: C E R V E C E R I A y debajo D I F E I así separadas y en amarillo y verde. Con la fachada grafiteada y una puerta de madera y vidrio, sus ventanas en pegatina doradas rezaban: BAR- CAFÉ, y en la otra: SANDWICHES – TOSTADOS Y WHISKIES. Miramos a través de ellas y el lugar estaba vacío, entramos. El dueño era un señor grandote, serio y de pocas palabras; el mozo morocho y regordete se acercó rápidamente y preguntó qué queríamos tomar. Café con leche para ella , y una lágrima en jarrito para mí, respondió una de nosotras.
Después de una hora sentadas ahí ya habíamos entrado un poco en éxtasis con los colores verde agua, las plantas colgantes, la luz, el machimbre y unas guardas color naranja que nos hacían sentir que estábamos frente a una joya. Sin embargo, seguíamos siendo las únicas clientas en esa esquina gigante. Nos parecía hermoso el sitio y no entendíamos su escasísima concurrencia: ¿dónde estaban los vecinos? ¿por qué nadie elige este bar? O bien ya nadie puede darse el lujo de tomar un café con leche afuera o tal vez lxs vecinxs están ocupando otros lugares. ¿Qué lugares habitar? ¿Por qué? No hace falta caminar tanto para ver los Le Blé o los Starbucks de la zona muchísimo más concurridos que los bares de barrio.
Todos los bares del mundo, le pusimos de título al ciclo que, desde ese día y hace ya dos años, llevamos a cabo en ese tipo de bares. Y si bien el título es exagerado y fantasioso, porque la propuesta de habitar efectivamente todos-los-bares-del-mundo sería impracticable, la idea nos atrae y nos convoca.
Los bares a los que nos referimos son los bares viejos, perdidos, olvidados, que en algún momento supieron ser establecimientos de reunión y que cada barrio contaba con uno. Lugares de sociabilización, de identificación, de jolgorio, de intercambio político, previos a internet y su velocidad. Espacios límite entre lo público y lo privado y característicos de la ciudad en la que vivimos.
La primera edición, de lo que en septiembre llega a su décimo encuentro fue en aquel bar de Córdoba y Fitz Roy, el bar Difei, y el segundo, en el Bar Roma del Abasto; bar notable que todavía hoy se encuentra abierto pero en alquiler dado que sus dueños, Jesús y su primo, dicen que están viejos y que es imposible sostenerlo en época de crisis.
El otro día fuimos a tomar un café con leche y nos contó algunas cosas: «el único beneficio que tenemos por el cartel de bar notable, que no pedimos, es no pagar ingresos brutos, pero el último tiempo, al no tener ingresos ese descuento no existe». El bar Roma del Abasto es una esquina hermosa de San Luis y Anchorena en tonos de rosa viejo y blanco con botellas que van desde la barra hasta el altísimo techo y un añejo cuadro gigante de San Martín en su salón. Cuenta Jesús: «antes era un almacén, lo compramos con mis tíos y mi primo a fines de los años 40. Cuando llegamos nos empezó a ir bien, pero el barrio era distinto. Había conventillos, en una habitación vivía una familia. Espacio no tenían, poco más que para dormir y comer, entonces los muchachos estaban en el bar. Como no tenían dónde estar en la casa entonces no se querían ir de acá. En aquella época había mucho más bares y almacenes, como este antes, uno en la esquina de enfrente, otro a la vuelta. Había una lechería que también funcionaba como bar. Había muchos, y todos trabajábamos. Era muy sacrificado también, no teníamos franco, trabajábamos hasta el primero de mayo.»
El bar era el espacio de sociabilización de los hombres. Las mujeres estaban reducidas al espacio privado y al de producción, es decir, la casa-conventillo y el taller. Continúa Jesús: «La sociedad se lo tenía prohibido, no nosotros como bar. No pasaban siquiera por la puerta las mujeres. El barrio también era otro. Con el mercado de Abasto y los talleres de costura, las fábricas. Mucha gente trabajando que al mediodía salía a comer, mucho más que ahora. Era otro el movimiento, mucho más intenso.»
Los cambios en los bares y en el barrio tienen que ver con distintos procesos que tuvieron lugar a lo largo del siglo XX y comienzos del actual. El traspaso y monopolización de los mercados proveedores de frutas, hortalizas y carnes, como el Mercado del Abasto hacia el actual Mercado Central, es uno de ellos. Con su cierre definitivo en 1984 y su posterior venta para la realización del actual shopping -venta en combo con terrenos aledaños para la construcción conjunta de hoteles y torres- generó una transformación total en el ritmo, comercio y sociabilización del barrio. Esas ventas, sumadas a nuevas especulaciones inmobiliarias, generaron, a su vez, la desaparición del conventillo aumentando el vaciamiento de los viejos comercios y vida cultural de sus alrededores. Con la construcción del shopping se buscó revalorizar la zona explotando la atmósfera tanguera con algunas políticas como la peatonal Carlos Gardel. El barrio comenzó a volverse muy desigual. Esa “recategorización” barrial de tipo turismo-tango-shopping dejó afuera a la mayoría de lxs vecinxs.
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Lxs habitantes de las ciudades gentrificadas caminan como espectadores, con inevitable nostalgia, ante unas ruinas en donde, por momentos, persiste una voz y una personalidad propia. Un ejemplo de esto son los bares viejos atendidos por sus dueños. Estos pequeños comerciantes, dueños o trabajadores de toda la vida en ese lugar -que muchas veces pasan de generación en generación- son absorbidos por los altos precios e impuestos que conlleva la gentrificación y las franquicias multinacionales.
Creemos que las derivas por la ciudad y los bares tienen algo del espíritu del coleccionista, algo de sentir a estos espacios como relicarios. Hay una sensación de urgencia, de finitud. Muchos de los que quedan parecen ya museos y/o están cerrando.
Nos interesa contrarrestar la inmunización que genera ese “arrase” característico del capitalismo. Desde lo material y económico, -en defensa del pequeño comerciante- hasta lo arquitectónico: la demolición de lo local en pos del negocio de la construcción. Esto incluye también un plano ecológico y otro cultural. Mark Fisher en Realismo capitalista escribe: “un objeto cultural pierde su poder una vez que no hay ojos nuevos para mirarlo.” Y esa coyuntura sin ojos curiosos es caldo de cultivo para la clásica distancia irónica posmoderna. En este caso buscamos hacernos cargo del “pudor” que da la nostalgia y el miedo a perder, mezclando nuestra contemporaneidad con los espacios en extinción, en pos de la vitalidad y el arte. Un contrapunto entre lo viejo y lo nuevo.
Siguiendo la línea del libro de Fisher, que plantea que hay una aceptación escepticista de que el capitalismo es el único juego que podemos jugar, creemos que, una manera de resistir es habitar los lugares correctos y procurar ojos nuevos para aquellos objetos culturales desacralizados y absorbidos por el capitalismo.
*Este viernes 6 de septiembre se realizó la décima edición de Todos los bares del mundo en el bar Jaimito (Virrey Liniers 709) con lecturas de Mariano Blatt, Melina Alexia Varnavoglou y Pablo Katchadjian y con obras de Lucrecia Lionti. Una edición especial *en campaña*, por una Ciudad de Buenos Aires anti larretista con proclamas de Juan Laxagueborde y Francisca Lysionek.