Comunidades al borde del camino

por Leopoldo Estol

En estos días de festejos donde todxs buscamos una mesa amiga para elevar la copa vuelve al tapete el tema de la comunidad, sea tal vez porque nos volvemos a sentir preocupados por alguna discusión que pueda surgir en familia o porque estamos pensando pasar la fiestas junto a unes nueves amigues. El tema de la comunidad a veces luce tan traspapelado o tan saturado del ruido de campanita del teléfono que también es muy grande la tentación de armar el bolso, cerrar los postigones y huir rumbo otro mundo.
Algo de esa huida siempre está implícita en esa insólita acumulación de cemento que damos en llamar gran ciudad: lo consecutivo de las baldosas, los códigos urbanos con sus sendas y deberes, la necesidad permanente de estar al corriente de algo sino de todo. Afortunadamente así como los caminos unen también se pierden en medio del campo en huellas cada vez más sutiles allí donde comienza lo que no tiene nombre ni ha sido bautizado aún.
En esa senda que se borra quiero decir que leo Postales de la contracultura, el libro de Osvaldo Baigorria publicado hace poco por el sello Caja Negra. Un relato escrito en castellano sencillo que hilvana con cuidado 10 años en los cuales su autor, el querido Osvaldo, repasa con detalle el apetito por el viaje, el largo trecho que va de Buenos Aires a México haciendo dedo, vendiendo artesanías, cruzando fronteras disimulando al máximo su inequívoca bohemia, día tras día comiendo banana y sopa Quaker para llegar a la mítica Costa Oeste.
A todas luces Baigorria es una rara avis, una figura única en el panorama citadino de nuestra escena. Mezcla de amable filósofo con entusiasta compañere de tertulia, su voz se destaca en la multitud porque a diferencia de la mayoría es alguien que no ha quedado atrapado en ninguna burocracia, que ha empeñado sus años sin encandilarse con las marquesinas y cuya obra más rápidamente asequible, sus libros, son fiel testimonio de su apetito experimental. En Postales de la contracultura, la pregunta por el quién soy se diluye en una época vertiginosa en lo local (la violencia de los setenta es el umbral de su partida) pero también auspicia un ascenso -en términos geográficos- hacia lo comunal. Hacia la pregunta y la práctica por aquello que es de todxs y que hacemos entre todes.
En eso se destaca el libro: su inquietud por el sexo libre abre paso a cuestionar el apego que desarrollamos tempranamente por los objetos y luego por los afectos, el imperativo del viaje obliga a Baigorria viajar con poco, a un modo de vida ascético pero no por ello carente de placeres, dejando atrás todo aquello que pueda ser abandonado, el viaje también es sinónimo del aprendizaje permanente. De volverse útil para conseguir un sustento en los ocasionales centros urbanos pero también, de refinar la percepción al máximo, de aprender a derribar árboles, de saber negociar con osos y de resistir la crueldad de los inviernos en el bosque polar tanto como la mezquindad de las personas.


Hacia el final del libro Osvaldo en broma se ofrece como voluntario para derrumbar las ciudades y me recuerda otra huida reciente, la del Festival Rural de Poesía, que tuvo lugar un sábado a mediados de diciembre a pocos kilómetros de Lobos. Por tercer año consecutivo se organizó esta iniciativa que tiene a María Lucesole, Ana Inés López, Alejandro Jorge y Elisa Palacio como sus gestores y promotores. La propuesta en sí es simple: se trata de un grupo de poetas que viajan en bus y en autos hacia un punto distante de la amplia llanura y allí bajo el Sol de la tarde comienza el despliegue de textos personales, de acentos singulares y de ese ida y vuelta alucinado que es de pronto estar leyéndole al horizonte y a los cuatro vientos.
Movilizando la intimidad que yace en lo hondo frente a la mansa complicidad del poniente, aquí la cuestión de la comunidad vuelve a estar presente. Por un lado como demostración de vitalidad:  Gabriela Bejerman leyó un texto desafiando a las jóvenes poetas en el cual contrastaba con humor las implicancias poéticas propias de los veinte años para terminar dándole un buen giro a su lectura y hablar de la potencia que irradia el amor. Un amor atravesado a la vez por la partida de su madre y el nacimiento de su hijo que brota al igual que su voz, de su propio cuerpo.

Hay algo un poco mágico en la sucesión de las palabras en el ritmo y el respeto con el cual se suceden Francisco Fenton, Francisca Lysionek, Belén Ianuzzi o Iosi Havilio, como si el racconto de decenas de experiencias, compartidas con la lupa puesta en lo inconmensurable que son nuestras sensaciones fuese un ritual de sagrado que hemos olvidado. Sí, seres humanos que se alejan kilómetros y kilómetros y sólo allí donde los caminos pierden su revestimiento, donde el barro brota con sus infinitas manos marrones, estas personas se dejan llevar por el torrente, zambullidas en esa pluralidad de lo vivo que es la palabra.
Un poema dedicado a un ex-novio que se volvió al Islam, la percepción de los cambios que traen consigo las estaciones, el enigma escondido en unas canciones de rock que una niña escucha y en las que vuelve a abrevar de grande encontrando allí una clave sentimental, algo me hace reflexionar: por más electrónicos que nos pongamos, seguimos siendo esta barroca acumulación de moléculas que sienten y hacen sentir.
El Festival Rural son las cantidades inmensas de aire alrededor, el temor de los días previos a tener que suspenderlo por la bravura de las lluvias. El Festival Rural son las ganas de dejar todo atrás y encontrarnos con algo nuevo. El festival es como dijo Horacio Fiebelkorn la esperanza de que “las ciudades chicas aprendan a ser libres y las ciudades grandes desaparezcan”. También, la ilusión de que los trenes nos acompañen en ese ir y venir del campo y sobre todo, el encuentro con Daniel o Pedro Argüello, el responsable de la pulpería y un joven rapero de Lobos, respectivamente. Orgullosos habitantes de aquel más allá rural en quienes nos espejamos como hermanos en la búsqueda de la tan ansiada libertad.

Tal vez a la luz de lo dicho quede habilitada una huida certera: encontrar una comunidad de iguales, lograr una relación distinta con el trabajo, con nuestro hábitat y nuestra lengua. Tal vez el viaje de Osvaldo Baigorria y el cálido rally del Festival Rural no deberían ser apreciados como frutos aislados de la curiosidad individual sino como manifestaciones de algo aún más fuerte, de un futuro posible, que se aproxima a nosotrxs.

 

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