El final no existe

Por Magui Testoni

Dibujo por Matías Romano Alemán

Ballet Bazar es una puesta al día de lo clásico en un lenguaje cyborg. 

La definición más fácil de encontrar sobre lo clásico dice que es aquello digno de ser imitado. ¡Qué dignidad! Es lo ejemplar desde donde se multiplican las traducciones que se hacen sobre las cosas desde una mirada personal. La multiplicación, tan bienvenida por estos días, que deja en el camino el intento de unicidad que podemos reconocer en creadores de siglos anteriores, donde cosas como el éxito o el canon tenían más sentido que ahora. Si ese intento está quedando en el pasado, lo que toma el presente desde el futuro es la conjunción de lo orgánico con lo tecnológico que habita lo cyborg.  

Y, en el sentido de lo múltiple y la repetición (siempre diferente, nunca igual, ¡cada una tiene su personalidad!), lo cyborg le genera un doblez a lo doble o, mejor dicho: es el papel desplegado con todas las marcas de las veces que fue doblado. No hay una separación entre lo orgánico y lo tecnológico, es una coordinación, como eso que hace la Y entre dos palabras y que tan bien representa en su signo visual. Porque la Y visibiliza la marca, no la opaca ni la maquilla. Genera convivencia, es decir, genera tensiones. Poner en foco la tensión es escuchar qué palabras se usan para describirla. Las palabras que usamos y las que dejamos de usar le dan un marco al problema.

Habría que aprender a patinar sobre las tensiones, desplegar nuevas bases de datos. Así, entra en juego la perspectiva, desde dónde miramos. Si se mira al ras puede cortar, como el dedo sobre el ventilador de la sala que proyecta la danza. Detrás de él vemos la misma danza, esta vez sobre un acrílico traslúcido, custodiada a los cuatro lados con algunos bailarines corporizados en esculturas. Lo que emerge es una multiplicidad de perspectivas sobre una diversidad de plataformas. La composición del ballet las aúna. La danza comienza y va de un lado a otro, de un aparato a otro. Y una puede recorrer la sala y girar, orgánicamente, entre la tecnología de un recorrido distendido. 

Los personajes que bailan y circundan la sala nos recuerdan a otros que conocemos de exposiciones anteriores de Alejandro Gabriel, por ejemplo, una muy reciente en Quimera. Pero esta vez, hay algo más extraño, es la luz, el tono del color y la música que acompaña. El mundo ya no es todo color rosa, ahora es negro. Este ballet de sótano tiene ecos de luz titilante y brillos de látex. Si las señoras toman el té antes de ir al Colón a ver ballet, acá las señoras transforman el ballet en tetera. Al correr el telón de la entrada se ingresa a un cuarto oscuro que propone un nuevo ánimo para ver la obra: la sensación de la inminencia sexual. 

La precisión es lo que se extravía en el otro lado de la moneda, el lado oscuro que no se ve pero nos persuade y que estuvo presente en otras obras, me arriesgo a decir que en todas. ¿Quién da vuelta la moneda? ¿Es el artista o es nuestra mirada? Si pensamos en las palabras que enmarcan las tensiones presentes en esta muestra, los personajes que danzan se llaman: Antena, Ano, Orgía, Ruleta… Ya mencioné que fueron vistos, pero como cyborgs que expanden sus capacidades, esta vez les crecieron piernas que revolean con sensualidad graciosa. Para el arte, para lo clásico, para el humano: ¿Existe acaso una forma definitiva y final? 

*Sobre Ballet Bazar, de Alejandro Gabriel. Curada por Diana Aisenberg con música de Manuel de Olaso, en microgalería.

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