Río Grande

Por Cristobal Zanelli

Dibujo por Daniel García

Fui a trabajar a Río Grande, en Tierra del Fuego. La capital de la Vigilia de la Gloriosa Gesta de Malvinas. Qué responsabilidad les tocó. Ser el lugar más cerca en el continente de las Islas Malvinas.  El enclave estratégico geopolítico más importante del país. Te puede tocar ser la capital de chorizo seco, la capital del chamamé, del poncho, del vino, del queso, o podés ser la capital de la Vigilia. No hay diversión en eso. Hay silencio y reflexión. Sí, es así. No existe la  fiesta de la Guerra de las Malvinas. Tal vez hagan la fiesta de la trucha, pero estoy casi seguro que no es ahí. Es más, no vi que haya trucha en los restaurantes a los que fui. Y fui a cuatro, bastantes.

En la costanera, frente al mar gris y quieto, se alza el monumento a los Héroes de Malvinas, custodiado por un soldado anónimo y un ovejero alemán. Algún que otro ex combatiente aparece de vez en cuando, en solitario y se queda mirando las placas de los caídos. El que vi estaba con su esposa y llevaba un pantalón camuflado. Iban lento, ella despegada  unos metros a la derecha y él más cerca del muro repleto de nombres.

Todo apunta a las islas desde la costanera. Es algo simbólico. Estamos a la defensiva. A la expectativa. Los cañones, los aviones y los tanques, apuntan hacia el Atlántico. Exactamente hacia las Islas Malvinas. Están descargados, obsoletos pero agresivos. Muchas banderas argentinas flamean con violencia por el viento que no para nunca. 

También yo apunté a Malvinas ese día que conocí el monumento. Porque uno mira mar adentro y piensa en la guerra, en ese momento en particular de la historia. No te alcanza la cara de boludo que uno debe poner cuando reflexiona cosas de tanta magnitud, para dimensionar lo que pudo haber sido eso. Una guerra. Una guerra posta, con muertes, con reclutas, con problemas. Y con un frío demencial. 

Río Grande es hostil, es un lugar que sin dudas está poblado a la fuerza. El viento no para nunca y los árboles y las personas van torcidas por la calle. Mucha gente debe amarlo, sí. Pero para uno que no está para nada acostumbrado, es difícil imaginar una vida ahí. Sobre todo si fumás. Salir a fumar un cigarrillo es un acto de heroísmo, de rebeldía. Es dejar todo por amor. 

El frío de la calle es proporcional al calor de los espacios cerrados. La coreografía de desabrigarse en cada lugar se repite en un loop que se vuelve inconsciente. Es el único momento para mostrar una remera nueva o la camisa que te pusiste. ¡Mirenme, tengo un cuello, qué loco!. 

No tienen un acento particular, capaz sí, pero no me di cuenta. Como es una ciudad relativamente nueva, te encontrás con que la mayoría de los habitantes son de diferentes provincias. Es lindo eso. Migración interna. Me encanta. Me da envidia la incertidumbre y lo desconocido. La aventura, la sexi espera de un amor fueguino.  

Como vine por trabajo, y mi trabajo en este momento es político, fui a una fábrica de ensamblaje de electrodomésticos. Hay muchas fábricas en Río Grande. Es una manera de poblar el lugar. Fábricas, pocos impuestos, cigarrillos, perfumes y alcohol baratos. Y bueno, los sueldos son mejores. 

 ES un galpón enorme. Debe tener el tamaño del Parque Lezama. En la puerta, algunos grupos terminaban sus cigarrillos antes de comenzar su turno. Tuve que moderarme con el asombro cuando entré, porque no eran las Cataratas del Iguazú, era una fábrica repleta de personas en un línea fordista. Otra forma de lo sublime. 

Miles de delantales azules con las islas bordadas en el brazo trabajan turnos de nueve horas. La fábrica está dividida por sectores. Una mujer, muy amable, nos hizo un tour por toda la fábrica y nos explicó cada cosa que veíamos. Yo no podía dejar de mirar a las personas. ¿Estaban felices? Me gustaría ser más detallado en este momento, pero los recuerdos se me amontonan y no puedo ordenarlos.  Miles de obreros en delantales que indican el rango sentados en sus lugares frente a una cinta que muy lentamente les acerca el producto para que lo atornillen, para que miren si hay algún defecto, para pegarle la etiqueta de la bandera de Tierra del Fuego, para soldarle un chip o lo que sea que hagan. 

Cada cinta tiene al final una pantalla con un porcentaje. Me acerqué y le pregunté a un operario que parecía un ciudadano de Alaska si eso era un indicador de que algo puede explotar. Me quise hacer el gracioso. Era un tipo enorme, barbudo y con ojos tristes. Se sonrió y me dijo que no, que eso medía la producción. En un arrebato de la estupidez que acompaña al entusiasmo, le pregunté qué pasaba cuando llegaba al 100%. Nada, me dijo, traen más piezas y empieza de nuevo. Ah, le dije. Y le pregunté si le gustaba el trabajo y me miró con sus ojos de perro de Groenlandia y me dijo que estaba hinchado las pelotas. 

Seguimos el tour y llegamos al depósito de los productos terminados. Había microondas, televisores, aires acondicionados y creo que nada más. Era una ciudad aparte con calles y veredas. Miles de estructuras altísimas llenas de electrodomésticos y una senda peatonal para que no te pisen los montacargas que iban a toda velocidad. Pip pip. Se comunican con las bocinas. Cómo código morse. Van a los pedos, girando en círculos, rozándose y siempre a punto de tirar todo. Pero eso sería raro porque son profesionales. 

Quiero terminar esto. Necesito llegar al lugar que me dejó sin palabras. Y estaba en el segundo piso. Mientras subíamos la escalera alguien me dijo que preste atención a los brazos de los operarios. Fíjate bien, me dijo. Hay algunos que tienen cicatrices. Es por la tendinitis. Se lesionan mucho acá, me dijo. 

El segundo piso era un poco más silencioso, más tranquilo. La gente que pasaba tenía un andar diferente, un poco más lento, más sereno. Entramos a un pabellón y la mujer que nos hizo el tour nos comentó que estábamos por conocer el sector de los lesionados. Nos dijo: este es el pabellón de los lesionados. Es muy común en la fábrica que la gente se lesione al ser tan repetitivo el trabajo. Túnel carpiano, tendinitis, colapsos emocionales, discapacitados. Y siguió: los dejamos trabajar al 50%, no los echamos, y los mantenemos para que sigan sintiéndose parte. Pensé en Malvinas. En «poblar a la fuerza» un lugar. En estar a la defensiva, en aguantar, en ser cada día más. 

Salí del pabellón con ganas de que termine el tour y salir a cagarme de frío otra vez para fumar un cigarrillo. Cuando por fin terminó, me volví a abrigar y me prendí el cigarrillo que tanto esperé. Mientras mis compañeros saludaban a los jefes que permitieron la visita, vi a una pareja de operarios que se iba caminando entre camiones y mega galpones. Una pareja de fábrica. Él tenía el pelo largo, y una edad parecida a la mía. Ella era un poco más bajita y llevaba un gorro. Iban en silencio, abrigados, caminando entre la aridez del lugar. Me dieron ganas de ser ellos. De tener un delantal con un bordeado de las Islas Malvinas. De abrazar a una persona repleta de camperas y besar unas manos con guantes mientras acaricio un gorro de lana. Quise ser ellos y estar enamorado, con la nariz fría, los labios helados y comprar cigarrillos sin impuestos. 

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