La educación informal como método
por Santiago Villanueva
dibujo por Celina Eceiza
Soy de Azul, Provincia de Buenos Aires y a los 17 años me fui a vivir a la Capital. Cursé la secundaria en una escuela pública que estaba atravesada por una metodología preexistente y el primer espacio de formación artística en el que participé, ya en la ciudad, fue la clínica de Diana Aisenberg. Entrar en contacto con su taller fue una experiencia novedosa que me abrió el panorama sobre las posibilidades de una clínica y también sobre las metodologías educativas. Imaginar que cada uno puede crear un sistema particular de autoeducación, un formato de aprendizaje informal, poniendo a disposición diversos métodos creados por artistas y curadores que se detienen a reorganizar y revisar ciertas estructuras y, a su vez, pensar la educación como una instancia informal en relación a los lugares en donde se impartían esos talleres, cambió mi paradigma. Ese desplazamiento físico de desarrollo educativo que era el living de una casa en contraposición al edificio diseñado para la enseñanza pública me hizo revisar el concepto de educación, acercándome más a la idea de las peñas y tertulias como instancias informales que generaron los artistas en diferentes momentos de la historia, vinculadas a la autoformación y que raramente trascienden al ámbito público.
Creo que la presencia de los artistas siempre fue movilizadora para crear estructuras nuevas o paralelas. Cuando organicé el ciclo Bellos Jueves en el MNBA, el núcleo más importante era involucrar a los artistas para pensar la colección y lo concebí desde el comienzo no solo como una instancia curatorial sino educativa. Problematizar esa colección y generar una disrupción o incomodidad en relación a un tipo histórico de museografía o montaje, se volvió en sí una situación educativa. Fue un ensayo muy valioso en relación a cómo pensar un proyecto nuevo de obra y cómo podría modificarse la narrativa de esa colección, interferirla o intervenirla desde otro lugar y, sobre todo, entender que la obra guarda una función educativa propia. Hay un texto de Pasolini en el “Gennariello”[1] que ilustra esta idea. En este tratado pedagógico Pasolini le entrega una serie de cartas imaginarias a un niño explicándole cómo lo va a educar. Uno de los capítulos se llama “La primera lección me la dio una cortina” y cuenta que su experiencia de aprendizaje más intensa fue con ese objeto, en su casa cuando era chico. Ese es un punto que me interesa trasladar a las obras en vínculo con la educación, la idea de que ese contacto intenso de formación lo afectó y le permitió reconstruir otras instancias sociales. En términos de museo tenemos que confiar que el contacto de persona-objeto puede generar experiencias educativas impredecibles, intransferibles e imposibles de cuantificar. El mismo concepto de educación habita en las obras y no es algo externo a la producción de los artistas y si bien se pueden generar programas que las “activen” de diferentes maneras, las obras son de por sí un componente educativo que muchas veces explicita metodologías. Por eso la división que se plantea en algunos museos entre departamento educativo y curaduría de una manera tan tajante es peligrosa, ya que promueve considerar que la educación es una instancia posterior a la producción o exhibición de la obra.
Me acuerdo que una vez, cuando cursaba catequesis en Azul, me prohibieron ir al campanario por haber interrumpido a la catequista mientras hablaba. Ese era el punto máximo de la iglesia para conocer y me dijeron que no iba a ir. Este recuerdo de alguna manera estuvo presente en toda mi vida y me marcó en términos positivos porque me dio la posibilidad de imaginar ese campanario. Por eso es difícil de hablar de educación ideal cuando ciertamente tiene que ver con las experiencias que a uno lo constituyen. La idea de la cortina como objeto de aprendizaje también permite pensar que lo educativo puede aparecer de repente y no siempre está planificado.
Las metodologías iniciales en mi formación me permitieron además, revisar las palabras que usaba diariamente para referirme al arte, volviendo conscientes ciertas prácticas ciegas incorporadas. Como artista y curador siempre tuve mucho interés por el desarrollo de la palabra y creo que esa experiencia colaboró sobre todo en relación con la curaduría en vínculo con la educación. Pude visibilizar de dónde venían ciertos términos, cuál era la historia que portaban para redefinir la propia práctica. Es por eso que me resulta muy difícil generalizar la educación o definirla, porque tiene una doble instancia, entre idílica e institucional, pura y burocrática. Creo que tal vez la educación activa un pensamiento paralelo diferente al usual y está vinculada a generar un cambio sustancial, pudiéndose modificar un preconcepto o un prejuicio. La educación es una sustancia que genera ese quiebre. Tampoco hay que subestimar las experiencias en relación al tiempo, hay que saber darle otro sentido a la temporalidad para valorar aquellas más espontáneas y veloces.
Respecto a qué quisiera provocar cuando estoy en una situación educativa, creo que una palabra que lo define aunque me parezca horrible, es empoderamiento. Algo del despertar cierta conciencia que permita apropiarse de cosas y transformarlas.
Hay que dejar de decir “no entiendo”[2]. Ahí también está la idea de empoderamiento; poder apropiarse de ese objeto, de esa mirada, de esa imagen, de ese espacio.
- [1] Pasolini, Pier Paolo, Cartas Luteranas, Madrid, Editorial Trotta, 2017.
- [2] Idea que se desprende del capítulo «Arte contemporáneo» del libro de Diana Aisenberg MDA, Apuntes para un aprendizaje en el arte, Bs.As, Editorial Adriana Hidalgo, 2017.
* Villanueva, Santiago. Texto procedente de la publicación Un Libro de Actividades. Experiencias en primera persona sobre la educación en el arte, Argentina,Ed.S/N, 2019, pp.181-184.