Pellejos jóvenes y destartalados

Por Diana Aisenberg

Dibujo por Leopoldo Estol

Tendría quizá 19 años cuando cursando la universidad tuve una de las lecciones más cariñosas, lindas e inteligentes acerca de lo que hace a un maestro, y fue sobre mi propio pellejo joven. Eran dos cursos, dos personas en el lugar del que enseña. Uno de serigrafía, el otro de grabado.

El taller de grabado era realmente imponente, sala de mezzotinta, sector para el ácido, todo tipo de máquinas, antiguas, modernas -literal-, eléctricas, pequeñas y gigantes.

Yo, muy torpe. Ensuciaba la hoja, salpicaba tinta. Muy poco apta para estas manualidades, todo torcido sin excepción. El de serigrafía, ser no querible, me expulsó de su clase, dramático. No tuve tiempo ni de pasar por un trauma. El Maestro de grabado, me tomó como un «caso». Me enseñó hasta a limpiar las reglas con un papelito doblado en dos. Necesitaba esa mirada. Aprendí muy rápido y fui la mejor. Recibí a cambio un gran premio: ser la asistente y encargada de ese taller despampanante en medio de un galpón en la Universidad de Jerusalén hasta terminar la carrera. Tuve las llaves, ayudé a todos los estudiantes. Supe como hacerlo porque había pasado por cada dificultad mínima en cada paso. Y no solo eso, recibí un sueldo cada mes.

Inútiles los que se dicen maestros y se cuelgan cucardas de alumnos brillantes. Lo que te hace bueno es acompañar a cada uno en la dificultad que presenta. Gran aprendizaje que cambió y marcó mi modo de ejercer esta tarea. Eternamente agradecida. Se llamaba Morris, era australiano, no sé nada de él, y siempre está conmigo, lo llevo en el corazón y en mi vida toda.

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