Deriva utópica
Por Mariana Cerviño
Dibujo por Marcelo Pombo
Hay dos grandes grupos dentro de la abstracción, si miramos el costado utópico de ese gran planeta. Es difícil nombrarlos sin acotar los destellos que disparan siempre los movimientos artísticos más allá de las operaciones de etiquetamiento, pero a grandes rasgos, por un lado la abstracción objetivista, materialista, geométrica; por otro la subjetivista, idealista, gestual. Cada uno de estos polos condensa un repertorio de conceptos y de valores distintos, cuando no opuestos. El primero busca un lenguaje universal que supere las particularidades; el segundo, la expresión sin límites mentales de un sujeto libre. Ambas familias abstractas trazaron links hacia lo que ya entonces aparecían como las nuevas religiosidades.
Gilda se ubica en el gran conjunto de los primeros. En sus inicios europeos es un objetivismo raro, el que permitía incluir la revolución comunista con filosofías esotéricas, por ejemplo en la búsqueda de Mondrian. Ambas corrientes utópicas tenían algo en común: la idea de totalidad en el materialismo dialéctico podía ir de la mano de la búsqueda mística hacia el absoluto bajo la influencia de la teosofía. También compartían la idea de que la práctica de la pintura, la entrega a esta tarea, podía reverberar en el mundo transformándolo. Era la fe en la persistencia, en la repetición con variaciones mínimas, limitar lo más posible el repertorio de recursos plásticos para mostrar, haciendo mínimos movimientos, el sinfín de posibilidades compositivas que se abría: el infinito universo de la pintura.
La filiación de la pintura de Gilda es en realidad con un movimiento que no hereda ese costado espiritual sino que, al contrario, se vuelca hacia la función crítica del arte. La filiación con el concretismo argentino queda más que clara, no solo por su investigación-obra en homenaje a Lidy Pratti sino porque varias de las consignas que había propuesto el grupo son tomadas por ella en distintas obras. La no representación y el acento en el el problema de los límites del cuadro, son dos problemas a la vez prácticos y filosóficos del grupo liderado por Maldonado que, como crítica al ilusionismo del cuadro ventana. Responden con postulados radicales, materialistas, a los efectos ideológicos de otras corrientes pictóricas contemporáneas que también aspiran a contribuir a la transformación del mundo.
Los años cuarenta es un período en el que el PC está muy presente en el espacio intelectual argentino, en calidad de mecenas y en los debates más relevantes. Pero más allá de esa cercanía partidaria, el grupo forma parte de un estado del campo en el que se discute el lugar del arte en la sociedad y si debe o no tener una función política y cuál debe ser. Y elige como el mayor desafío de la pintura romper los ilusionismos.
La vista era para esta postura radical el sentido más capturado por la ideología y por eso debía ser cuestionada. De ahí se desprenden todos los problemas del concretismo que Gilda retoma. Señalar el borde del cuadro, pintar el canto, tensar la tela justo en el momento en que la tela dobla o hacerlo antes de esto, son dilemas para ella porque hay una decisión en destacar que ese objeto tiene un límite al cual prestar suma atención, porque lo separa y a la vez conecta con una pared en donde está colgado, el espacio para tal fin de la institución arte. El segundo gran problema en su programa es el de la figura y el fondo, cuyo señalamiento apuntaba a eliminar la ilusión de espacio, recordando a quien observa, el carácter plano de la tela.
¿Qué conserva la pintura de una artista argentina en 2024 de todo aquéllo que no pudo ser? Una deriva utópica, un aroma, un viento leve…que inclina las cosas hacia la idea de que no da todo lo mismo, de que algo bueno puede pasar y si pasa que la encuentre pintando.
Las decisiones de Gilda arman una estructura de sentido que protege a sus cuadros de la banalidad. Quiere para ellos un presente con sentido que derive en un futuro mejor.
Una deriva, no una repetición. Un desplazamiento, movimientos breves, una transformación tenue pero continua. Una variación respecto a un punto de partida.
Traza un camino, pero ya sin un punto de llegada definido. Si Dios ha muerto, y no habrá revolución, ¿todo está permitido? Aun puede oponerse alguien al azar absoluto, situarse, ponerse un borde, un marco. Pensar la pintura como un conjunto de maneras. Una moral del arte, no un barco a la deriva.
La exposición de Picabea reúne muchas obras pintadas en poco tiempo, y ese ímpetu no puede más que provocar en nosotros un shock de esperanza. Ya no hay detrás de ella un destino trazado ni un colectivo que acompañe. Que el dogma se vuelva ensayo, hipótesis. El punto de llegada ya no está claro, más bien la tendencia es a verlo bastante oscuro. Pero las obras de Gilda invitan a sumarse a una forma de optimismo, el intento de recomponer un sentido. En las relaciones con antepasados y también contemporáneos que forman parte de su conversación: Me salió un Hlito… Ah, entonces hay lugar para lo incierto.Todo resultado está permitido siempre que derive de un método. Dios está en el proceso, no en el resultado. Siempre que no se rompa el pacto que Gilda tiene con la pintura, con el detrás de la pintura que es el tiempo que Gilda dedica a esta tarea. Un tiempo y un estado que se transmite a la sala y envuelve a quien se detiene a mirar esas superficies tratadas con paciencia y determinación. Sobre una grilla ortogonal como sosiego se ordenan puntos, más grandes, más chicos. A su vez éstos irradian una luz de color esfumada. La belleza aparece, tiene permiso, no todo es rigor. Hay Destellos. Las barreras del purismo se levantan un rato, entra la noche, el sueño, el sueño de la razón produce estrellas. Hay muchas posibilidades si nos acercamos, si cambiamos el punto de vista es otro cuadro más. Otro beso, Quedate conmigo, vamos a pintar puntos, líneas sobre un plano y que el mundo pueda entrar de a ratos, no todo el tiempo ni de cualquier manera. Calma. Hay tiempo para todo.
* Deriva utópica, Gilda Picabea. Museo de Arte Contemporáneo. Cierra el 27 de octubre
Curaduría: Belén Coluccio.