Ya nadie va a leer tu remera

por Belén Coluccio

dibujo por Lino Divas

Cada diciembre hago una limpieza de placard. Pongo en bolsas la ropa que no uso y le doy otro rumbo; la regalo o pasa a ser trapo. Escucho la radio y cada tanto me tiro en la cama y abro Twitter. Doblo lo más prolijo que puedo mis remeras preferidas mientras en la calle se vende una que dice No hay plata. Busco cuáles de las mías llevan en el frente palabras escritas, como si tratara de averiguar algo sobre mí. Hemos usado la frase «una remera que diga…» para referirnos a aquello que podrían ser un chiste de nuestras convicciones. Ahora el presidente hace uso de esa idea e instala la que, dice, será la moda del verano. La remera de No hay plata se vendía el 10 de diciembre por 4 mil pesos y ahora, en Mercado Libre cuesta más de 12 mil. 

Tener que decir no hay plata ha sido muchas veces doloroso, mi generación lo sabe. No era gracioso ni canchero en los noventa, cuando éramos chicos y pedíamos juguetes o golosinas y nos respondían eso. Soy afortunada porque mis papás nunca me tuvieron que decir que no había plata para comida o útiles o para remedios, pero a veces compartíamos un guiso o unos fideos en una olla grande con otras familias. La frase es tajante, sin peros, condicionales ni subordinadas. No admite réplicas, no explica, es también el “porqué sí” o “porque yo lo digo”. Con ella Milei hace de un papá malo, como Alberto fue en un momento un papá bueno que nos dijo «vos quedate en casa, el Estado te cuida». Son dos modos del discurso similares en su reduccionismo, aunque representan políticas opuestas. 

Hace un año atrás las remeras de la selección nacional de fútbol se multiplicaron en las calles. Eran millones y les cabían a todos los cuerpos. Messi, decía la mayoría en la espalda. Messi, Messi, Messi, inconmensurable. Quiero forzarme a pensar la continuidad entre ese festejo de hace un año en la calle, quizás uno de los eventos más impresionantes que voy a haber vivido, y lo que está pasando ahora, que estamos asustados y tristes, sin querer ver en la tele que el nuevo presidente se calza la banda celeste y blanca. No quisiera quedarme como estupefacta o actuar cínica diciendo, “Argentina, no lo entenderías”. Arriesgo algo, para seguir pensando: hay un componente masculinizante fuerte, además de una fuerza que es del orden de lo religioso, tiene que ver con el sacrificio y la redención. Y sobre todo, hay una búsqueda por esas pasiones que arrasan y llevan al vértigo de vivir en medio de lo que arrolla. En julio de este año empezamos a ver varones vestidos de rosa, casi un milagro de la moda. Manteros vendiendo remeras rosas en el Once. El jugador estrella de la selección había habilitado una temporada de ese color al entrar al Inter de Miami y el rosa se traficó en pechos que nunca lo habrían llevado. No creo que el color haya cambiado su espíritu manierista, simplemente esta vez no fue leída su historia. Mientras tanto Instagram me ofrece publicidad de una remera que me gusta y se la vi puesta a varios de mis contactos. Es la blanca con el nombre del país con letras azules, la que usaríamos quienes no nos animamos a la de fútbol. No es un diseño novedoso pero es aesthetic y sale 31 mil pesos. Me parece cara, no la compro. 

Encuentro en el placard una remera negra que dice Buen día en letras cursivas blancas. Es una de las diseñadas por Sergio De Loof para vender en su muestra en el Museo de Arte Moderno en 2019. Había elegido palabras o frases cortas para estampar porque imaginaba que se leían al caminar por la calle. Para él las remeras eran artilugios para iniciar una conversación en el medio del yire que, con un poco de suerte, llevaba al romance. Bicha la Deloofa, después de su muerte comprobé que llevar una remera que dice simplemente ¡Hola! es un llamado hacia los otros. Sonrisa va, risita viene, casi siempre se arma la charla. Distinto el efecto de identificación con una causa que buscó provocar la remera de “Yo tengo sida” de Roberto Jacoby. Ese yo de la remera se habitaba con el cuerpo y la tela era una segunda piel que manifestaba una experiencia vital. ¿Quién es el sujeto que constituye la remera de No hay plata? ¿Qué tipo de identificación se produce entre la voz de la frase y el cuerpo que la lleva puesta? Esa remera nunca será el inicio de una conversación, es la clausura de todo debate. 

En los últimos años se mostró varias veces, en video o en vivo, Ni verdaderas ni falsas la performance en la que Mariela Scafati se pone una encima de otra las remeras impresas en serigrafía realizadas por el Taller Popular de Serigrafía (TPS) y Serigrafistas Queer con consignas referidas a causas y movimientos de los últimos veinte años, como la legalización del aborto, la lucha de las fábricas recuperardas o las reivindicaciones populares de diciembre de 2001. Esas remeras se pintaban en la calle en un contexto de toma del espacio público, de participación colectiva y de producción, al fin y al cabo, artesanal. Las remeras sobre las que se estampaban las consignas eran todas diferentes y las frases o los dibujos quedaban puestas en distintos sitios, más o menos bien imprimadas. Las remeras ya habían sido usadas, traían su historia. No eran algo que se comprara, todo lo contrario, la propuesta era reutilizar alguna. Llevar manifiesta una causa le daba una nueva vida a la remera y, por extensión, a quienes la llevaban puesta. 

Hace cinco años la prenda más significativa fueron los pañuelos. Los verdes, que a su vez, reconocían a los blancos de la Madres de Plaza de Mayo como antecesores. Fue tan masivo su uso que excedió a la militancia y se vendieron en los kioscos y en los subtes, junto con los pañuelos celestes, que también salieron a la calle para manifestar una posición contraria. Estos pañuelos no tenían una forma de uso establecida: podían llevarse en el cuello, en la muñeca, de  top sobre las tetas, atado a la mochila o colgado en la pieza. Podían anudarse varios para hacer una cuerda, incluso, una trenza. En la mística de los movimientos populares no se habla tanto de remeras, sino de banderas. Si la remera es para que vibre el sentimiento con el pecho, la bandera es para compartir el cielo y se lleva a varixs

Busco en el placard a ver si tengo una remera de esa época asamblearia que para mí fue del 2005 al 2013, pero no encuentro. Las debo haber desechado en alguna limpieza de otro fin de año. Casi todo lo que entiendo de política lo aprendí en aquel momento, al igual que mucha de la gente de mi generación. Éramos adolescentes y participábamos, ahora somos adultos pero no nos la creemos y el presidente nos trata como chicxs. Compartimos memes que dicen “mis viejos a los treinta” y “yo a los treinta”, y son dos imágenes antagónicas, una del éxito, otra de un lastimero fracaso. La capacidad adquisitiva, la vivienda propia y el trabajo estable, esos signos de una condición material y estructural asociados a la adultez, se han debilitado y precarizado de tal modo que impiden asumirla. Quizás sea momento de alcanzar una adultez política, exigiendo y abrazando las explicaciones complejas, y con ellas ejercer el derecho a crear y debatir un destino común.