De los genios del norte a los genios del sur

por El Flasherito
dibujos por Pablo Peisino

Esta semana fue gloriosa. De tanto postergar mi visita a Turner vaya a saber por cual síndrome oculto, encontré unos arbustos vecinos al Museo Nacional que si acaso te animas a caminar a gatas por unos cuantos metros te acercan hasta el interior del museo (lindan con el pabellón impresionista, de hecho salí justo detrás del Balzac de Rodin) y logré así evitar el costo de la entrada cuyo pago me había puesto de mal humor sólo de pensarlo.

Turner: es un poco sentirse en otro país y más allá de las fronteras, sentirnos en un lugar imaginario, la cosa noble de descubrir con los propios ojos que aquello que se oculta detrás de su fama es algo sutil, verdadero y que estuvo aguardando todo este tiempo nuestra llegada. Nos pasó con Turner. Cierta cosa liviana como de construcción de un equilibrio incompleto. Acuarelas que tienen grandes partes vírgenes del papel, a contramano de esos trabajos figurativos hasta el hartazgo, amplias zonas que han sido dejadas sin definir. Suculento, cómo la ambigüedad de ciertas formas nos habilita a imaginar. Aquí habría una primera enseñanza, es tan importante saber cómo empezar tanto como ser aventurados abandonando así sin mas el proyecto.

También fuimos a Proa.
Calder: sus mejores móviles son los más simples. Y nos involucran con delicadeza porque se mueven empujados por corrientes de aire. Aquí nuevamente el espacio es clave: entendido como aire alrededor y en segundo lugar, como expectativa de que lo quieto cambie de forma.
Ahora, la enseñanza está en nuestra cara de prestar atención y en nuestro sigilo para desplazarnos.
Y de los genios del norte pasamos a vuelo rasante a les genies del sur, en un viraje que nos lleva de las salas de exposición a la biblioteca, más precisamente al volumen de relatos cortos, Genios pobres, que edito Mansalva con la meticulosa labor investigativa e imaginativa de Claudio Iglesias.

¿Hay un dejo de melancolía en estas biografías de segundones? El libro esta separado en 8 capítulos, cada uno de ellos esta dedicado a la vida y obra de alguien que murió y dejó en el mundo un sucedáneo fantasioso. Si bien se podría acunar la frase marketinera de “un libro profundamente necesario”, esta vez es cierto: cada capítulo sacude desde la entereza de una vida.
Sea la contradictoria convivencia de María Laura Schiavoni con la omnipresente influencia de su hermano. Va de la rapidez con la que el medio reconoce las dotes de Augusto a la gesta de su propia poética como pintora.
También, narra el libro las aventuras de Carlos Giambiagi, en la ciudad militando a ultranza y en el monte misionero mirando el cielo. Tomando notas de cómo se mezclan los colores, haciendo tiempo junto al escritor Horacio Quiroga, idealizando a los hacheros en su precariedad y luchando mano a mano contra la ausencia de monedas en su bolsillo.
¿Qué es una vida sino lo que la intuición se anime a hilvanar en un tiempo dado? El trabajo imaginativo de Iglesias para completar los huecos en esas vidas, la de Manuel Musto que para mí antes de leer el libro era tan solo el nombre de una escuela de Rosario o la de Gertrudis Chale, a quién espié en apenas un cuadro que tiene el Museo Nacional. Escribe Claudio para darle volumen a los miedos y también, para reponer en nuestra mente cuales eran los desafíos de cada época.

En la elección de donde hacer foco, en la selección de los retratados, aparece una vocación pedagógica que ilumina ciertas historias rescatando y fantaseando con nombres propios que no tienen asegurado el bombo del presente. Ahí afina la voz Iglesias y con urgencia toma el guante -que le pasa según la ocasión Maximiliano Masuelli o Verónica Gómez- y se dispone a contar una historia. Como quién dice LA historia. Relatos. Cuentos que vamos a contar en el fogón mientras seguimos acercando madera, cuentos que evitan que nos quedemos dormidos, cuentos que hacen que no nos perdamos en la inmensidad de lo que ya pasó.

 

 

 

 

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