La mano y el plumín 

por Lucas Mercado

En 1915 Franz Kafka escribe una carta a su editor diciéndole que bajo ningún concepto dibujara al insecto en la portada de su libro. Sugiere, en cambio, que el dibujo sea el de los padres y la hermana en la casa iluminada, frente a una puerta abierta que dé a una habitación completamente a oscuras.
El ilustrador Ottomark Starke tomó en cuenta la sugerencia, y en la primera edición de La metamorfosis se puede ver en la tapa al padre de Gregorio llevándose las manos al rostro, de espalda al cuarto, como saliendo de allí atormentado por lo que ha visto.
En La mano y el martillo, pareciera reaparecer aquella carta de principios de siglo. Mauro Koliva, cuyo apellido comienza y termina con las mismas letras que las del autor polaco, astutamente evita ilustrar la portada. La misma está hecha de una cuerina negra, encuadernada artesanalmente, y sólo está su apellido en el lomo: KOLIVA en mayúscula, en una tipografía sin serif, de contraste pleno con el fondo.
Mauro nos trae así hacia el interior de un cuarto, un cuarto esta vez espacio-de-arte-contemporáneo donde transcurre  -cual escenario teatral o sala de proyección- la acción del libro; espacio a la vez donde se produce una metamorfosis, pero que al igual que la de Kafka es inmodificable. Una metamorfosis imposible de redireccionar o que tenga vuelta atrás, sino que nos va arrastrando desde las pestañas, las uñas  y el cuero de las axilas hacia las profundidades de la locura misma.

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Los sábados de mañana en mi juventud eran particulares; por más que me acostara tardísimo caminaba hasta la feria que estaba -y sigue estando- en la esquina de calles Salta y Nogoyá de Paraná. Intentaba llegar antes de las 11:30 y revolvía la mesa de libros y revistas de canje que religiosamente el señor que atendía empezaba a juntar a las 11:55. Eran minutos intensos que marcarían mis lecturas de la semana.  Todo era para mí nuevo, asombroso y barato. Allí pude conseguir muchísimos números de la Fierro, Zona84, El péndulo, El víbora, Metal Hurlant, Skorpio. Encontraba en las portadas a Chichoni, Richard Corben, Moebius, Enki Bilal, Ciruelo.
Una seguidilla de nombres propios que podrían ser inconducentes, pero estimo que ahí está el caldo de cultivo que nos presenta Mauro Koliva: carne que se despliega voluptuosa sobre colchones humedecidos, hierba, volutas de humo espeso que se despeja y del cual emergen figuras monstruosas, habitaciones vacías y larvas que se acercan arrastrándose, miradas extasiadas frente a jeroglíficos imposibles de traducir, cuadros abstractos geométricos, cabellos, melenas, rulos, pelo por todos lados, erupciones biliares, roedores, ¡Oscar Bony! Fuerzas de seguridad en servicio con armas reglamentarias en sus fundas, lentes bifocales, roedores nuevamente, cuerpos gestantes, platos de avena…
Y así podría seguir un buen rato porque en 240 dibujos, uno por página, solo blanco y negro, sólo tinta sobre papel, sólo línea, sin texto, sin globos de diálogo, Mauro Koliva nos va sumergiendo -como en el episodio 8 de Twin Peaks – en su propia declaración de principio y relato de origen. Ahí esperan, fermentando en frascos con restos de mermelada, ver la luz o el hongo nuclear los seres que habitan en La mano y el martillo. Habría un guiño de Mauro al universo de Lynch; están los pisos en perspectiva, las puertas que se abren, las cortinas, los bichos que entran por la nariz o por la boca, la espesura, lo desmedido y un método:  el travelling y el zoom. Los dibujos del libro están en constante flotación, se van desplazando en la escena que gira, avanza, se detiene, se acerca, pero a un ritmo indefinible, cada vez más hacia adentro, cada vez más hacia afuera.

Un martillo no es un martillo sin una mano que lo martille, el martillo cual ready made duchampeano, un martillo roto no es un martillo sino madera con hierro, una tecnificación de la mano y una unidad indisoluble, dos cosas que ya no son por separado, la mano y el plumín, para liberar una energía y accionar un mecanismo: este libro.
 

 

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