Cazadores de arcas

Por Leo Estol

Fuimos al estreno de La vida a oscuras en la Sala Lugones. Estreno que se dio en el marco de la alegría por ver una nueva película de Enrique Bellande, tal vez por eso las personas que estábamos en la sala nos descubriamos familiares sin serlo y alguien, una chica joven, se dio vuelta para regalarme una postal de la película. Asimismo, yo miré hacia atrás y saludé a unos amigos, nos hicimos señas. La película no había comenzado pero la sala se sacudía internamente, se respiraba un clima de excitación o acaso la agitación era mía por estar en una sala llena y saber ese instante único, radiante.

Hay varias películas en La vida a oscuras.

Una narra la vida de un freak, autoinmolado y patriótico que hace lo que nadie, huele las pelis para ver si se están echando a perder, corta tickets, busca celuloide en lugares ignotos y es muy locuaz a la hora de hablar de las tramas, ingenioso y seductor. 

Otra peli es sobre la materialidad: sobre el 35mm que se va definitivamente por lo que se muestra en parte del metraje de La vida a oscuras. Un estado de la cuestión acerca de los laboratorios responsables del copiado, de la multiplicación analógica del material fílmico. Esta revisión tiene un matiz melancólico dado que los inmuebles se muestran obsoletos, las máquinas detienen sus motores, las estanterías se vacían sistemáticamente al cumplirse una fecha límite. Y un sórdido volquete acumula toneladas de películas desordenadas. Esas son las que Peña, el protagonista, decide no salvar o las representan un exceso inclusive para él que parece abarcarlo todo. En la sobremesa después de la peli, Sofía argumentaba que está bien que el cine cambie y Lucía más anclada en el sentimiento de la película se preguntaba por esa materialidad que se pierde ahora que el sistema de proyección migra y las nuevas producciones son digitales en un 100%. Registradas y proyectadas en millones de ceros y unos que no se ven a simple vista.

Una capa de la cebolla que se desprende de esto es sobre la experiencia de ir al cine. Sobre reservar un tiempo, comprar una entrada y sentarse en una butaca. Sobre muchas personas en una sala oscura, eso a lo que el nombre del film refiere, ese hecho misterioso de mirar imágenes en la oscuridad con otras personas. Como el cine pero también como algo más antiguo y mágico. 

Habitando esos baldíos que se generan, esta tierra yerma que no es de nadie, está la figura de Peña, que resuena a prócer y que si algo hace la película de distintivo es perfilar su humanidad: una persona comprometida, que halló un sistema para un mundo en mutación, un esquema táctico que permita salvar una parte del pasado que parecía condenado. 

Y su talento. Porque Fernando Martin Peña es una caja de sorpresas. Huele, proyecta, clasifica, lleva y trae, construye un reservorio, hace perfo y presenta, presenta y no para de presentar. Sea por televisión, a sala llena o para las escasas 6 o 7 personas que ese día eligieron ir al cine. La peli muestra eso, un monje laico, un tipo versátil convencido de su misión. “Cuando me muera todo esto pasa al Estado con edificio incluido” dice al pasar, admitiendo que su hacer va ligado a la duración completa de su vida.

Y así como hay un Fernando Martín Peña hay un Enrique Bellande, otro tipo escurridizo que cifra su pasión en el cine de formas particulares ¿qué ve Bellande en Peña? Acaso ve una forma de obsesión y a la vez una forma de desmesura, muy a la argentina, una desmesura consciente del paño, que si no hay plata, que quizás en algún momento la haya, que el Estado se expande y retrotrae de maneras que no admiten pronóstico. Entonces hay algo errático y apasionado en el hacer de los dos, retratista y retratado llevan inscripto en sus cuerpos el amor al cine como síntoma. Una dimensión irracional de la vida que los enloquece y los hace amar. Una forma de reunir, de mirar y hacer sentir.

En ese punto La vida a oscuras es también un espejo, una superficie en la cual nos vemos reflejados, que nos pregunta cuál es nuestra relación con el cine. Si extrañamos las salas en las que nos formamos que por supuesto fueron derribadas o si ver netflix, mubi y amazon nos alcanza. Y la dualidad suena precaria, lo sé. Si el cine es comunidad y acceder a un entendimiento de lo que no se entiende. Ser parte del trauma, del debate, de la raíz emocional del quilombo. 

Algo de eso siempre nos estalla entre las manos y se escapa. Como decía Sofía en la sobremesa quiero evitar el gesto nostálgico, no me interesa la nostalgia y la película camina ese abismo, entre el empecinamiento y la condición acuática del cine, el fluir de imágenes y sensaciones que nos atraviesan, imágenes que queremos retener de alguna forma pero que siempre se están yendo.