La magnitud de una luciérnaga

Por Manuel Quaranta

Dibujo por Ulises Mazzucca

Inabordables como un barco a la deriva, un barco sin timón y en el delirio, las pinturas de Ulises Mazzucca contienen una tensión intrínseca, la del cuerpo presente de la obra y la de los cuerpos ausentes representados, cuerpos de estirpe cristiana, que ignoran como luciérnagas la magnitud de su potencia. ¿Qué puede un cuerpo?, se pregunta Baruch Spinoza, el pulidor de lentes judío expulsado de su comunidad por heterodoxo, y responde: puede casi todo. Casi todo pueden los cuerpos, y cada pieza de Mazzucca es un cuerpo maldito y bendito, recostado al margen de la indiferencia, contorsionado sobre una antigua infancia, la del procedimiento (y la de los materiales) de un artista joven lanzado hacia la plenitud del abismo, como lanzados hacia el abismo van esos personajes que arden en una hoguera encendida por ellos mismos y ya no son capaces de apagar: el fuego prístino de una instalación suspendida, una instalación pendiente, que pende y depende del espectador. Porque si en las piezas de Ulises –el visitante ocasional no debería perder de vista las raíces griegas de este nombre: Odiseo, el astuto, el sagaz, el de varios senderos–, a priori, falta un marco contenedor, un marco que imponga limites a la proliferación de sentidos, ese marco lo ofrecemos nosotros, observadores compelidos a contemplar, desde adentro y desde afuera, rodeados y rodeando, como una elipse paranoica, la matemática universal de la caída, antes o después del unánime pecado, el original. 

Pongámonos serios. Franz Hessel dice en Pasear en Berlín (1929): “Sólo vemos lo que nos mira”. Paul Valery, el más borgeano de los pensadores franceses, compartiría, con tantos otros, Didi-Huberman incluido, la afirmación. Pero ¿a cuento de qué la cita? Cito al escritor alemán porque en la obra de Mazzuca, en efecto, algo nos mira, oblicuamente, casi de reojo, y no son las figuras sedientas de amor, desgarradas por pasiones intestinas, sino el infierno en su cabal (y acabada) representación. Justamente, por el hecho de estar frente al infierno deseante y mirón advertimos que no sabíamos nada de él, que nunca, hasta ahora, lo habíamos visto de verdad.

A la fórmula de Hessel le falta un tramo: “Solo podemos hacer aquello frente a lo que nada podemos hacer”. La frase resume, paradójicamente, un movimiento sutil, el de la potencia de la impotencia, el de la pérdida como motor vital para la práctica artística, clave al momento de comprender la operatoria de Ulises, que monta su alfabeto de la desgracia, su gramática del padecer, mediante figuras alargadas, zigzagueantes, orgánicas (guiño a Matisse) con la pretensión de escribir, como un lápiz sin mina, otra historia (lo digo de otra manera, si en la obra de Ulises existe una épica –y existe– sería la siguiente: nunca llorar por el pasado).

En un artículo de 1933 cuyo objeto es la novela (¿Fuegos Artificiales, en su expresa narratividad, no presenta elementos del género?), el bueno de Walter Benjamin escribe algo tan profundo y tan preciso que sirve para capturar, noventa años después, lo inabordable (y así regresamos al principio) de la instalación de Mazzucca: “Es importante no por describirnos un destino ajeno, sino porque irradia hacia nosotros, bajo la llama que lo devora, el calor que nunca adquirimos del destino propio. Lo que subyuga una y otra vez al espectador es su capacidad, en extremo misteriosa, para templar una vida que tirita de frío al calor de la muerte”.

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