Imán

Por Manuel Quaranta

Dibujo por Stella Ticera

Stella Ticera dibuja como si supiera que el mundo se va a acabar mañana. No lo digo porque en sus trazos asalte el apuro de la salvación frente al inminente colapso ni el demonio temporal de la rapidez, al contrario, subyace en su procedimiento la lógica de la espera, de la demora, de enfrentar las circunstancias con paciencia y devoción.

La artista (ante el avance indeclinable de la calamidad) no pretende construir un refugio hecho de palos y ramas con la vana ilusión de salvarse. En este estado de cosas la salvación resulta imposible, y por eso dedica el tiempo restante (su ofrenda) a delinear fuerzas que se hacen, deshacen y rehacen al contacto con la mirada atenta. Sus herramientas son minuciosamente infantiles, lápiz, fibras, plumín y tinta china, útiles escolares dispuestos a dibujar una versión de su infancia, patria en la que éramos felices haciendo lo que nos obligaban.

Pero ¿cómo puede Ticera hacer tanto con tan poco? Volúmenes imprecisos, líneas fugitivas, arabescos, manchas, texturas, semblantes, ni abstractos ni figurativos, que nunca terminan de acoplarse, a pesar de la insistente ejecución de un gesto único, mínimo, maniático: el duro deseo de durar.

Justamente, en Imán lo que está en juego es la ciega economía del deseo. 

Un imán es un objeto extraño, guarda en sí la potencia de atraer o de repeler. Los imanes, además, tienen dos polos, el norte y el sur. Los polos iguales se repelen, los polos opuestos se atraen. ¿No se percibe –si se observa con cuidado– en el tejido de las imágenes el par atracción-repulsión?, ¿no se verifica una tensión irresoluble, irreductible, indestructible entre los elementos? Estamos inmersos en la equívoca lógica del desear: mientras más cerca, más lejos, mientras más lejos, más cerca (aunque a veces ocurra lo inverso).

Hay una maniobra de inspiración onírica en Imán, ese momento pleno en que sentimos la imposibilidad de alcanzar nuestro objeto, aunque el objeto no sea en efecto lo deseado, sino una condensación de varios factores o un desplazamiento del original. ¿Y qué se condensa en la muestra, qué se desplaza?: la voluntad humana de devorarse a sí misma. Por esa razón el proceder obstinado tendiente a postergar la consecución del deseo, antes de su natural extinción.

Nuestro horizonte como especie –quién lo duda– es la extinción, así como el horizonte de cualquier intercambio lingüístico es el malentendido y de cualquier relación amorosa la ruptura. Quizás de ahí que los dibujos de Ticera incluyan, a su manera, lo prehistórico y lo futuro, lo arcaico y lo venidero, lo ancestral y el porvenir. En esa oscilación (todo en su obra es tensión, oscilación, dialéctica indefinida) se va configurando una cartografía temporal, el mapa de una isla recién descubierta (Ticera ignora de antemano lo que va a dibujar, dibuja para descubrir). 

En una de las salas, elevado por sobre los dibujos, a una altura casi divina, se expone el único video de la muestra, donde aparecen dos manos moldeando, igual que en una clase de actividades prácticas, figuras antropomórficas de arcilla. La artista moldea las figuras al mismo tiempo que las vela, inaugurando una especie de ritual mortuorio que lleva a preguntarnos, una vez más, por el principio y por el fin de las cosas.  

Los dibujos de Ticera entrañan un secreto: deben observarse como la plegaria de una niña dormida.

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