Sobre Tres personas
por Manuel Quaranta
Tres personas es un título bastante anómalo, remite a lo genérico, a lo anónimo, al individuo licuado en la especie, y, simultáneamente, guarda algo esencial del Personaje más distinguido de Occidente, el Dios cristiano, puesto que Dios es Uno, Único, pero residen (o existen) en Él (según el Misterio de la Santa Trinidad) Tres Personas: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Quizás este desfasaje anunciado en el título (reconocimiento y anonimato; omnipresencia y ausencia) sirva para delimitar el campo de acción de Juan Laxagueborde, quien nos presenta a tres personas (sin mayúsculas) que parecen haber elegido instalarse en un terreno irregular sembrado con las semillas de una fina automarginación; tres personas cuyo trabajo viene pasando “un tanto desapercibido”; tres “arquetipos de nada” detentadores de un oficio muy especial en los tiempos que corren: la poesía (el trabajo poético), una poesía sin estertores, sin grandilocuencias, una poesía alejada de cualquier tentación jactanciosa.
Tres personas frecuenta la vida y la obra (la obra en la vida, la vida en la obra) de tres poetas: Juana Bignozzi, Darío Cantón y Elsie Vivanco. De cada uno, Laxagueborde cuenta (imagina) experiencias y anécdotas, reproduce versos, descifra gestos y acciones. Ellos son poetas, pero también son padres, madres, hijos, hijas, viejos o arrepentidos militantes, ex estudiantes, aprendices, sociólogos, psicoanalistas, burgueses; son, desde un punto de vista, gente del montón, gente llena de temores, de frustraciones, de manías y de anhelos (anhelos, claro, jamás correspondidos). Personas, nada más y nada menos, personas comunes, corrientes, personas-poetas que como único privilegio (arriesgo) ostentan la ventaja de ser dueños de su propio fracaso.
Laxagueborde aborda su objeto de estudio (uno y trino) tangencialmente, escribe un libro lleno de desvíos, digresiones, idas, vueltas, atajos, apariciones, desapariciones y reapariciones (se cuida de no revelar ciertos misterios); escribe un libro repleto de nombres propios (desde Julio Verne hasta Masotta, desde Viñas hasta Borges, desde Fogwill hasta el hijo rockero de León Rozitchner) que nutren, pero no agotan en absoluto, el indefinible azar de una biografía. Laxagueborde entonces escribe como si creyera que cruce y desvío son la vía regia para aproximarse al borroso contorno de una vida; se aproxima alejándose, habla de los poetas como si hablara de otra cosa, como si al hablar de ellos hablara también de él. Y justamente, ¿hasta dónde Juan, su voz, sus esperanzas, su escritura? ¿Hasta dónde Juana? ¿Hasta dónde Cantón? ¿Hasta dónde Vivanco? ¿Con qué vara medir el borde de una vida? ¿Y de una obra? En ese campo desplegado (un campo de batalla sutil), Laxagueborde se abstiene de definir una supremacía, ni la obra ni la vida, sino ambas amalgamadas, equidistantes, dinámicas y en tensión permanente.
De todas maneras, a pesar de las constantes bifurcaciones, fulgura un elemento común en la narración de las vidas ajenas e imaginarias que propone Laxagueborde, un elemento común que estructura e integra el libro; ese elemento (en) común a las tres personas es el peronismo (y por supuesto surge su contracara, su némesis: la clase media), el fantasma del peronismo que recorrió y recorre Argentina y atraviesa las existencias de Bignozzi, Cantón y Vivanco. Las atraviesa y las condiciona, las modifica, deja su sello, un sello a menudo ligero, una especie de polvillo peronista que recubre la superficie de las páginas del pequeño volumen y lo tiñe con el intenso color (o dolor) de nuestra historia (Juan sabe perfectamente que la mayoría de los acontecimientos sobre los cuales escribe tuvieron lugar cuando él aún no había tenido lugar, hiato histórico y ontológico –una irradiación fugaz e irrecuperable– que se vuelve fecundo al momento de “pensar que puede haber una promesa en cada cosa y en cada persona sobre la que queremos saber algo más”).
Juan Laxagueborde construye el tono de un narrador borgeano que pretende indagar con fruición en aquello que nunca tuvo y perdió; el tono evoca la figura de un hombre en su segunda visita a tierras vírgenes (tierras entrevistas, tierras murmurantes). El tono de Juan está marcado por la nostalgia y la admiración, el asombro y la añoranza; un narrador que añora lo desconocido y admira lo conocido a medias (un tono, en varios pasajes, afín al del cronista de la excéntrica novela de Bolaño La literatura Nazi en América).
El libro (utilizando una descripción de Laxagueborde para un libro de Vivanco) compone “un tapiz de almas complejas”, almas como las de todos y como las de ninguno. Almas frágiles, gaseosas, deseantes. Almas de tres personas que pululan en las páginas sin hacer demasiado espamento. Almas susurrantes. Almas conscientes de que de nada puede conocerse del todo y de que la totalidad es inasible (“nunca llega”). Almas derrotadas “que hacen poesía para hacer tiempo y ganárselo a la derrota”; tres almas perdidas convocadas por Juan con un criterio ajeno, pero que bien podría pertenecerle (el fragmento es de La grande, de Juan José Saer): «De golpe, en un fogonazo de clarividencia, acaba de comprender por qué están todos juntos, reunidos alrededor de esa mesa, distendidos y contentos: porque ninguno entre los presentes, piensa Tomatis, cree que el mundo le pertenece. Todos saben que están a un costado de la muchedumbre humana que tiene la ilusión de saber hacia dónde se dirige y ese desfasaje no los mortifica; al contrario, parece más bien satisfacerlos. Para no hablar del dueño de casa, que guarda detrás de su frente un misterio impenetrable, cada uno de ellos se obstina en querer ser otra cosa que lo que esperan de él».