Una estrella que va camino a desaparecer
por Manuel Quaranta
Corre, Leo, corre, pero ¿a dónde pretende llegar?, ¿a praderas recónditas?, ¿a campos remotos?, ¿la pánica llanura será su inevitable destino? ¿O en realidad está huyendo?, ¿y si huye, de quién o de qué?
Leo mordió el fruto del árbol prohibido. ¿Huirá de Dios?
En el comienzo de La pequeña vida sobrevuelan las Sagradas Escrituras, el Libro de los Libros (Biblia significa libros), el libro sagrado que comprende Todo: nuestro génesis y nuestra desaparición, el gran misterio del mundo dictado por el Creador: sus andanzas, sus amores, sus declives. El libro reproduce la Palabra de Dios, un Dios cuya palabra no describe, crea: ¡hágase la luz!, y la luz se hizo.
El Verbo se ha hecho carne, la carne es libro, y con el libro, los lectores.
Leo recluta lectores, explora sus espacios, se afinca y les ofrece proferir el verbo, una especie de don, un darse, un entregarse, un ponerse a disposición. En su escucha, Leo quiere sacar a la luz aquellas historias mínimas e inolvidables que los lectores guardan como un tesoro. Este es el gesto afectivo que funda La pequeña vida: muchachos, muchachas, hablen de lo que quieran, hablemos de amor, hablemos de libros.
Un gesto de afecto y también, por qué no, un gesto anacrónico: volver al objeto en tiempos de aparente liquidez y desmaterialización tecnológica, tiempos en los que todos los libros, todos los discos y todas la películas del mundo podrían atesorarse en un solo aleph digital. Leo y los suyos convocan a una resistencia contra el régimen de la virtualidad que promete hacer crecer el desierto (y el desierto crece), pero afortunadamente no resisten atrincherados en la nostalgia bruta de lo perdido, sino que se empeñan en reivindicar las huellas de aquello que aún perdura; el libro es huella del pasado.
Leo juega con fuego y sale ileso: ni solemnidad ni impostación. En La pequeña vida cualquiera habla de libros, sin embargo no son cualquiera los que hablan, cada uno de ellos, protagonistas centrales de sus propias ficciones, parecen compartir la frágil condición de sobrevivientes, náufragos o fugitivos (incluso el niño, o sobre todo el niño), todos cargando en sus espaldas el peso definitivo de una biblioteca precaria, por más firme que pueda ser, una biblioteca tambaleante, siempre al límite del derrumbe.
O quizás sea al revés; son los libros leídos (o por leer o que nunca leerán) aquellos que cargan en sus desgastados lomos con la humanidad de sus lectores.
En realidad, es la gran vida: mundos dentro de mundos dentro de mundos…
Y así como empezó, con un joven en la cocina de su casa, de repente, el documental termina con una reunión al aire libre: gente que busca gente que se junta a leer, hombres y mujeres, solas y solos, conformando una comunidad cuyo objetivo reside nada más y nada menos que en leer, leer poesía, leer a Juana Bignozzi en penumbras, aferrados a una materia fantasmal e impenetrable: el libro.
Aunque parezca fuera lugar (nada mejor que algo fuera de lugar) este breve recorrido sobre La pequeña vida cierra con las últimas líneas de La sociedad ajustada, del colectivo Juguetes Perdidos: “…sostener y bancar la pregunta política y vital por cómo queremos vivir y morir».