Querido John
Buenos Aires, 8 de febrero de 2017
Querido John:
Ya sé que es un poco tarde, quizás debería haberte escrito inmediatamente después pero necesitaba hacer algunas cosas para sentarme con tanto tiempo como el que necesitaba. Escribí en Facebook el día en que moriste, es cierto, y ahí se escondía algo de lo que llevo pensando sobre vos. Pero tuve que volver a leerte y pensarte un poco para entender qué tenía para decirte, para decirte a vos directamente. Es que de eso se trata y por eso te escribo, porque esta carta no es para nadie más. Y es muy probable que te escriba estas palabras justamente por eso, porque no puedo dirigirlas a un “otro” espantosamente anónimo y tan colectivo como fantasmal.
Lo primero que tengo para decirte es raro, ya lo sé. Lo único que te pido es que no pongas esa cara rara, excepcional en vos, como si te alejaras de lo que mirás empujando los ojos para adentro. Es raro lo primero que pensé cuando supe de tu muerte porque puede sonar violento en este contexto en el que siento dolor en alguna parte. Pero esta mezcla de sentimientos es parte de sentirnos vivos, ¿no? Sucede que vengo pensando tu muerte desde hace unos años, quizás excesivamente consciente de la edad que tenías. Pero ahora recuerdo que pensé en tu muerte apenas leí “Un pintor de hoy” hace ya más de diez años atrás, cuando todavía vivías y yo recién llegaba a tu literatura. Pensé en tu muerte en aquel momento, o mejor dicho, vengo dejando crecer la idea de tu muerte desde que terminé ese libro justamente porque supe que irías a ser alguien fundamental en mi vida y en mi formación. A esta altura ya he perdido al menos dos personas que hoy necesito con desesperación, dos viejos que supieron aconsejarme y leerme con convicción, dos viejos que me enseñaron a tener la paciencia necesaria para mirar y comprender. A vos te asumí tan cercano y necesario como a ellos y me enseñaste exactamente lo mismo… pero a la distancia y sin verme la cara. Temí por sus muertes en cada momento, la esperé en puntas de pie, inestable, dispuesto a caer al suelo, sin dudas. Sí, esa es la imagen. No esperé tu muerte, quiero que entiendas, sino que esperé (ahora lo veo) la oportunidad que abrió tu muerte para decirte estas cosas. De otro modo no hubiera podido: mandarte a Francia unas palabras y esperar ansioso una respuesta hubiera sido devastador. Ahora sé que en ese espacio indefinido donde estás (no hace falta que te lo describa, vos ya lo prefiguraste en uno de tus ensayos) quizás me leas o quizás no pero seguro vas a escuchar el murmullo indescifrable de unas cuantas teclas y frases dispersas que te invocan y agradecen. No solo las mías, asumo, sino las de tantas otras personas que lloran con palabras. Busco sumarme a ese balbuceo con la esperanza de hacerlo crecer, no de que me reconozcas y apruebes.
Quizás sea raro que te haya asumido como un maestro (palabra vieja, ¿no? Síntoma de época sin dudas) con toda la distancia que nos cruza, sólo con tus libros como vehículo. Sí, ya sé, me vas a decir que seguramente son esos mismos libros los que nos hermanaron: la preocupación por la política, el desglose del sufrimiento, el entrenamiento del ojo, un humanismo perfectible. Pero no, no es eso solamente. Creo, ahora mientras te escribo justamente, que lo que permitió esta unión (así como también esa que entablaste con tantos otros de tus lectores) tiene más que ver con el modo en que escribís que con los temas sobre los que lo haces (conjugo el verbo en presente, ¡qué idiota!, pero lo creo porque es ahora cuando los necesitamos y cuando vamos a ponernos a declamarlos en las plazas, o a usarlos en nuestras clases que es lo mismo). Usé la palabra “modo” a propósito… Es que tu libro “Modos de ver” tuvo acá en Buenos Aires y entre mis amigos la misma repercusión que en todo el mundo: los que te recuerdan, lo mencionan, y con eso les basta. Pero yo me opongo, ¿sabés? Creo que es tu peor libro. Perdón me corrijo, el libro en el que menos te encuentro. Es un libro casi técnico, bastante frío, fundamental para ingresar en varios temas del análisis del arte, es cierto, pero un libro de una objetividad tan científica como desaprensiva. Lo he leído varias veces y nunca encontré en él esos mágicos y dulces puentes narrativos que bien supiste desplegar entre el mundo, tu vida y el arte (o la imagen, para ser preciso) como lo hiciste en “El tamaño de una bolsa”, “Cada vez que decimos adiós” o “Mirar”. Prefiero al Berger que encontró un trágico paralelismo entre los retratos del Fayum y las fotos de nuestros desaparecidos, me emociona mucho más el narrador que cuenta sus sueños para hablar de Durero, el que describe una paloma de madera para darle valor a la producción artesanal, el que conecta el acto de andar en moto con la libertad de mirar (debo admitir que mi amor por las motos es tu culpa) o el que se anima a hacer coincidir a Francis Bacon y Walt Disney. ¿Por qué? La respuesta es simple, y quizás asientas y te agarres el pelo cuando lo leas (en ese gesto tan tuyo entre el placer y la sorpresa): tu gran preocupación no fue el fundamento del arte ni mucho menos sus debates teóricos sino poder desentrañar el acto de mirar con el gran y difícil objetivo de comunicarlo. Estoy hablando del acto de mirar y está bien pensarlo como un momento, un chispazo, un instante en que se revela “algo” en la mirada, entre los ojos y la obra, entre el cuerpo y una imagen cualquiera que el mundo nos ofrece. Te explico…
Hay algo que me pasa con tus ensayos que siempre me fascinó: no recuerdo en detalle qué zonas del arte iluminan o qué ideas inauguran sino que simplemente recuerdo el modo en que llegás a esas ideas. Pero recuerdo esos caminos que transitás como se recuerda una caricia, desde adentro. Es que cuando te leo no aprendo una nueva idea sino que experimento con vos el acto de mirar. Y acá vuelvo sobre ese modo de escribir, perdón si soy pesado… En ese modo de escribir, que busco imitar con mis humores, mis amores y fracasos, se esconde la magia que nos dejás en cada página.
Y acá voy a animarme un poco más: creo que la clave de tu escritura está en lo que pudiste emparejarla con el acto de escribir una carta, una carta como las que te enviaste con el Subcomandante Marcos, las que te escribiste con James Elkins o León Kossoff sobre el dibujo, la carta al alcalde de Lyon, las que construiste en “De A para X”, o incluso esa que le escribiste a mi mamá después de que te visitara allá en los Alpes (¡qué triste que estaba cuando no te encontró en tu casa!), o la que te emociona de Gassan Kanafani, o la que le escribiste a tu mujer después de muerta… cartas como esta quizás. En las cartas no hay obstáculos mayores entre el pensar y el escribir. Ahí todo fluye. Es que no hay nada más espontáneo, fluido y sin trabas como una carta (ahí radica la belleza de las posdatas, ¿no?). Una carta es tan continua y desparejamente minuciosa como el acto de mirar. Por eso creo que, de algún modo, todos tus ensayos están escritos como si fueran cartas: son personales, narrativos, dulces y claros. Pero fundamentalmente narrativos: se mueven hacia adelante con la bella tibieza del pensamiento. En una carta no hay espacio para las ambigüedades, y si las hay se resuelven en el párrafo siguiente, es la propia escritura la que va aclarando la imagen. Metáfora gastada, quizás por su efectividad, pero en una carta (y más cuando es manuscrita) la escritura funciona como un machete abriendo la luz en plena selva. Con la torpeza de una mano que siente la temperatura de los árboles, no con la claridad de un naturalista describiendo la selva en un escritorio citadino, ¿me explico? Las cartas son el mejor modo, las reales o las escondidas detrás de tus ensayos como creo, son el mejor modo de traducir en palabras un hecho tan cotidiano, fundamental y orgánico como mirar, como vivir y sentir el mundo que nos duele o nos alegra. Son el único vehículo para comunicar esos detalles, de eso hablamos, de detalles. Y ahora recuerdo que en las cartas que Gramsci escribe desde la cárcel (esas que vos tan bien citaste en tu correspondencia con el Subcomandante) éste le pide desesperadamente a su mujer que le describa su cotidianeidad, la de sus hijos, a fin de no perderlos en el encierro. Gramsci describe esto como “sensación molecular”, eso es lo que dice que necesita. Reclama ese flujo narrativo que tiene la vida para poder observarla, ese que equilibra los sentidos y los transforma dulcemente en pensamientos. Bueno, yo creo que es esto lo que vos lográs en tus ensayos, en ese afán por “amoblar el espacio con palabras” como decís vos, a fin de hacérnoslo habitable y entender que el acto de mirar no es tal hasta que se comunica. Por eso me enoja que todos rescaten de vos ese libro, el que menos te define, el más fragmentado y premeditado. Porque en definitiva muchas cosas cambiarían en nuestros “modos de ver” si asumimos (más que nada los que escribimos sobre arte) que el acto de escribir así como vos lo hacés puede despejarnos el mundo para recorrerlo y contarlo en busca de la libertad, porque escribir sobre una obra que nos emociona no se trata de ir sumándole piedras a la pirámide autoritaria del conocimiento sino de mostrar con naturalidad que mirar desde abajo nuestras cosas es el mejor modo de ver, el que empareja el mundo y lo llena de justicia. En eso ando cada vez que te leo, tratando de descubrir cómo seguir haciendo lo tuyo… Quizás no sea más que ponerse a escribirle una larga carta a nuestros contemporáneos. En fin, espero que estés bien, charlando y fumando con Beverly mientras acá ya empezamos a coser tus banderas sin miedo a no encontrar los vientos adecuados.
Te abrazo, y te veo en unos años, Marcos.