Obituarios y despabiles en la escena porteña.

x Andrés Aizicovich 


A la hora de recapitular el cierre de muchas de las galerías que supieron animar el panorama de nuestro alegre mundillo, el autor de estas líneas fantaseó con un artículo que jugueteara con el formato de las necrológicas, componiendo avisos fúnebres dedicados a aquellos espacios caídos heroicamente en batalla, con condolencias y sentidos pésames del tipo “En memoria Dabbah Torrejón (2003-2011) Siempre en nuestros corazones”…. “Jardín Oculto (2005-2011). Sus artistas, clientes y amigos acompañamos con dolor su partida”… “Galería Appetite, (2004-2010) siempre en nuestro recuerdo su indomable energía”.
No es necesario escarbar demasiado en la memoria para rememorar los greatest hits de cada espacio y la eléctrica sensación de bonanza que endulzaba el aire. Dabbah-  Torrejón, con cierta distinción señorial, supo albergar muestras notables: Fabián Burgos lanzaba su provocativa proclama “Quiero cambiar la historia de la pintura argentina”, Daniel Joglar experimentaba con objetos y sus relaciones inextricables y Magdalena Jitrik se interrogaba por la naturaleza del objeto cuadro entre la política y la geometría. Appetite fue una aparición convulsiva y un fiel producto de su época, exprimiendo un fugaz boom comercial mediante una mitología que pendulaba entre cierto utopismo colaborativo, el porno-marketing y las aún incipientes redes sociales. El helicóptero que hizo aterrizar en sus salas Ariel Cusnir y la primera instalación de Nicolás Mastracchio fueron entrañables hitos epocales.
Un recoveco sensible me lleva a mencionar a Galería Inmigrante, otro espacio que pasó precozmente a la posteridad este año, a poco de cumplirse su primer aniversario. Su celebrada irrupción, con eventos convocantes y una sinergia de voces, volvió a insuflarle aire a un corredor (San Telmo) desguazado tras la aparente peste que provocó la evacuación del circuito barrial que se había generado. Cualquier entusiasta del arte recordará cruzarse de calle para pasarse de 713 a Zavaleta, de ahí a Appetite o a Jardín Oculto en una especie de nirvana comunal donde el arte estaba incorporado a la vida e identidad del vecindario en alegre convivencia. Galería Inmigrante, al parecer, padeció el mismo mal que afectó a otros proyectos de su mismo linaje: los vaivenes económicos que potencian las ansiedades y los cortocircuitos que horadan definitivamente la fina cuerda sobre la que hacían equilibrio.
La desazón que provocan estas prematuras defunciones galerísticas es menos un problema inmobiliario (la congoja del local vacío y las paredes denudas) que sensible (el desamparo de un conglomerado de productores que quedan en una repentina orfandad). Que el campo bursátil se caracteriza por sus intermitencias es un hecho que no desvela ni al más despistado, pero tras los números rojos y subibajas de los charts financieros hay artistas y proyectos gestivos cuya labor (desde la intelectual hasta el artesanado) se ve sumida ante los tironeos de la precarización y la espontaneidad, la rebelión y la codicia, la independencia y la mercadotecnia, el empresariado y la moral, el deseo y la tara. Dicho de otro modo, una tonelada de plumas sigue pesando una tonelada y las bases para contener el peso parecen hechas de mantecol.
La verdad de perogrullo, esa inagotable fuente de saber, nos informa que cualquier tiempo pasado fue mejor, pero la vida siempre se pone del lado de la vida, por lo que hacemos caso omiso a cualquier gurú catastrófico que pregona sobre las bondades de las belle époques y la rueda sigue girando, aunque a menudo corcovee, rechine, se salga de su eje y se desinfle de a poco en cada bache. Así, cualquier gesto nostálgico es amonestado, calificado de geronte, como el abuelo que es reprendido cuando interrumpe la partida de Playstation de los nietos para rememorar las épocas  en que con 50 centavos podía pagar un pasaje en tranvía, una entrada para ver a Boca, dos porciones de fugazzetta en Los Inmortales, y le sobraba cambio para ir a la milonga.

Aún celebrando el reciclaje de galerías incipientes, espacios que piden cancha y toman la antorcha para trazar su propio camino, con gran arrojo y una obstinación vital notable, cabe preguntarse (quizás como advertencia), cada  vez que soplan primaverales cantos de augurio y optimismo, por ese momento en que la ola rompió y se contrajo, dejando solo espuma para salar las heridas.

Sin tiempo para exequias ni duelos prolongados, la escena del arte (algo atomizada y aún acusando cierto desconcierto, como el boxeador que vuelve al ring tras caer a la lona) se mantiene activa, presume signos vitales y en su optimismo que raya lo patológico busca convencer de su propia salud. Lejos de la desolación, pero sin aventurarse ciegamente, se vislumbra de a poco un desperece de autoconciencia con el que desde distintas esferas (ciertos sectores de la crítica, las asambleas de Artistas Organizados) los actores de nuestro campo comienzan a esbozar tímidamente y a poner sobre la mesa de disecciones una batería de problemáticas que urge replantearse.  De esta manera, tras la aparente deflación, surge la oportunidad de barajar nuevos modus de circulación, exhibición, intercambio y vincularidad, similar a lo sucedido en la postcrisis de 2001, cuando una nueva camada produjo un big bang  que expandió las fronteras hacia territorios inéditos para nuestra escena, en apariencia tan dependiente de los designios del mercado y las alternancias de la macroeconomía. Las predicciones catastróficas sólo son pertinentes si pensamos al arte como una empresa que debe pasar superávit año a año para no declararse en bancarrota, en lugar de un laboratorio de ensayos, con sus hallazgos y sus reacciones químicas adversas.
“Hubo un tiempo que fue hermoso” o así lo pareció, es verdad. Pero cada generación debe aprender a destejer y recomponerse a sí misma de acuerdo a los avatares de su época. Y en eso andamos.