La flor endemoniada

por Francisca Lysionek

dibujos por Mauricio Poblete

Cuando escucho zumbar a las académicas, utilizando una palabra como “ecléctico” para describir, por ejemplo, el techo de una iglesia que resulta un cuarto árabe y tres cuartos italiano renacentista; no puedo evitar preguntarme con qué herramientas conceptuales intentarían acercarse estas abejitas laboriosas a la flor multiendemoniada que es Diablada. Es que no hay aparato conceptual capaz de atrapar a la poeti más puti del condado. Planta de carne, pero también planta carnívora, despliega su figura estilizada con encanto perturbador.

La obra de Lucas Olarte –Luki la puti para las amigas- como la de toda joven curiosa y apasionada, se nutre de acá y de allá: estudió cine, y realizó talleres literarios con Daniel Durand y Cecilia Pavón, además de otros tantos de pintura. En el 2017 autopublicó su primer fanzine “Pasión y calvario”, y junto a este, una presentación performática del mismo. De alguna manera, un momento iniciático en lo que sería su proceder habitual de meterle los poemas bien adentro a cada oyente en sus lecturas.

 En agosto de este año presentó Diablada, su primer poemario editado por Socios Fundadores, profundizando esta tradición. Más que una flor, es una selva. Una entidad espesa y orgánica, la Puti sabe que, para generar un paisaje, es necesario involucrar a todos los sentidos disponibles. Diablada es leíble, tocable y audible. Sobre el poemario, escuché a Rita Pauls decir que la lectura mental ya no va más, nos queda chica, ¡y vaya que está en lo cierto! Reprimir las ganas de cantar y recitar sería equivalente a encorsetar la fantasía. Nos convertimos en frescas trovadoras en pos de la deformación total, un teléfono descompuesto que resulta de una sólida composición formal. La palabra se escapa del papel, debe ser afilada desde la voz y la experiencia.

Confirmando esta hipótesis, Diablada ha sido sometida a una diversidad de experimentos de satisfactorio resultado. Fue llevada a su versión audiovisual en las lecturas performáticas presentadas por el Centro Cultural Recoleta durante el mes de septiembre, un extremo refinado de las cualidades alucinógenas de este viaje por la raíz y ramificación del alma emputecida de Luki. Este trip colorinche se corona como el despliegue más imponente de lo que nuestra poeta ya nos ha sabido convidar en lecturas anteriores, a saber, que un poema es un objeto sólido, capaz de penetrar la superficie del sonido y de la piel.

El festín animalesco se inserta en medio de una lucha ancestral. Si algunas escriben en un intento de hacer más clara la oscuridad del mundo y la propia; Lucas apuesta por el revés de esta costura y nos renueva. Desde un orden formal (palpable en la estructura rítmica de cada poema, pero también en el recorrido general del libro) nos conduce hacia el caos, se vuelve enredadera trepadora y sale del papel, se enrosca alrededor nuestro, nos hace un mimo caliente.

Es que una lectora de Diablada debe involucrar su cuerpo para saborear la obra. Piénselo así: la Puti tiende su mano para quien desee acompañarla en la aventura; domar la Hidra de Lerna y volverla manso monstruo, renovando sus cabezas hasta ocupar todo el espacio. La instrucción es precisa: doma a tus demonios.

Pero hasta llegar al inframundo…¡Paisajes! Suculentos y de profundidad geológica. Es un viaje doble, junto al libro coexisten, con su propio brillo e intensidad, los audios de los poemas, revisitados desde su propia vibración interna. Luki se pone en modo compositora, dándole a cada texto nueva materia para armarse.

La voz se deforma, arvejitas de oro introducidas por la autora en el puré de la lleca palpitante. Me refiero al amor con el que se cose una trenza, o se susurra el canto que arrastra una muerte velada. Empezamos a escuchar la fiesta que se armó en la playa antes de que corten la ruta, después la aridez del desierto. Un cascabel resuena en las minas de plata fantasma. Detrás de todo, late el corazón de la América profunda.

El universo sonoro se empapa en ricas texturas –felinas y ancestrales-, así el viaje hacia la Diablada avanza, siempre al borde de acabar y mancharla a usted, lectora. Sería extraño que si usted toma el libro, no termine embadurnada del sabroso conchijugo que chorrea del papel. Y si esperaba un néctar viscoso, dulce como la miel recién salida del panal ¡pues no, mi ciela! Diablada tiene el gusto del cuerpo enfiestado, ácida manzana verde entre las piedras, hirviendo bajo el sol.

Hay que preguntarse: ¿qué elementos de las realidades contemporáneas sublima Diablada? En mi opinión, el gesto rupturista más significativo de este poemario es la espesura de su universo, tan vasto y múltiple que no resiste a un formato exclusivo. La textura de su contenido debía ser necesariamente abarcada tanto del oído, como desde la lectura y lo audiovisual. Esa es la apuesta monstruosa que, efectivamente, la puti ha ganado. 

Esta travesía mestiza es acompañada por la actitud irreverente de la poeta frente a cualquier autoridad. Así se muestra, insolente y soltera de cualquier ideología. Cada vez que parece acercarse a algo así como tomar postura o asentarse en la comodidad de una opinión, nos obliga a revisar lo que creíamos correcto. Sin receta ni regla, la divinidad adorada es el ano, la única bandera que se plante va a insertarse en su propia cola incorregible, todo lo demás debe ser y será cuestionado. Ese es el verdadero compromiso de Diablada.  

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