Comentarios de verano (sobre la corrección política en el arte)
dibujo por Lino Divas
Me pasaron el texto de Luisa Arditi que salió publicado los otros días en esta misma plataforma, un desprendimiento de un trabajo de campo mayor que la autora estuvo componiendo durante el año pasado. Los comentarios que siguen no son una respuesta directa, en parte porque no conozco la naturaleza efectiva de la investigación de Arditi y en parte porque entiendo que las suyas son ideas que no tienen como objetivo central el ser respondidas. En todo caso se toma más bien como un estribo el trabajo original y se agradecen la voluntad y el tiempo que la autora dedicó a tratar estas cuestiones.
Comprendemos que, a partir de sus excursiones a la psicología de la persona artista, Arditi concluye que un cierto malestar aflige al mundo de la cultura y tiene margen para expresarse únicamente como aforismo anónimo y tácito: “el arte está muy ‘políticamente correcto’”. Lo que de entrada más llama la atención de esta hipótesis es esa desavenencia aparente entre las personas artistas y el arte mismo. ¿Cómo que son los y las artistas quienes se quejan de que el arte sea “políticamente correcto”? ¿Cómo es posible que una persona artista se lamente de que el arte sea tal cosa si se supone que es quien produce ese arte en primer lugar? ¿Quién hace el arte entonces, los abogados? ¿Las curadoras? Es como ponerle mucha sal a los fideos y después quejarte de que están salados, o como querer pintar de rojo una pared usando pintura verde.
Entonces, o bien el arte que hacen los entrevistados por Arditi es “incorrecto” en términos políticos (cosa que veo poco probable, porque hasta los violadores cantan sobre el amor y no sobre los gritos de las personas a las que violan), o bien reconocen que, como afirma Schwarzböck, la escisión entre verdad e ideología ya no puede tener lugar, por lo que toda verdad en la obra fue reemplazada por una “autenticidad” subjetiva prefigurada de manera ideológica (cosa que es cierta, como veremos más adelante, pero que los artistas no pueden aún aceptar, a riesgo de tener que cambiar de empleo y/o suicidarse).
Hay, sin embargo, una tercera posibilidad. Como no tenemos acceso al estudio de Arditi, como no sabemos quiénes fueron parte de él ni de qué disciplinas ni estratos sociales provienen, nos va a tocar contentarnos con la informalidad milagrosa del prejuicio: la tercera alternativa, acaso la más correcta, es que los entrevistados sean en su mayoría gente blanca, porteña, heterosexual, sin segundos trabajos, de relativo buen pasar económico y que supera los 40 años. A este tipo de gente hasta hace poco tiempo se los llamaba “referentes”: artistas visuales, curadores y comentadores de la cultura a quienes les legábamos el derecho de usufructo de cualquier asunto vinculado a las realidades productivas del arte. Después de todo, si no fueran referentes no los hubieran ido a entrevistar en primer lugar, ¿no es cierto?
Develaríamos así el posible trasfondo frente a la queja subterránea de los referentes contra lo “políticamente correcto” en el arte: los blancos se lamentan porque en vez de blancos ahora en los museos parece haber más marrones; los porteños lloran porque se disputan el subsidio con gente de otras provincias; en lugar de heterosexuales hay subjetividades queer y en vez de excepcionales burgueses sin segundos trabajos hay masas infinitas de artistas-obreros precarizados. Lo «políticamente correcto» en la obra sería un giro reivindicatorio, formal pero sobre todo discursivo, producto de este movimiento.
A simple vista pareceríamos estar atravesando un periodo de transición histórica para el arte, el momento en el que una variación lingüística -y sus procesos y sus artífices- comienza a ser reemplazada por otra como reacción a las mudanzas epistémicas propias de la época. Pero, si vemos un poquito más de cerca, nos damos cuenta de que la contemporaneidad no pone en disputa filosofías antagónicas de la imagen y que la cuestión no puede resolverse mediante reformulaciones estéticas ni manifiestos.
Esta pugna por los espacios de representación y preeminencia, a diferencia de la rivalidad entre clasicistas e impresionistas, es una disputa que se da entre cosmogonías, legados culturales, vidas y muertes: los despojos de la modernidad contra las subjetividades oprimidas por lo moderno.
Arte o vida
El arte ya no se puede discutir en términos estéticos porque los sistemas modernos que lo acompañaron en su proceso de autonomización perdieron validez (por ejemplo, la trascendencia de una obra hoy no se mide a partir de su función profiláctica contra la sociedad; se inauguró la dimensión del arte como hecho relacional; la obra se convirtió en activo financiero; se ha deconstruido la figura del “genio”; se persigue la pluralidad como finalidad estética en sí misma, etc.).
El impulso de hacer arte sin embargo permanece impávido frente a esos cambios porque, a pesar de las transformaciones que atravesaron sus sistemas de producción y valoración, vemos que hoy no hay menos arte que antes sino muchísimo más. Lo verdaderamente significativo es que estos cambios -caracterizados a lo largo de los años como un subproducto del capitalismo posindustrial, del capitalismo globalizado, del capitalismo cognitivo o del capitalismo tardío- tuvieron lugar en todos los ámbitos de la vida, no solo en la cultura y el arte.
No es el propósito de mis notas veraniegas profundizar sobre esas transformaciones ni ofrecer un panorama de la contemporaneidad en ese sentido, porque estamos tratando nomás de ver si el arte retiene aún algo que lo vuelva particular frente a la homogeneización epistémica. Pero si hablamos del resurgimiento del regionalismo etnicista, de la reculturización de las identidades nacionales, de la preponderancia de la subjetividad queer en la cultura de masas o de la emergencia de la crítica poscolonial como marco interpretativo general, estaríamos no solo describiendo un momento del arte sino un momento general del mundo.
La reformulación actual de aquella vieja idea conocida como “corrección política” que arrasó los campus yankis durante los tempranos 90 tiene que ver con esto, con el movimiento de inversión que opera sobre la autorrepresentación occidental, un movimiento donde confluyen el “anticolonialismo”, el “antiimperialismo”, la reivindicación de las subjetividades subalternas (raciales, de género, corporales, étnicas) y el antimodernismo. Esta inversión, proponen autoras como Fraser, no tiene en realidad objetivos como la liberación nacional, la autodeterminación económica o la autonomización política, sino asegurarse de que las mayorías no puedan reconocerse a sí mismas.
Entonces lo que importa en este momento, nos dice el corporativismo progresista (el terreno gris de consenso que se abre entre FSOC y La Nación, entre el albertismo, el “liberalismo de las elites”, la pseudomilitancia y las oficinas de comunicación del capital transnacional), son las vidas. Las vidas negras importan, las vidas negras trans importan, las vidas racializadas importan, las vidas migrantes importan. Todo lo que a la modernidad no le importó, todo aquello que la modernidad expolió, todo aquello de lo que la modernidad se nutrió ilegítimamente imponiendo sus violencias, todo eso es lo que hoy importa.
Lo que por descarte pierde su función axial es la cultura hegemónica de Occidente y, junto a ella, todos sus epítetos históricos: blanco, vertical, heterocis, petrolífero, cristiano, sifilítico, conceptual y, como es obvio, moderno.
¿Pero qué valor tiene, a esta altura, el arte frente a una vida cualquiera si encima las cosas del arte son las mismas que en cualquier otro ámbito? ¿Y qué valor tiene el arte frente a una vida que además ha sido oprimida por las violencias sistémicas? Comparado con una vida cualquiera el arte es una existencia objetual ínfima, signada por la intrascendencia más rotunda y la similitud más anodina con todo lo demás. Comparado con una vida oprimida, el arte se vuelve incluso todavía más trivial. Ahora bien, porque en el arte hoy pasa lo mismo que en todos los otros ámbitos de la vida, una obra hecha por una vida oprimida adquiere transitivamente la dimensión relevante que esa vida posee de acuerdo a la imaginación política actual.
Pensemos, por ejemplo, en el trabajo de La Chola Poblete, una obra a la que cualquier sistema moderno de valoración no podría asignarle relevancia alguna. En cambio la vida de La Chola (una vida marrón, queer, cuyana, del Sur Global) antecede y subsume políticamente su trabajo como artista; el corporativismo progresista la considera una vida que de verdad importa y la dota de una notable trascendencia mediática. Como vida que importa, el mecanismo de validación incluirá también todos los eventuales desprendimientos de esta vida, ya sean pinturas, fotografías, audiolibros o una línea de maquillaje para cholas trans (que ojalá llegue al mercado en algún momento).
¿Dónde está el problema? En la obra de La Chola ciertamente no. O mejor dicho, si la obra de La Chola tuviera un problema, nosotros -despojos de la modernidad- no podríamos verlo, porque el sistema de lectura para una obra como la suya no puede ser el mismo que el que usamos para leer el trabajo de, digamos, Josefina Robirosa; para leer a Robirosa, por otro lado, aplicaríamos la misma clave que para leer a Elda Cerrato o a Sebastián Gordín, una clave moderna y desactualizada.
Por supuesto frente a este panorama se produce una especie de disonancia, parecida a la que afecta a los artistas que se quejan de que el arte es “políticamente correcto”: ¿cómo el arte podría encarnar la sensibilidad oprimida por lo moderno si la institución en sí misma es un despojo de lo moderno? ¿No nos convierte en tarados autocomplacientes demandar públicamente que Costantini o Noorthoorn salgan a repudiar la represión y el secuestro de mapuches en Pillán Mahuiza? ¿Cómo hacer crítica de una obra si la vida la antecede y la subsume? (la verdadera pregunta que nos empuja a través del umbral de la paranoia es ¿por qué Occidente hace de cuenta que quiere renunciar a su hegemonía para pasar a ser rizomático, arcilloso, diaspórico y horizontal?).
Lo moderno en el arte permanecerá entonces sous rature (en forma no ya de crítica ni de objeto, pero sí de cupos, premios, certámenes, reescrituras, comunicabilidad y pedagogía; en forma de aparato en torno a las vidas y sus obras) siempre y cuando no podamos alumbrar nuevos modelos conceptuales para interpretar la producción contemporánea. Al mismo tiempo, cada vez se vuelve más evidente lo inapropiado que resulta lo moderno como sistema para leer el arte profundamente culturizado del siglo XXI y lo necesario que se torna actualizar los parámetros bajo los cuales se enmarcaría el análisis crítico de una obra.
El combate entre los despojos de la modernidad y las subjetividades oprimidas por lo moderno no se da entonces -por ahora- sobre un verdadero campo de batalla, sino que pareciera tener las propiedades de una simulación habilitada por la cultura del capital. El capital, la estructura de poder irremediablemente inhumana, mira de lejos la contienda que, junto a todo el arte de esta época, toma la forma de una ilusión óptica.
Lo político contemporáneo
Entonces de alguna manera la “corrección política” (aunque de ahora en más deberíamos decir lo político contemporáneo a secas) es la falsa conciencia producto de esta lucha simulada, que además no es particular al arte. Lo político contemporáneo es un asunto de la cultura del capital y, en su ubicuidad, vuelve cultural al arte. Lo que es todavía más, vuelve un asunto contemporáneamente político a la política en sí misma, convirtiéndola en una cuestión de discursividad inasible que, por lo general, no se traduce en políticas de estado efectivas y mucho menos en obras de arte importantes (la IVE en Argentina no se aprobó por la “corrección política” sino por una masa movilizada con un objetivo definido como pocas veces se vio en el país, precisamente lo contrario a lo político contemporáneo y lo contrario a casi cualquier obra de arte).
Pareciera como si la cultura del capital precisara que todo fuera político, justamente para que no puedan producirse transformaciones significativas desde la política. Como sucede hoy con el arte, cualquier práctica es un evento “político”: bailar, coger, no coger, comer, ayunar, consumir orgánico o consumir industrial; las cuerpas, las fiestas, la keta, la curaduría, tener hijos, no tenerlos, ser puto, ser paki, elegir vivir o elegir morirse; matar a un varón o que te mate un rugbier. Todo es resistir y todo es luchar, pero no porque la micropolítica siga siendo un terreno efectivo de resistencia y de lucha.
¿Qué hacemos cuando lo politizado es el cualunquismo? ¿Qué hacemos si con estar parados sacándonos un moco alcanza para hacer política? Si es el capital el que habilita la politización compulsiva de la existencia, la micropolítica también está institucionalizada.
Frente a la relevancia utilitarista de las vidas y la irrelevancia concreta de los objetos, nos queda preguntarnos si hay lugar para los problemas del arte o si entregarse a ese tipo de cavilaciones es una práctica de sesgo exclusivamente moderno y, como tal, se encuentra perimida y podría ser objeto de burla y condena moral.
Podemos convenir que el problema no es que el arte sea “políticamente correcto”, sino que el arte es igual de políticamente contemporáneo que cualquier otra cosa, y en esa similitud es igual de poco político que todo lo demás. El arte de La Chola es igual de políticamente contemporáneo que el departamento de comunicación del Deutsche Bank, que celebra su vida marrón y queer. A su vez, ambos son igual de políticamente contemporáneos que las campañas de reclutamiento de la CIA y que la programación reciente del Museo de Arte Moderno de Buenos Aires. En ese achatamiento el arte se vuelve prescindible -o sustituible en términos políticos- con relación a cualquier otra expresión mediático-cultural. Con la pretensión de retener un mínimo de especificidad el arte podría, por ejemplo, ser más políticamente correcto que el Deutsche Bank, más políticamente correcto que Disney o más políticamente correcto que la militancia de las redes sociales, lo que lo pondría fuera del alcance de lo políticamente contemporáneo. El arte podría convertirse en una especie de secta de severidad política radical e inescrutable, cuya única instancia expresiva se dé bajo una sintaxis alterada proclive al silencio. Pero un arte huraño que descrea hasta el punto del delirio de los motivos por los cuales el despojo de la institución cultural moderna nos vende gato por liebre… sería una especie de arte moderno.
Que el arte hoy se haya convertido en un vehículo de representación y monetización para las subjetividades subalternas es un valor real frente al cual nadie podría oponerse, salvo que tenga profundas convicciones racistas, misóginas, transfóbicas u homofóbicas. El “costo” de ese reencuadre es la subordinación final del arte a las vidas, que antes que nada son neoliberales.