De acá, de allá, de todas partes
dibujo por Lino Divas
Estoy bastante seguro de haberlo leído en alguna parte: Cuando Charly García estaba terminando de pulir su segundo disco solista, mientras hacía la mezcla en Nueva York, encontró un grafiti en la pared en el Soho que le dio el título al nuevo álbum: Clics Modernos. Antes de eso, barajó otros títulos: uno era Nuevos trapos (una de las canciones incluidas en el disco) y otro, al parecer, fue Yo soy de acá. Siempre me gustó la idea que el disco más cosmopolita de Charly, aquel que introdujo para la música popular argentina la caja de ritmos, el sonido new wave, el que exportó la modernidad bailable, el que produjo Joe Blaney, el que mezcló en una NY en su cima como capital global, fuera titulado con un nostálgico, cuasi tanguero Soy de acá, como diciendo “Ojo, estoy en la ciudad faro de la cultura, pero vengo de donde vengo”.
Desde hace unos seis meses estoy viviendo en una pequeña ciudad de Alemania, becado por el Estado de Baja Sajonia para participar de un programa vinculado a la universidad HBK. Somos siete residentes conviviendo en una gran casa y es inevitable pensar en Gran Hermano. El grupo es un crisol que parece salido de un cásting de United Colors of Benetton: una egipcia, una palestina, un holandés, una bosnia, una polaca, una china y un argentino. Las habitaciones o estudios donde vivimos son unos hangares aeroportuarios enormes, blancos, con muebles Ikea y la misma luz de tubo fría que se encuentra en las góndolas de supermercados LIDL, donde hay gran surtido de salchichas ahumadas y baldes de ensalada de papa embadurnada en mayonesa. Un poco se parece a esas prisiones de mínima seguridad que hay en los países escandinavos. Cada uno trabaja en su obra individual y tenemos que preparar juntos una muestra final, a la vez que integrarnos a la vida de la universidad, participando de algunas clases, presentando nuestro trabajo en las clínicas. El artista berlinés Thomas R. oficia de “mentor”: hace unas obras dadaístas muy divertidas pintando con Nutella y unas esculturas piramidales minimalistas con tubos de papas fritas. Cuando me presenta ante su clase exclama: “Este es Andrés: ¡Es un verdadero latinoamericano! ¡tenemos que aprovechar, podemos aprender mucho de él!”.
Hablo con Ramiro Oller, quien está en una experiencia similar en Suiza, sobre el incordio de las etiquetas y barajamos otras con las que nos sentiríamos más cómodos: ¿“artistas sudamericanos”? No. “¿Sudor-americanos, quizás? Mmmh… ¿” Sub-americanos”? tampoco. Finalmente coincidimos en “Rioplatenses”. Pero claro, antes de explicar las sutilezas de esa categoría hay que sortear malentendidos como que Buenos Aires es la capital de Brasil.
Asisto a las clínicas coordinadas por Thomas; cada estudiante presenta su trabajo e indefectiblemente todos comienzan por un relato biográfico en el que parecen competir por ver quién pela más rasgos autóctonos, quien pertenece a una minoría más relegada. Casi todos los relatos son del tipo: “Proviniendo de una familia de origen japonés que padeció la adaptación a una ciudad del este de Alemania durante los años posteriores a la caída del muro, mi obra toma elementos de la cultura Otaku y los resignifica atravesados por el imaginario del kitsch soviético” o “Mi obra performática conjuga bailes típicos del folklore balcánico con el voguing, de manera que mi tradición kosovar se entrelaza con mi identidad queer”. La fetichización de la otredad se vuelve una moneda de cambio que reviste de una pátina de autenticidad a los jóvenes artistas: un poco los escuda (nadie se atrevería a criticar con mucho ahínco aquello que roza con la esfera íntima, más aún si se trata de colectivos históricamente marginados) pero también se vuelve un velo opaco que impide ver propiamente las obras, como un ruido blanco o una interferencia que obtura, condicionando la mirada. Recuerdo como contraejemplo las clases de Mónica Girón, donde quienes presentaban su trabajo tenían prohibido tomar la palabra y se repetía como un mantra la importancia de ceñirse estrictamente, en un primer nivel de análisis, a un desglose material de las características físicas y formales del objeto, para luego ir avanzando hacia otras capas de lectura, llegando en una última instancia, que bordeaba lo esotérico, a hablar del alma de la obra.
Se podría acusar a estos jóvenes artistas de abusar especulativamente de sus rasgos de pertenencia, pero ¿quién podría culparlos? La ponderación de las alteridades y las disidencias postergadas es para las curadurías más perezosas pero bienintencionadas el monotema hoy, como lo era hace diez años hablar del antropoceno y de las narrativas del fin del mundo, y hace veinte lo era hablar de globalización y de posmodernidad. En estos meses tuve la posibilidad de visitar los grandes eventos del arte contemporáneo europeo; Documenta en Kassel, la Bienal de Venecia y la Bienal de Berlín. Estando acá aprendí azorado que para la mirada eurocéntrica América latina no forma parte de occidente (aunque la estricta lógica geográfica así pareciera indicarlo) sino de una caprichosa categoría denominada Sur Global, la cual por algún prodigio cartográfico no incluye a Australia porque al parecer ¡Australia sí es occidente! Esto resulta así, aunque si nos guiáramos celosamente por el análisis sesudo de las convenciones de un mapa, podríamos ver que las Termas de Río Hondo de Santiago del Estero están notoriamente más al occidente que Sídney…. acá no entiende el que no quiere; Occidente no es una referencia geográfica sino una categoría política.
En su infinita condescendencia bienpensante a las bienales europeas ahora les encanta el Sur Global ¡no pueden tener suficiente de ello! Los tres grandes eventos artísticos son el festival de la explotación exotizante: en la Bienal de Venecia se ve un regreso a la división mundial del trabajo:a Latinoamérica y África les corresponden los oficios ancestrales, el arte naive, el barroco sentimental, las crisis políticas y el surrealismo, el barro, los tapices, mientras que a los asiáticos les toca lucirse con un muestrario de los últimos avances tecnológicos, en la forma de unas serpientes articuladas cubiertas de micropantallas led flexibles que responden con movimiento a la temperatura corporal de los visitantes de la sala. Los europeos, en tanto, sí tienen habilitado concentrarse en la autonomía del arte, en el lenguaje, el humor, o en los recovecos ensortijados de las subjetividades más descoyuntadas.
A pesar de ser un evento presumidamente progre, la entrada a Documenta no es especialmente “inclusiva”: 45 euros la visita de dos días. Tras fallar intentando entrar con mi credencial de periodista expedida por El Flasherito (acá no se dejan engañar por el plastificado barato sobre una impresión chorro tinta medio pixelada), consulto si hay algún descuento proviniendo de Latinoamérica, después de todo ¡nosotros somos el “Sur Global” que tanto pregonan, del que tanto hablan! pero no hay caso. El acceso al Documenta Halle, el edificio central donde se presenta la muestra curada por el colectivo indonesio Ruangrupa emula una construcción precaria: las sólidas paredes de hormigón armado de estilo brutalista, acero y vidrio están vestidas con chapas acanaladas, planchas de fibrofácil atadas, paja y alambre de gallinero simulando lo que podría ser una casilla en un barrio carenciado o una favela. En el interior, en la primera sala, un grupo de alemanes de tercera edad, vestidos correctamente con colores pastel y caqui, miran con rostro compungido un video de un grupo de artistas africanos que narra el drama de una aldea que tuvo comenzar a vender falsas máscaras tribales a los turistas para poder financiar la llegada de la electricidad. Documenta es un paseo cultural para la clase media acomodada alemana: los visitantes se toman una pausa entre los videos con crudos relatos de genocidio y migraciones masivas, las caminatas entre los talleres de huerta orgánica y compost para refrescarse con un Aperol Spritz, mientras leen con fruición la folletería donde se insiste con los conceptos de sustentabilidad ecológica, cooperación, comunidad, economías alternativas, generosidad, suficiencia y otras generalidades del mismo rubro donde las instituciones vetustas adoran remojar sus juanetes resecos. Si bien es loable los esfuerzos por descolonizar la mirada, la sensación tras visitar los tres acontecimientos es el tedio ante la repetición de los mismos discursos demagógicos y paternalistas, con conceptos en forma de hashtags que se citan sin mayor elaboración, aplanando cualquier matiz en un conglomerado de clichés étnicos y lavado de culpas.
Mientras me quejo de estos brochazos gruesos identitarios noto en redes sociales que comienza a circular la nueva campaña publicitaria de Quilmes, previa al mundial, y me sorprendo emocionándome ante las apelaciones más básicas al chauvinismo del ser argentino. Como un porteño nostálgico en el extranjero que gimotea porque se quedó sin yerba, sollozo con el estribillo de Hablando a tu corazón de Charly y Aznar.
Cuando termina la clínica, salgo de la clase de Thomas y paseo, un tanto mareado y sin rumbo, por los pasillos de la universidad: en el taller de pintura, los alumnos pueden tomar, sin costo, rollos de papel Arches %100 de algodón de 600 gramos, pomos de óleo Winsor & Newton, pinceles de pelo de marta. En el aula de multimedia este año compraron más cascos de realidad virtual que la cantidad de alumnos que hay en la clase “por si se rompía alguno”. En otro taller, un descomunal brazo robótico esculpe con láser un bloque de mármol: los alumnos solo tienen que darle un boceto a un especialista en modelado 3D y este lo reproduce en un render para después tallarlo en cualquier escala y material. Pienso “Ok, tienen todos estos recursos ¡pero nunca escucharon una canción de Charly García!”.