En el nombre del Arte

por Emilia Casiva y Matías Lapezzata
ilustración: Ariel Cusnir

La colección de Giacomo Lo Bue es una cosmogonía, una narración casi mítica poblada de deidades y elementos divinos. Si toda cosmogonía supone un orden, una manera de conjurar el caos, en el caso de Giacomo ese orden se sostiene sobre dos pilares en total desequilibrio: el del amor al arte y el del arte como trabajo. Ambos pilares son ideologías que, aunque no han alcanzado el estatuto de divinidad, por lo menos se han ido llevando, a lo largo de la historia y cada uno en su momento, el premio de lo que se vuelve indiscutible. Se han vuelto formas de nombrar. A veces gana una, a veces gana la otra. En el discurrir de Giacomo las dos pueden convivir sin pelearse, durante la misma tarde. Pongamos por caso, una tarde de agosto.

Urgencia y espera 

Estamos en el café del Hospital de Urgencias de Córdoba, haciendo tiempo hasta que llegue la hora acordada para nuestra cita con el coleccionista de arte Giacomo Lo Bue. Es el café más cercano a su casa (basta cruzar la calle) en un barrio que tiene al cemento como paisaje: un edificio público monumental diseñado por Miguel Ángel Roca, con su característica bóveda circular y metálica; playas de estacionamiento; rampas; negocios de toda clase ya cerrados alrededor; casas viejas de techos bajos convertidas en oficinas, alguna que otra en ruinas. Más allá, el mercado más grande de Córdoba, cerrando su jornada luego de una intensa actividad. Y muy cerca, el río. 

Estamos en un hospital que atiende urgencias, y que al mismo tiempo es un lugar de espera. Cada tanto, detrás de una puerta vaivén de acceso restringido, aparece una enfermera gritando a media voz un apellido. Siempre lo mismo: el nombre y un llamado al que nadie responde. Pensamos por un momento en hacernos pasar por los dueños de ese nombre, actuar un vínculo y una historia no sólo para la enfermera, sino también para quien yace en alguna habitación detrás de la puerta vaivén. Alguien que aguarda compañía o de quien el hospital querrá ofrecer un informe, dar cierta noticia, hacer algún anuncio. Pensamos en asumir esa historia, esa filiación, e incluso tomar decisiones. En definitiva, pensamos en actuar con otro nombre. O nos descubren de inmediato, o a los ojos de los demás no hay diferencia. Pero se hace la hora y cruzamos la calle. El hospital queda atrás y la enfermera, seguramente, pronto tendrá la delicadeza de resignarse. 

Volver al futuro

Giacomo abre una puerta altísima y nos invita a pasar, sin preámbulos, a la sala donde cuelgan gran cantidad de las obras de su colección: del piso, al techo. Son suyas para siempre, porque las ha adquirido para él. Forner, Cerrito, Farina, una virgencita de cartapesta. Liguori, una talla africana, Reyna. Las paredes de esta casa exponen, de alguna inexplicable manera, un mapa de caminos diversos desde y hacia su propio deseo.

Nuestra cita es la misma semana que empieza en Córdoba la feria de galerías Mercado de Arte Contemporáneo (MAC, o “Mercado” a secas, para los cordobeses). Sostenida principalmente por la Secretaría de Cultura de la Municipalidad durante siete años consecutivos, esta feria convoca a gran parte de la escena del arte de Córdoba. Le preguntamos a Giacomo si va a participar, o si ha participado alguna vez de este evento, pero lo cierto es que no presta mucha atención a la pregunta y empieza a hablar de otras cosas que le importan más. Empieza a hablarnos de arte, y de Giacomo Lo Bue. 

La primera certeza es la de estar frente a un coleccionista que no se relaciona con lo que entenderíamos, de buenas a primeras, como “el arte contemporáneo” de esta ciudad. En las obras de su colección, hay tanta historia acumulada que esa historia se convierte en futuro. Y lo decimos así porque en sus elecciones, Giacomo busca concienzudamente lo necesario: la historia (aun cuando la historia sea una ficción a construir, aun cuando sea una peripecia incoherente, no la pierde de vista). Como quien busca un punto hacia adelante, nos dice “yo no compro cuadros, sino arte”. Cuando le preguntamos por su idea de “contemporaneidad”, responde que lo que a él lo vuelve “totalmente contemporáneo” es haber estado íntimamente ligado al arte de los últimos 150 años. Es curioso: aquí no funciona la pavada de igualar contemporáneo con “actual”, o con “todo lo que se hace hoy”. Giacomo se “contemporaneiza” al ponerse a sí mismo en relación con la historia del arte. Como se ve, ese no perder de vista a la historia, no implica trazar líneas ajustadas a ella (aun cuando esta sea una ficción, aun cuando sea una peripecia incoherente, etcétera, la historia vale la pena; aun, incluso, cuando ella misma no haya sucedido todavía).

La experiencia ante una obra es el único índice identificable que guía sus compras. Eso y el afán de posesión por supuesto. No habla de “adquisiciones”, habla de precios, de dinero y de dificultades financieras. Porque el arte es sagrado y puede nombrarse con mayúsculas, pero a un tiempo es fruto del trabajo de alguien, y eso adquiere su valor para Giacomo en un sentido doble: en tanto es un objeto de Arte, y en tanto se configura como mercancía. A partir de estas coordenadas se presume y se dice que Giacomo es un coleccionista. Pero nada de lo que nos cuenta encaja del todo con las instituciones y con el mercado del arte (sea lo que sea que esto signifique) de esta ciudad.  Nos quedamos callados mirando un Fontana. “Con tajos no pude comprar porque eran muy caros”, aclara.

¿Por qué hace lo que hace Giacomo Lo Bue?

Coleccionista entonces, pero también dealer, galerista, editor, marquero. Con Lo Bue no se puede ir por partes. Si alguien osase calificar su oficio de coleccionismo “expandido” (por decir algo) él levantará los hombros y seguirá hablando. La suya es una vida artística entregada al trabajo. Entregada en el sentido también de haber sido rodeada: de las paredes de su casa se desprenden formas, materia y color. Pedone, Fader, Piñero, André Lothe. A fin de cuentas, Giacomo es un localista extranjero.

Abrió su primera galería en Mendoza en 1982: “Galería de Arte Giacomo Lo Bue”. La segunda en 1988 en Córdoba, en la calle Caseros, configurando un período histórico para los artistas locales: “Galería de Arte Giacomo Lo Bue”. Desde hace años diseña e imprime los afiches y catálogos más reconocidos de la ciudad: “Ediciones Galería de Arte Giacomo Lo Bue”. Los pitones de sus enmarcaciones, llevan un sello con iniciales en letras cursivas: GLB. “Yo soy un obrero. Mi padre era campesino, mi abuela hija de mineros. El nombre es lo único que poseemos para poner en juego -nos dice-. Yo me comprometo con Giacomo Lo Bue”.

El sentido del comprometerse de Giacomo con su nombre no sólo se enuncia, se filtra. Por ejemplo en un recuerdo que narra al pasar: abrió su primera galería luego de un sueño y una intuición imposible de dejar de lado, que revelaba su lugar preciso en el mundo; en ese momento, la Argentina desangrada por los militares y comenzando una guerra. Una galería como respuesta a un genocidio, entonces. O cuando confiesa que realiza sus afiches para “poner el arte a disposición de cualquiera”, pues “una buena reproducción hace posible a quien sea una experiencia cercana a la de contemplar y poseer la obra real, a un precio por demás accesible”.  Lo de “experiencia” no es por exagerar, sin ir más lejos Giacomo define a estos afiches como “milagros gráficos”. Milagros reproducibles como respuesta al deseo, entonces. Puede pasar veintiocho años trabajando sólo en uno.

¿Qué es el nombre de un hombre? ¿Encierra lo que ese hombre hace, lo que dice de sí, lo que actúa para los demás? No tenemos suficientes motivos para pensar que sólo una de estas opciones sea la verdadera, ni razones para saber cómo es que alguien llega a ser quien es. Puede llevar toda una vida, o armarse en un instante, en aquel que se decide ser otro, por los motivos que fueran. Pero por más empeño que pongamos en el cuidado del nombre, la mirada de los otros lo termina pintando de maneras misteriosas. La de Giacomo vuelve sobre un nombre, otro, el de Raquel Forner, y lo transfigura: “Forner era fea, fea, pero cuando vos empezabas a hablar con ella, se hacía hermosa”. Ese recoveco del misterio es también el lugar donde una obra le anuncia que vale la pena, mientras otra no. “No voy al hecho técnico, sino a la honestidad y el sentimiento. No hay astucia”, comenta mientras nos muestra un dibujo de Gómez Cornet.

Las escuelas, la historia, los recorridos de las convenciones guían su mirada, tanto como la experiencia y las decisiones que toma en el día a día. Giacomo es un ser de acción, un hombre que actúa. “Por ahí levanto una frazada y abajo hay un cuadro”. Con sus manos nos ofrece pasas de uva, ciruelas secas, queso de campo, pan y café. Elementos sencillos que logran que aquello que nos rodea, no se pierda de vista. Lo peor de todo sería quedar sin la posibilidad de mirar, tapados por y en el propio nombre. A veces sucede. 

Al final de la tarde, que ya es noche, el tamaño de la ambición de Giacomo sólo compite con el de su generosidad. Nos despide con una canción de Leonardo Favio.

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