Imagen y (de)semejanza

por Leticia Obeid

Hace un tiempo traté de buscar un equivalente en español para una expresión que aparece mucho en las películas en inglés, muy específica: Don´t patronize me.  La traducción del adjetivo es fácil: “patronizing” significa “condescendiente”, pero cuando es verbo no suena tan contundente en español porque pierde la palabra “patron”, que es más patriarcal incluso que “padre”, más cercano quizás al amo medieval. ¿Qué tal suena “no me patronices”?

Cuando yo estudiaba artes en la Universidad Nacional de Córdoba, a mediados de la década del 90, era muy común que los profesores de pintura –hombres que a la sazón eran las estrellas de una academia bastante adormilada cuya aventura más reciente y extrema había sido incorporar las “novedades” de la transvanguardia italiana de los ´80- encontraran en cursos muy numerosos un puñado de muchachos a los que se les festejaban todas las cosas que hacían. Mientras más rústicos fueran, más expresionistas, sentimentales y amantes de la llamada línea sensible en el dibujo, mejor. A ellos se les enseñaba a confiar demasiado en sí mismos y en lo que hacían. A nosotras se nos enseñaba a aplaudirlos.

Aquella era una escena artística muy diferente a la actual. Quizás la palabra escena incluso no sea del todo correcta porque si algo faltaba en ella era el ámbito abierto, con espectadores. Los espacios públicos eran escasos, galerías casi no había; el mercado era una palabra exótica y los únicos que vendían algo eran los pintores mayores, algunos a compradores locales, otros tenían sus contactos en Buenos Aires. Quiero decir con esto que había muy poquito espacio simbólico y material para disputar. Y a los veinte y tantos, mis compañeras y yo en esa escuela éramos consideradas más en base a nuestro aspecto físico que en relación a lo que queríamos hacer como artistas. Y quizás por eso mismo nuestra forma de rebelión fue volvernos muy cerebrales. Renunciamos a lo que nos salía bien y nos pusimos a estudiar, a escribir, a pensar, a fabricar objetos y aprender cosas que no sabíamos hacer. Paradójicamente, esa exclusión nos llevo a estar mucho más cerca de un lenguaje contemporáneo.

Sin embargo, las voces autorizadas para hablar y escribir sobre arte, curar muestras y dirigir instituciones siguieron siendo, en su mayoría,  masculinas. Muchos eran hombres formados en la misma facultad de humanidades que nosotras, pero en Filosofía y Letras. Y ahí aparece otro problema que también es muy local: la preeminencia de un discurso sobre las artes visuales emitido desde lo literario y no desde el mismo campo del arte. O sea, no digo que no pueda cualquier persona hablar o escribir sobre arte, sino que en general lo que conocemos es la autoridad indiscutida de la voz literaria sobre el discurso propio y específico del campo visual. Lejos de una práctica emancipatoria como la del maestro ignorante de Ranciére, o del do it yourself punk, lo que aparece ahí es el respeto excesivo a un solo tipo de inteligencia: la retórica.

Este curioso rasgo puede provenir de una tradición arraigada en la formación de nuestra identidad nacional, si se quiere. Como dice Graciela Silvestri:

“La cultura rioplatense fue una cultura textual en el largo periodo que se aborda. No aludo con esto a la relativa ausencia de imágenes plásticas –verificable en el siglo XIX, pero discutible desde inicios del siglo XX- sino al lugar jerárquico que la producción iconográfica ocupó en nuestra cultura. Se trata de la hegemonía del discurso escrito por sobre lo que una imagen plástica pueda decir; de la ausencia de autonomía de las figuras icónicas para liberar sentidos no determinados antes por las palabras; de la limitada alfabetización visual de productores y público, acorde con los límites técnicos y científicos de una cultura tradicionalmente humanista, es decir, letrada.” (El lugar común. Una historia de las figuras de paisaje en el Río de la Plata, Edhasa, Buenos Aires 2011,  p.25).

Lo que es extraño es que ahora que ya hay un desarrollo más fuerte de la teoría y los estudios visuales en varias ciudades argentinas, con una profusión de carreras de grado y posgrado dedicadas a las artes visuales, siguen apareciendo algunas figuras masculinas provenientes de las letras y de los estudios sociales, diletantes que ganan rápidamente una legitimidad que el medio les da sin mayores evaluaciones, para escribir, curar y hacer crítica de arte –todas prácticas de legitimación-, repitiendo este viejo modelo del escriba que toma la palabra sobre un campo dado, para lo cual muchas veces no tiene las herramientas conceptuales y la formación necesaria, no digamos ya algo del orden del amor por su objeto de estudio (en ese sentido, habría que estudiar en qué medida la aparición de un protomercado del arte y el fluir de algunos nuevos recursos económicos constituyen una poderosa atracción para algunas figuras que no encuentran un medio de vida en sus propios campos de investigación). Como sea, esta otra forma de patronizar es ejercida más a menudo por hombres que por mujeres, influyendo esto además en una visibilidad desigual de los géneros.

Por el contrario, la condición de ex-céntricas que seguimos teniendo en la cultura local nos ha enseñado a ser extremadamente autocríticas con lo que hacemos y prudentes en la crítica al trabajo ajeno. Incluso aquellas que somos productoras anfibias y andamos migrando de un mundo al otro, visitando una disciplina con la mirada de otra y viceversa, somos usualmente muy cuidadosas con los límites de cada campo. La posibilidad de construir un discurso sobre lo visual sin apelar a la autoridad de lo literario requiere renunciar a tomar atajos cómodos, no ocupar el lugar de la autoridad dada a priori. Quizás sea deseable que se desparrame un poco esa humildad intelectual que ha sido propia de las mujeres en nuestro medio. O, mejor aún, zarandear un poco las cosas para que la confianza y la humildad intercambien lugares y se repartan mejor. Creo que eso sería beneficioso para el trabajo de todos, para la convivencia, el entendimiento y la colaboración entre los géneros, hoy más urgentes que nunca en un país donde en el lapso de una semana oímos en los medios a un rockero justificando abiertamente la violación de mujeres mientras las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo salían a defenderse del hostigamiento del presidente de la Nación.

Urge encontrar formas de repartir mejor los esfuerzos y los resultados, las satisfacciones y las alegrías, compartir las experiencias, hablar y escuchar desarmando los patrones.

 

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