El libro de ramona y sus aventuras

Por Manuel Quaranta

La literatura no es agotable, por la suficiente y simple razón de que un solo libro no lo es.
El libro no es un ente incomunicado: es una relación, es un eje de innumerables relaciones.
Una literatura difiere de otra, ulterior o anterior, menos por el texto que por la manera de
ser leída: si me fuera otorgado leer cualquier página actual –ésta, por ejemplo– como la
leerán el año 2000 yo sabría cómo será la literatura del año 2000
.

Jorge Luis Borges, “Notas sobre (hacia) Bernard Shaw” (1951).

Cuando Leopoldo Estol me citó en una cervecería de Parque Patricios para confiarme un ejemplar de Ramona. Debates en el arte al filo del milenio, pronunció una frase parecida a esta: “Te va a venir bien para tus investigaciones”. Yo le agradecí el préstamo (luego me enteraría de que era un obsequio) y al mismo tiempo, sin decírselo, sentí la descarga eléctrica de un compromiso feroz: me comprometía con él, tácitamente, a reseñar el libro. Pero la sensación de inquietud excedía al trabajo en sí, porque nada me gusta más que trabajar, dado que en mi caso, como en el de tantos otros privilegiados, el negocio coincide con el ocio, o al tema del libro, el arte argentino, tema cada día más caro a mis rumiaciones. No, la preocupación se relacionaba con ciertas dificultades metodológicas vislumbradas a la hora de franquear el volumen.

¿Cómo abordar lo inabordable? ¿Cómo enfrentar una totalidad (el intento de reflejar todo) renuente a ser sintetizada? Me pregunto si no será posible lograr una aproximación asintótica (o sintomática) al objeto de estudio, oblicua, bordeándolo, o generar con él una comunión paradójica, derridiana, no ahogándonos en el magma incandescente del mítico todo, sino recortando un fragmento, un detalle, un punto de la totalidad con la fantasía (una fantasía cuyas fronteras no son precisamente claras) de que en la parte está el todo, de que en un pasaje de la historia está la historia, de que en un detalle del cuadro está el cuadro, de que en un plano de la película está la película completa.

Alguien podría suponer que la propuesta significa asumir de antemano mi incapacidad para abordar de manera directa el material específico, alguien podría sospechar que es una mera coartada para no hacerme cargo de escribir sobre un libro de 530 páginas que contiene 92 artículos de 83 autores publicados a lo largo de una década. A ese ser fantasmal lo asiste, y en el mismo acto no lo asiste, la razón. Cualquier aspiración de enfrentar un libro de estas dimensiones (tanto conceptuales como físicas, pero sobre todo conceptuales), está condenado al fracaso, único horizonte sensato para una empresa de semejante envergadura, si dentro de las expectativas desechamos la de escribir una reseña tan larga como el libro que se pretende reseñar o una mera sinopsis periodística. 

¿Qué resultaría de resumir en dos párrafos breves, más o menos decentes, cada uno de los capítulos en los que se divide el libro, “Palabra de artista”, “Escritores en Ramona”, “Parque de la memoria”, “Duchamp en Buenos Aires”, “Estéticas del peronismo”, “Abstracción rioplatense”, “Conceptualismos periféricos”, “Arte de los 90”, “Teorías del arte”, “Hasta la vista baby”? ¿Rozaría mediante este procedimiento el quid de la cuestión? Pero ¿cuál es el quid de la cuestión? Recordemos la doble acepción incluida en el término latino, importancia y dificultad. Al escribir una reseña normalizada, correcta, meramente informativa, renunciaríamos a la trascendencia del libro, es decir, renunciaríamos a penetrar en su corazón, el corazón de ramona.

Un problema nodal sería el de los criterios de selección. Hasta un neófito en la materia sabe que la más desinteresada de las antologías constituye siempre un ejercicio de exclusión, pero también sabe que es inherente a cualquier ejercicio selectivo dejar algo fuera o mucho o muchísimo. ¿Omisiones ilustres en ramona?, las hay. ¿Inclusiones arbitrarias en ramona?, las hay. ¿Y con ese argumento qué? ¿Qué criticamos? ¿El criterio? El viejo problema filosófico jamás resuelto. La demarcación: quiénes afuera y quiénes adentro. Podríamos impugnarlo y emplazar otro criterio tan arbitrario como el anterior, salvo que estemos dispuestos a diluir los límites para hundirnos en el todo (un océano idéntico a la nada). Pero en ese supuesto todo, seguiría faltando algo, siempre falta algo, de allí la posibilidad efectiva del arte y de la vida. ¿Y no nos habla de eso ramona? ¿No es arte y vida el eje de la discusión? ¿Querríamos impugnar, en cambio, los nombres propios? ¿O habría que denunciar, desde un provincialismo metódico, la invisibilización de otra ciudad distinta a Buenos Aires? Marcel Duchamp lo escribió en una carta a su amiga Ettie Stettheimer el 12 de noviembre de 1918: “Buenos Aires no existe”.

Ramona fue, es y será una revista porteña, una parte de la historia del arte argentino narrada desde el centro hacia los márgenes, sabiendo que Argentina, al ampliar la visión, se vuelve un país marginal dentro de la distribución histórica (S. XIX) del capitalismo, y por lo tanto del arte y su mercado. 

El hecho lo expresa con sagacidad borgeana Héctor Libertella (no en ramona, sino en una entrevista otorgada a Clarín): “si Argentina es un país periférico en el mundo, su escritor más periférico será entonces centralmente argentino. A mí me ha costado mucho sostener esta paradoja… ¡Cuanto más marginal, más central! No es que yo tenga un lugar definido, sino que es el lugar, sí, el lugar, el que no está ahí. ¿Se entiende?”.

Se entiende, Héctor. Y también se entiende que en un futuro podrán anunciarse otros volúmenes, nuevos volúmenes, sustentados en diferentes criterios, que reúnan el material desestimado en la reciente publicación, entre otros, ramona federal (título que corrobora la centralidad de Buenos Aires).

¿Y si probamos una lectura errónea de Ramona? ¿Si Borges leía la filosofía como ciencia ficción, no podemos leer nosotros la compilación de textos como una novela? ¿Bildungsroman? ¿Una novela realista? ¿Una vanguardista? Quizás sólo una novela, a secas, en donde despuntan sobrevivientes, náufragos, caciques y soldados, artistas, en una palabra, que tras veinte años de aquel nacimiento, están presentes, a su modo, en el recuerdo o en el olvido, como espectros invitados a una fiesta interminable.

El gran mérito de esta heterogénea unidad llamada libro, ese sedimento oscuro en el que cada uno colocó su pequeña semilla, reside en la capacidad para devolvernos a un tiempo ido, pero que sigue siendo, porque los debates en torno del arte perduran, porque las discusiones se repiten, porque vivimos en un país cíclico con problemas cíclicos. De todas maneras, a pesar de la repetición, del eterno retorno de lo mismo (única circunstancia propicia para la irrupción de lo diferente), en las últimas páginas, arrastrados por la inminencia del final, adviene una fina sensación de congoja. Cada quien inventará la causa, en mi caso, es una fervorosa nostalgia por lo no vivido (ramona salió en papel del 2000 al 2010, década agitada: menemismo residual, crisis, desempate cambiario, muertos, derrotados, cierta resurrección). 

Pensándolo bien, resulta complejo seleccionar un pasaje para cumplir con la palabra empeñada, habiendo como hay en Ramona, textos exquisitos, polémicas asesinas, artículos de una lucidez lacerante, diálogos memorables. Subrayé no menos de veinticinco líneas candidatas. Sin embargo, a pesar de los subrayados, las elegí de forma automática apenas leerlas, aunque me faltaba todavía la mitad del volumen. Cuidado, quizás la elección no sólo responda al texto per se, sino al contexto, los 90, esa época trágicamente dorada. 

El historiador inglés Eric Hobsbawm dictamina la existencia de siglos cortos y siglos largos; el XX, según sus parámetros, sería corto, va de la Revolución Rusa a la Caída del Muro de Berlín. ¿No podría, entonces, siguiendo su lógica, haber décadas largas y décadas cortas? Los 90, a riesgo de equivocarme, sería la década más larga de la historia Argentina, una década que abarca, extrañamente, casi un siglo, desde 1930, con el primer Golpe de Estado a un gobierno constitucional, hasta nuestros días. Una década secular, infame, maravillosa. Ahora bien, con los 90 cronológicos se terminaba el milenio, con el milenio nacía ramona: el sueño de nadie, bajo tantos párpados.

Gumier Maier escribió para las Jornadas de Crítica de 1996 “Abajo el trabajo”. Si la suerte me acompaña, las líneas finales de su ponencia cumplen con la expectativa señalada al comienzo, en la parte está el todo, en el fragmento la totalidad, en el punto la recta, y si no lo hace, a lo mejor se acerca, que no es poco, y si tampoco se acerca, lo anuncié desde un principio, habré sucumbido majestuosamente a las mieles del fracaso: “Goce, emoción, belleza, son términos devaluados. Una operación de clausura verborrágica sobre lo indecible del arte. Porque el arte, como la vida, no es un problema –y menos aún un trabajo–. Es un misterio”.