Poemas conurbanxs
Por Charly Gradín
Dibujo por Steinberg
Cuando leía los poemas de Méttola y Morfes pensé en un tema frecuente en la literatura: la ciudad como escenario de encuentros y alejamientos entre enamoradxs.
Pensé en Rayuela, donde Oliveira y la Maga se pasan toda la novela caminando por París, cruzándose de casualidad por la calle, o intentándolo; y en los poemas de Tuñón, donde siempre hay una invocación a una mujer que pasó, o llegará alguna vez, con esa ensoñación de las ciudades portuarias, donde todos parecen formar parte de historias legendarias, o de rumores intercambiados en las mesas de un bar. Y pensé en los poemas y ensayos de Cecilia Pavón, donde el amor siempre es el horizonte más o menos lejano de todas las experiencias valiosas de la vida urbana, que en su caso se circunscriben muchas veces a las fiestas, las muestras de arte y los recitales de poesía.
A la vez, la literatura está hecha de ciudades hostiles para el amor, surcadas por poetas enamoradxs, decididxs a atravesarlas o a punto de darse por vencidos. Algunos buscan formas de huir de ellas, otros las recorren en busca de sobrevivientes. Mientras leía estos poemas pensé en Bolaño, con sus historias de investigadores dedicados a buscar poetas perdidos y perdidas, siempre atravesados por historias de amor donde se reflejan, o les gustaría ver reflejadas, las suyas. Y pensé en la ciudad de Baudelaire, el laberinto de ruinas y callejones donde el poeta parece enamorado de algo monstruoso, a la espera de surgir cuando todo termine de desmoronarse.
Después me acordé de una película que vi hace muchos años, cuando todavía había televisión por cable, que transcurría durante un ataque nuclear a Los Ángeles. Mientras el misil avanzaba rumbo a la ciudad, se desataba una estampida, las calles se llenaban de batallas campales y saqueos, y una pareja trataba de llegar, cada uno por su lado, hasta un punto de la ciudad en donde habían quedado encontrarse para su primera cita.
Por último, en un sitio web dedicado a recopilar fotos de graffitis leí hace un tiempo una reflexión: “La ciudad últimamente se convirtió en el conurbano de Internet” (Alejandro Chuca en Escritos en la calle).
Desde esta mezcla de ideas e impresiones leí los poemas de Méttola y Morfes. Los dos libros, reunidos en un solo tomo, tal vez por la sugestión de leerlos juntos, o por la sorpresa de encontrar dos libros compartiendo el mismo espacio disponible, haciéndose lugar mutuamente, me parecieron parte de esta serie de testimonios escritos desde la urgencia y la crisis.
Los poemas de Méttola parecen pequeñas cartas de amor. No tienen un/a destinatario/a preciso/a, y no está claro si este/a permanece constante a lo largo del libro. Muchas veces parecen mensajes sin responder, archivados en casillas de correo o ventanas de chats abandonadas. La impresión tal vez proviene de ciertas referencias al entorno de las redes digitales. “un poema que es un meme que es un dibujo «, dice al pasar un poema, mientras otro refiere a dos o tres likes y avisos de mensajes vistos. Y todos parecen escritos para retomar un diálogo pendiente, una charla marcada por el destiempo, la espera de respuestas por llegar.
Los poemas no son tanto declaraciones de amor como invitaciones a pensar una relación actual, posible o sucedida en el pasado, donde se trata de decir por dónde pasa una línea invisible, por ejemplo, la que separa el amor y la amistad. Estos chats tienen, o buscan, la intensidad de las antiguas cartas de amor, si es que estas cartas alguna vez existieron.
Algunos fragmentos de estos poemas que leí como conversaciones virtuales:
«cuando miro rogando por algo que todavía
no puedo decir
una suerte de súplica
siempre estás vos ahí
también cuando cierro los ojos y miro
[dentro mío
también cuando miro cualquier cosa en la naturaleza
una flor, el río, de hecho la luna o una piedra»
Y en otro poema:
«te dediqué muchos días, muchas horas,
ahora siento que no hay espacio en mí para vos,
crecerás sola,
como las plantas».
Estos mensajes tienen la marca de los textos digitales, incompletos por definición. Todos los textos de Internet son, en algún punto, conversaciones de chat con el visto clavado a la espera de una respuesta, como la que parecen esperar estos poemas. Todos los mensajes digitales tienen algo de monólogo interior, de pensamientos en voz alta escritos en soledad frente al espejo de la pantalla, que asumen la posibilidad de que nada se salve, y todas las palabras corran el mismo destino extraviado de los mensajes de la red, y se disuelvan en el océano de textos antes de llegar a destino, y de recibir la respuesta esperada.
En relación a esta incertidumbre, el deseo es otra de las experiencias que atraviesan los poemas: «quiero que quieras / un mundo nuevo de ciencia ficción». A pesar de esas ganas no correspondidas, los poemas siguen escribiendo sobre el deseo proyectado a futuro: “Soy una máquina de intentos de cosas para hacerte feliz / efímeras fugaces / que duran menos que el brillo de esas estrellas, / que vimos”.
Un monólogo que me gustó:
«Lobito estresadx
…
me he querido apropiar de la luna
pero es ella la que me ha poseído
y ahora no se si esto que tengo frente a mí
es todo lo que quiero: una meseta
desde la cual aullarle a la luna
con mis mechas grises hechas un nudo;
no hay un solo rostro de mi ser que
[encaje en este mundo
ni un solo milímetro de materia que te
[haga aceptarme
como soy,
me pregunto.»
Las de Morfes creo que también son cartas de amor, pero menos evidentes. Su destino aparece recién al final del libro. Se presentan como observaciones, «esfuerzos descriptivos» como los llama un poema. Se asumen como intentos de enfocar la mirada sobre aspectos del mundo asumidos sin interés; pensados desde el agotamiento físico y mental: «¿Para qué el trabajo de transcribir esa sorpresa ordinaria y repetida?», se pregunta un poema; y acota: «Zumba la cabeza».
Pero los poemas extraen observaciones cargadas de lucidez y precisión. Uno se pregunta qué inspirará el fanatismo de los seguidores de Marta Argerich, y se da por vencido aunque pueda sentir su devoción, y compartirla. Otros indagan los motivos de la presencia de ciertas cosas en el mundo, o la ciudad, y su significado. La calle Méndez de Andes, por ejemplo, de la cual dice:»Hay chinos, / hay la inevitable asimetría de un barrio / que se ensancha. Sin consuelo / peregrinan su edad madura los vecinos de esta calle. / Modestos y raleados canteros, flacos y sin porte / los perros que pasean por Méndez».
Más alejado de Internet que los poemas de Méttola, el conurbano de Morfes necesita de un esfuerzo por encontrarle brillo o sentido a sus cosas.
Más que rescatarlas, las comprende, impulsado por sentimientos de piedad.
En otro poema declara:
«sonidos de las ruedas metálicas
de los vagones, sonido del corazón de los
banderilleros, los puchos que prenden
los que perdieron el Sarmiento. ¡Cómo los entiendo!».
Un poema está dedicado a una estatuita de plástico de la virgen, colocada en el escritorio de trabajo del poeta: “me olvido que está ahí”, dice. Pero más adelante declara, como en el resto de los poemas, un deseo por comprender, con tono resignado y sin llegar a ninguna conclusión. El poema deja asentada su compañía tangible.
Es más difícil de entender estos poemas como cartas de amor, hasta el último poema del libro donde todas las disquisiciones anteriores aparecen reunidas bajo el título de “Los otros temas”, convertidas en preguntas y observaciones referidas a un universo amenazante. El poema es una manera de descartarlas; y a continuación, y para terminar, le agradece a alguien la salvación a través de su compañía.
*Texto leído en la presentación de los libros Historia de amor no correspondido con una montaña de Florencia Méttola y Plugo de Sebastián Morfes (Tammy Metzler, 2022).