Humos y veredas

Por Marina Zuccon

En la biblioteca de una casa, en una isla del Egeo, me encontré con una edición turca del Atlas de Borges. Eligieron como tapa una imagen de Jorge delante de Santa Sofía. La foto es mala y parece un montaje. El texto titulado Estambul es muy corto y no dice mucho: “¿Qué puedo yo saber de Turquía al cabo de tres días?”. Siento que pueden pasar los años y estar varada en la misma pregunta “¿Qué puedo yo saber de Turquía al cabo de tres… décadas?”. No mucho, pero puedo contarles algunas historias del paisaje humano de mi ciudad adoptiva. 

Empecemos por aquí. Enfrente de nuestra casa hay un edificio anodino, pero que, retirado unos 3 metros de la línea municipal, tiene en su planta baja una serie de locales que crean un espacio urbano muy activo.  

La planta baja se desarrolla en dos niveles: medio piso enterrada bajo el nivel vereda y medio piso sobre el nivel vereda. En la planta medio nivel elevado, está el local de costurero y/o modista Yağmur. Un tipo simpático, vivaz, con cuerpo joven y cara de viejo. Trabaja de lunes a sábado y tiene mucha clientela. Es un turco muy nacionalista y te puede quitar el saludo si se entera de que tu nombre es armenio. Eso le pasó a una amiga, pero me dijo que después la volvió a saludar. Quizás se le olvidó o un día le perdonó la ascendencia.

A continuación del costurero hay un local de computación; luego dos hermanos treintañeros que son lutieres y arreglan guitarras. Después, un local permanentemente cerrado que supuestamente pertenece a una pareja de griegos con cuerpos de gigantes. Vienen de visita a Estambul solo unas semanas al año y allí se alojan, en ese local diminuto. Al final, el local de discos de pasta, Vinyl-manía. Su dueño es un cincuentón de pelo enrulado, largo y canoso. Tiene un look bonachón y siempre llega con su computadora portátil en un maletín, riñonera, remera negra y bluejeans. No recuerdo que haya entrado nadie a su local.

En la planta medio enterrada, hay un local cerrado y, a continuación, el puesto de comida Kelle söğüş, una especialidad que consiste en cabeza de cordero hervida (lengua , mejillas y contorno de ojos), que se come en frío. Lo atienden el papá de Ani y el papá de Arpi, dos amiguitas de mi hija Eva. Este local ocupa parte de la vereda con un kiosco móvil. Al cerrar lo cubren con una lona y lo corren a un costado, creando un rincón perfecto para que meen los borrachos de la madrugada. Hace unos días le pusieron una tira de led rojo en la parte interior. El kiosko, de noche, parece levitar sobre el piso.

Después está el negocio del electricista Kemal usta. Antes de la pandemia solían venir un señor mayor y su sobrino a visitarlo. El sobrino se sentaba en la puerta de nuestro edificio, se tomaba varias cervezas, y en un estado de ebriedad total comenzaba a insultar a su tío, le reclamaba dinero, trabajo, atención, etc. Los gritos del borracho una vez por semana eran parte de nuestro paisaje habitual. Con la pandemia se fue el señor mayor, y el sobrino no volvió. A continuación, un negocio que vende mide, mejillones rellenos con arroz. Aparentemente solo venden por pedido. Abrieron hace poco, cerraron enseguida, volvieron abrir y ahora sigue cerrado. Y, por último, está Livadi, la misteriosa casa de té y narguile de Birol. Ocupa con sus mesas redondas de madera y pie cromado, y sus sillones símil mimbre, casi toda la vereda (usurpando espacio que por contrato no le corresponde, cosa que parece no importarle a nadie). 

Birol es un tipo alto, delgado, con barba, y panza de estar sentado. Es muy cordial, sigiloso y solidario. Su presencia me resultaba indistinguible hasta que participó de un desagradable episodio. La vecina que vivía en el departamento debajo de nuestra casa se encontró en las escaleras con un borracho que se metió en el edificio, y empezó a gritar. Birol retuvo al atacante hasta que llegó la policía y la víctima fue hospitalizada en medio de una crisis de nervios. El desconocido de saco de lana pasó a ser una especie de héroe por quien tomé respeto y comencé a saludarlo cada vez que salía de casa. Birol es religioso, los viernes realiza el rezo y lo he visto leyendo el Corán en varias ocasiones. Habla con una tonada diferente, no es de Estambul, muchas veces cuando me habla simplemente le contesto con una sonrisa. Siempre alguien se sienta a charlar con él, y empecé a reconocer algunos interlocutores cotidianos, por ejemplo, una mujer muy sexy que intercambia miradas intensas con el padre de Arpi.

Con la pandemia se prohibió el narguile, (esa pipa de vapor de agua que se comparte entre varios), pero a pesar de estar muchos meses cerrado y sin ningún tipo de subsidio, el boliche de Birol subsiste vendiendo té. O de algunas otras maneras sobre las que me la paso especulando. Lo curioso es el tipo de feligresía que concurre al lugar. Principalmente jóvenes y adolescentes de entre 16 y 25 años. Birol, además de limonada, te, café turco y gaseosa, ofrece tableros de backgammon, y un espacio cerrado en el subsuelo que tiene la extensión de todo el retiro, unos 3 por 20 metros. Es un espacio lúgubre, sin ventanas, donde supongo que los jóvenes encuentran un lugar de privacidad. ¿Qué hacen allá adentro?

En general la ocupación del lugar es menor a la mitad de su capacidad, entre los habitués hay una pareja de unos cuarenta años, que viven en la misma cuadra. Ella es una mujer gruesa y bronceada, usa collar de perlas, pelo recogido y se sienta apoyando las piernas en otra silla. Tiene un look deportivo, sin necesariamente tener el cuerpo torneado. Él es más delgado y musculoso, pelo corto afeitado al costado, remera sin mangas. Podría estar atendiendo una dietética en Almagro. Por lo general tienen visitas, otras parejas de su edad. Usan el espacio como el jardín o terraza que no tienen. Una vez la señora se le acercó a un cartonero y le ofreció comprarle comida y una coca. Charlaba con él mientras el muchacho aplastaba los cartones subido al carrito hecho con bolsa de arpillera plástica. Después de entregarle la comida, lo filmó mientras conversaban. 

Esto lo veía todo desde el balcón o la ventana de casa, donde Eva vigila que lleguen sus amigas Ani o Arpi para bajar a jugar con ellas. Durante el confinamiento yo llevaba mi silla plegable y el playón de Birol fue pista de bicicletas, de baile, de carreras y de acrobacias. Cuando el local volvió a abrir, empecé a sentarme en sus mesas. A pesar de vivir en una ciudad completamente diferente y nunca despabilarme del todo de mi letargo turístico envuelto de asombro, sorpresa e incomprensión, tengo que admitir, a estas alturas, que me la paso buscando y encontrando lugares familiares.

*Editora invitada, Marcela Sinclair