Un collage de mugre y brillo
a propósito del libro No me importa que me ames de Jacqueline Golbert
por Delfina Korn
dibujo por Renata Molinari
Cuando su jefe Erótido despide a Jacqueline del trabajo, ella le responde: «No me importa que me ames». Esa conversación solo es posible porque en la relación con un jefe, el amor, el poder y las vicisitudes propias de la relación padre-hijo se confunden en partes iguales. Él la contrata para llevar adelante su confitería El Cortejo (nunca mejor nombrada porque allí, además de café, se sirven todo tipo de intrigas, chismes y affairs) pero un día, tras pedirle que le traiga un tostado de jamón y queso y mientras hace las enloquecidas cuentas de su negocio, él le confiesa el verdadero motivo de su contratación: quiero que cuentes mi vida, le pide a ella, que además de moza y administrativa (la más caótica de todas las administrativas del mundo, a la que se le cae plata de la bolsa camino al banco), es escritora.
Por la confitería pasan Silvia Süller, Joaquín Furriel y otros famosos. Pasan marchas a favor y en contra del aborto. Pasan por la tele y pasan por la calle -lo que está pasando en la calle sale por la tele-, porque la confitería está ubicada en el Microcentro porteño, al que el tango acusa de pervertir a la gente, de hacerle olvidar su origen y llenarse de ínfulas y ambiciones que terminan siempre en trágica amargura. Un lugar privilegiado para ver pasar la vida, para atestiguar el bochinche. Sede de la fama, del caos político y social, del teatro de revistas, con sus plumas fucsias, sus conchas y sus concheros. Un Microcentro sucio, plagado de papeles en el piso que ofrecen cosas: prostitución, embragues para el auto, técnico de computación a domicilio. En el Microcentro toda esa materia humana que es producto del deseo es aplastada por los coches y por las pisadas de la gente. Todo termina siendo compactado y mezclado y transformado en un gran collage de deseos y mugre.
También en los pasillos de El Cortejo hay collage y hay mugre. El lugar tiene varios salones y un sótano, donde pasan las cosas más interesantes. En ese contexto, la narradora aprende sobre la vida, sobre el hurto, sobre la venganza, sobre tener que ir a dar la cara ante el chino del supermercado de al lado, a quien su jefe le pide plata prestada constantemente y no se la devuelve. Sostenida por un supermercado chino, la confitería es en sí misma sostén de otras cosas, que en su mayoría tienen que ver con la vida personal de Erótido, su dueño: obras de caridad que realiza para personas que rescata del programa de Anabela de Crónica, o cheques a su exmujer en Paraguay que él hace a la narradora -a quien llama «señorita» durante toda la novela- ir a enviar por Western Union.
Los seres que llegan a El Cortejo son como ángeles: no se sabe de dónde ni cómo han llegado hasta ahí, cómo han hecho para mantenerse con vida hasta el momento en que aparecen en la confitería. Tienen algo de alados: por ejemplo, una mujer colorada agarrada al mostrador le pide a la narradora «mi amor, ¿me das hielo?», con una bolsa blanca de plástico medio rota en la mano. Todo se sostiene apenas de unos pocos clavos maltrechos. Las vidas de los personajes parecen armadas como para poder salir corriendo en cualquier momento, todos son prófugos de algo, y los que no, terminan siéndolo por fuerza de las circunstancias y el contagio que produce el mismo lugar. Pero es esa cualidad, la de ser unos fugitivos de la justicia, unos huidizos de la ley, lo que les permite erotizarse, odiarse, pelearse, enamorarse. Como dice una famosa canción pop, encuentran el amor en un lugar sin esperanza.
La novela registra el río de las vidas de las personas que transitan diaria y nocturnamente la 9 de Julio. Por las calles y avenidas de nuestra ciudad corren ríos invisibles; hay embarcaciones, nadadores, botes. Personas en movimiento. Esta novela da cuenta de ello.