Para vestir fantasmas
Dibujo por Andrés Aizicovich
I: CÁLMESE, SEÑORA
Estoy llorando frente a una pintura. En la nueva sala de Piedras Galería las paredes son de color verde musgo y aunque no hay ventanas sé que afuera hay sol.
Es un hecho extraño, una pintura que afecta un punto específico del cuerpo como si estuviese dotada de dedos, libera algún tipo de tensión o espíritu y súbitamente te deja en ese frágil lugar. Es la segunda vez que lloro con una pintura. La primera fue frente al Jardín de las Delicias: definitivamente las obras que logran una afectación muy tangible en un cuerpo son en más de un sentido RARAS.
Temblores en la cara, tensión en la garganta, se relajan los músculos de la frente y las lágrimas caen. Contra todo pronóstico estás llorando frente a una pintura.
Imagino la piel de mi abuela a quien amo y me emociono al mismo tiempo que una cadena fantasmal de ADN me endereza los conceptos de un tirón. Pienso que en el camino hacia la vejez el paso del tiempo nos usa de lienzo para pintar manchas como las que pintó Josefina Labourt, miro mis propias manos e intento visualizar cómo van a ser en cincuenta años.
Devenir señora ¿Quién nos va a cuidar cuando seamos viejas? Si es que alguien nos cuidó alguna vez.
En el trajín mental de ir rápidamente hacia atrás (mi abuela) y luego hacia adelante (mi propia vejez) me mareo. Como bajo un encanto, una catarsis o quizás simplemente una buena curaduría estoy desplazada temporalmente.
¿Pero qué es esta macumba? Es como si las manchas y las líneas del óleo me obligaran a una percepción totalmente ubicada en el presente mientras pretende proyectarme al futuro y al pasado. Si, pero todas las obras hacen eso. No, la verdad es que muy pocas obras hacen eso.
Lo que hace una obra es lo que hace una obra en un mundo en un cuerpo. Por eso cuando Josefina dice que el cuerpo es lo más valioso le creo.
II: ¿LESBIÁTRICO? NO VEO POR QUÉ NO
En Moria hay luces de neón y más personas que en la galería anterior entonces abandono rápidamente toda la performatividad de señora que se me había generado. Encuentro a Aurora con la mirada, está en la sala en la que se expone su muestra Nebhundular.
Creo que ya te lo dije mil veces, pero cada vez que te veo pienso en mi abuela me dice Aurora.
A esta altura del relato estoy entregada la macumba que me descoloca temporalmente y convencida de que Dios se nos presenta a lxs que crecimos en hogares ateos de las formas más misteriosas.
Me río, me reconforta poder sentirme una señora otra vez porque las subalternidades que son excluidas de la sociedad pueden darse ciertas licencias sociales. Le cuento acerca del episodio en Piedras, de las sensaciones que había tenido con el cuadro de Josefina y de ese miedo a la soledad en la vejez que había aparecido en las charlas surgidas en la muestra anterior. Me dice que con sus amigas piensa mucho en la idea de lesbiátrico.
En Nebhundular hay muchos hilos enrulados. Elijo uno y lo sigo con la mirada, pienso en esa obsesión por eliminar las líneas de expresión que tiene el mercado antiage orientado a señoras cada vez más jóvenes. Muy lejos de querer eliminarlas Aurora Clara Castillo sabe aprovechar las líneas de la expresión, aunque sean del metal más pesado, enrularlas y unirlas unas a otras para conformar una comunidad, por lo que intuyo que su lesbiátrico tendría gran éxito.
¿Ves? Estas son tres amigas charlando me dice la galerista señalando una obra de Aurora. Las miro, se mueven. Hablan entre ellas a través de unos cables. Levanto la mirada, veo otras obras de la misma familia, telas impresas muy livianas que bailan suavemente cuando las toca el viento. Algunas de ellas llevan inscripciones, pueden ser códigos, pueden ser recuerdos, partituras o tatuajes. Para devenir señora: inventar nuevos códigos, compartirlos con nuestrxs camaradxs
III: NEO-SEÑORAS: UN MUNDO DE COLORES (Y DE IMAGINACIÓN ♪)
Rocío Englender es florista y sabe que sólo ciertos tipos de flores como la siempreviva son lo suficientemente durables como para ser utilizados en una obra de arte que pretende mantenerse en pie a lo largo del tiempo. Ejercer la floricultura se parece más a vivir como un leñador que a vivir como una primera dama: es necesario amigarse con las manchas de pasto, las ramas gruesas y difíciles de cortar, las espinas de las rosas y el peso de las tijeras de poda siempre en el bolsillo. Por otro lado, cualquier trabajador floral que haya viajado cotidianamente a Barracas al fondo a las 4 de la mañana para comprar ramas de eucalipto, margaritas o tulipanes sabe perfectamente que la floricultura es un mundo predominantemente masculino.
Trabajar como florista también es como trabajar en una morgue. La descomposición avanza sola, pinta manchas, elimina partes; pero todo con la ligereza con la que la artista diseca una docena de rosas y las pone adentro de un guante. Un guante que como cualquier prenda sin un cuerpo adentro nos indica la presencia de un fantasma. Pensemos en una rosa recién cortada como una entidad no humana en un pasaje de la vida a la muerte que -al igual que los fantasmas- puede ser escuchada y entendida. No por nada las flores han sido grandes aliadas en los ritos fúnebres.
Desconfío en el mejor de los sentidos de la aparente inocencia que destila Rocío, la muestra individual de Englender en esta Sala B de Moria Galería. Como el rocío que moja los pastos a la mañana, las obras de la artista contrabandean pequeñas rebeldías y de forma casi imperceptible están ahí regando las raíces de algunos que yuyos que ni sabíamos que existían. Vaporosas tramas de ensueño en las que una flor puede ser una nueva extremidad, en las que es posible tener pelo en cualquier lugar.
Las obras son huellas, es obvio que sus manos y sus pies estuvieron ahí pero también es claro que no están; la sensación es la de un tiempo inmediatamente pasado en la que es necesario preguntarse quién estaba acá y por qué dejó todas estas marcas a través de un trabajo de hormiga silencioso y organizado. Rocío repite su nombre, aunque incomode, hasta que pierde el sentido, hasta volverse ella un fenómeno físico-meteorológico. La idea de repetir nombres me transporta a un pequeño instante en el bajo astral. En las ocasiones más inhumanas las feministas repetimos los nombres para buscar los cuerpos, para que las injusticias no queden enterradas en el silencio.
Levanto la mirada y la veo a Rocío, nos saludamos, sonreímos. Quiero decirle algo sobre su muestra pero no se bien qué, lejos del rito fúnebre sus obras me reconfortan y hasta un poco me hacen reír, no como si ellas fuesen objeto de burla sino como si estuviesen intentando contar un chiste.
Cierro tres segundos los ojos, vuelve la pregunta por la soledad, pienso en la compañía de los fantasmas y en cómo Rocío les puso corpiño y bombacha para mirarlos de frente.