La implacable ética del crítico

Por Manuel Quaranta

Dibujo por Myriam Holgado

Siempre se festeja la irrupción de una nueva editorial, más si sus libros son objetos sutiles, concebidos con exquisito talento. Pero la novedad en sí no implica necesariamente un festejo, ya que la novedad por la novedad misma se desvanece en el entramado de algunas producciones actuales cuya verdadera motivación resulta injustificada, en el mejor de los casos. ¿Cuál es el mérito de incorporar al mercado una novedad que no renueva nada? La reproducción misma del mercado, es decir, ahondar en el infierno de lo igual. Pero el capitalismo y sus vicisitudes contemporáneas no son nuestro tema, o al menos, no nuestro tema principal. 

La piedra en el estanque es el primer libro de la editorial Carimbu, que compila textos curatoriales, ensayos y notas periodísticas (incluidas en un fanzine separado del ejemplar mayor) de Francisco Fernández, crítico de arte nacido en Ledesma, Jujuy, en 1935. 

El lector podrá confirmar que la escritura de Francisco Fernández adquiere desde el comienzo visos de ambigüedad, al emplear términos a priori negativos para encomiar a los artistas sobre los cuales escribe: “cauteloso”, “tímidamente, “terquedad”, “se equivoca menos que otros”. Esta es una marca decisiva de sus intervenciones: la indefinición. A pesar de que el tono empleado sea firme, seguro, casi militante. 

Los de Fernández son textos de una ambigüedad extraña (o extrañada de sí), en los que una cosa parece significar otra. En esta línea, el crítico, cada vez que se apresta a tomar partido por un modo de comprender la práctica artística, trae a colación otro modo de comprenderla, incluso contrario, evitando así que su letra se vuelva proclama (¿letra muerta?). Fernández apuesta por la tensión, vuelve una y otra vez sobre lo mismo, porque los problemas son inagotables y nunca una discusión queda superada ni saldada, sino más bien en suspenso.

A medida que avanza hacia los ensayos, el libro cobra densidad teórica, espesor conceptual. Sin embargo, al leer los textos curatoriales de la primera parte, ya se pueden vislumbrar las recurrentes obsesiones del autor: forma (arte por el arte) o contenido (compromiso, denuncia); el valor intrínseco de la obra o la incidencia del contexto histórico (en sus facetas ideológica, económica, política); los márgenes («el interior») y el centro (Buenos Aires). Esta sería la trilogía perfecta de Fernández, temas que aborda, implícita o explícitamente, en cada uno de sus incursiones textuales.

En tren de precisar, diría que su modus operandi está marcado por el conflicto (hecho patente en las notas periodísticas, donde brota con toda evidencia su fervor polémico) con posiciones contundentes, claras, fehacientes y, en simultáneo, horadando su propia contundencia, lo que le impide naufragar en el mar de lo unívoco: “Los datos identificatorios de nuestra cultura visual surgen, renacen y se transforman permanentemente” (p.84). 

Entre el devenir (lo extraño) y la permanencia (lo propio) aparece la siempre espinosa cuestión de la identidad. ¿Lo argentino? ¿Lo latinoamericano? ¿Prototipo? ¿Carácter puro? En ambos casos, argumenta Fernández, se pierde de vista “la condición básicamente mutable de nuestra realidad, así como su carácter heterogéneo y hasta contradictorio desde el punto de vista cultural” (p.75). Es entonces en ese carácter mutable de la realidad que Fernández afinca el carácter mutable de su escritura para sumergirse en un “problema más que serio: la integración cultural de nuestro país”.  

Tal vez el texto central del libro sea “La cuestión de la identidad en el arte argentino”, aquí Fernández revisa varios conceptos, profundiza en ellos, casi como un legado para las futuras generaciones (lo escribe en 1994), dejándonos un pasaje que funciona como síntesis de su poética: “La permanencia y el cambio, lo general y lo particular, lo centrífugo y lo centrípeto, la necesidad de pertenecer a un medio propio y la urgencia de explorar en busca de experiencias innovativas, determinan un movimiento pendular que genera respuestas nunca definitivas” (p.76).

No quiero cometer excesos hermenéuticos, pero desde sus iniciales  (F.F.) ya se observa una tendencia a la repetición, la insistencia, un vaivén que nos remite a un dato biográfico. En 1956 Fernández se radica en Córdoba para continuar sus estudios y acaba siendo ascensorista en un hotel, dato que a su vez nos remite a otro, tras las continuas amenazas y el cierre del periódico donde trabajaba, Fernández se exilia en México junto a su compañera, Myriam Holgado (a ella pertenece la imagen de la contratapa de La piedra en el estanque), y vuelve con el final de la dictadura. Ida y vuelta, sube y baja. Movimientos, fluctuaciones. No es casual entonces que la editorial Carimbu, con sede en Buenos Aires, haya presentado el libro en Tucumán y en breve se apronte a realizar una segunda presentación en la Capital.  

Un episodio pinta de cuerpo entero al crítico. En el marco del Salón Provincial de Tucumán (1966), cuando Fernández debe expresarse públicamente sobre el segundo premio obtenido por su compañera, se excusa: “razones de ética profesional impiden al autor de este comentario referirse a la entrega de dicha artista”. 

Hace poco escribí sobre la compilación de textos de ramona, un ejemplar enorme, con decenas de textos y autores, anclado en el centro cultural del país. El volumen sobre el que hoy escribo pareciera estar en las antípodas, un libro breve, de uno solo autor, desconocido para el gran público del arte centralizado, sin embargo, ambos comparten un núcleo común, el intento de reflexionar sobre las producciones artísticas sin cerrarle la puerta a los cuestionamientos, o, como dice Fernández, “una búsqueda que no cesó nunca, que recomenzó siempre desde el último punto alcanzado para ratificar la diferencia en la reiteración”. 

Una vez más: ¿Cuál es el rol del arte? ¿Qué papel le cabe en la sociedad?