Caminás hacia el museo Peggy Guggenheim, atravesando ensortijados pasadizos. Excepto los lugareños, el método de caminata en Venecia es encorvado mirando el mapa en el celular, no hay forma de no desorientarse entre los puentes, callejones y pasillos que llevan a la nada. Finalmente, tras una caminata de 40 minutos para atravesar una distancia de unas pocas cuadras, ingresás a través de un patio central al museo. Comenzás por la colección permanente, centrada en arte moderno: te recibe un clásico de Constantin Brancusi, Uccello nello spazio, en una sala acondicionada como si fuera el living de Peggy. Reafirmás tu amor un tanto culpable por Dalí: dos de sus pinturas te sacan el aliento. Hay un DeChirico de su mejor época metafísica. Giacometti, Malevich, Duchamp, Mondrian, todas las figuritas. Hay una obra imponente de Picasso, La Baignade, que está en casi todos los manuales de arte del s.XX. Muchos Pollock, incluyendo algunos de su no-tan-conocida etapa como cubista. Pero la sorpresa mayor es el encuentro con obras con las que te formaste a través de reproducciones: L’Empire des Lumières de Magritte, una pintura que siempre quisiste ver en vivo (y en la que se inspiró Mariana Tellería para su intervención en el museo Castagnino de Rosario, hace unos años) y sobretodo El vestido de la novia de Max Ernst: recordás tu ingreso al IUNA, cuando en una consigna que pedía reproducir en lápiz una obra elegiste esta, copiándola de un libro de la colección Grandes pintores del s.XX de la editorial Globus. La muestra temporaria es una retrospectiva de Jean Arp: grandes tallas en formas orgánicas biomórficas en piedra caliza y yeso.
Cuando salís el clima mejoró notablemente. Una amiga te escribe por whatsapp invitándote a una recepción al artista Nëil Beloufa. El panorama de tomar unas copas te entusiasma, aunque también quisieras seguir la recorrida y ver la retrospectiva de Luc Tuymans en el Palazzo Grassi.

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