Yo me muero como viví

Por Jimena Ferreiro

Dibujo por Sandro Pereira

Hace días que intento recordar la primera vez que supe de Gumier. Todavía no logro revelar el grado cero de ese saber y tal vez no importe precisar ese dato. El ejercicio me resulta tan absurdo como necesario porque no fui amiga de Gumier y ni siquiera residía en Buenos Aires mientras lideraba, como un faro incandescente, una parte importante de la escena del arte de los 90. 

Los 90 fueron históricos desde su propia formulación porque alumbraron una nueva cultura que se impuso abruptamente buscando contrastarse con un pasado telúrico de violencias sistemáticas y de vidas burocráticamente administradas. Los 90 (que comprende incluso todo lo que vagamente se entiende como tal, asumiendo la generalización y el error metodológico) fueron estridentes, estelares y tan extrovertidos como trágicos. Las privatizaciones y el sistema de modernización del Estado actuaron de telón de fondo para desplegar una ficción cautivante, mientras se profundizaba la desigualdad social y la crisis del SIDA se volvía un fantasma disciplinador.  

Gumier fue obstinado y vehemente, inteligente y provocador, y brilló intensamente durante esos años bisagra para la historia cultural de nuestro país, hasta fugarse al Delta con la llegada del nuevo milenio donde pasó sus últimos años. Prácticamente dos décadas estando tan lejos como cerca, ensayando una forma de autoexilio y de refundación. La nueva vida isleña le permitió construir una red afectiva de vecindades y esbozar una táctica anfibia mientras mantenía intacta su capacidad de polemizar y el vínculo remoto con la escena del arte a la cual perteneció. Entre el mundo analógico y el digital, entre la presencia y la virtualidad, entrando y saliendo, ahí lo volvimos a encontrar a Gumier en la arena pública de las redes sociales en el momento exacto en que Facebook dejaba de ser el álbum familiar y el lugar de citas, para transformase en el espacio para la contienda política. 

La fuga de la ciudad aconteció progresivamente entre la pérdida de su compañero Omar Schiliro en 1994, las revueltas populares de 2001 y el asedio de una buena parte del sistema del arte que desplegó su batería crítica contra Gumier y sus años de gestión en la galería del Rojas entre 1989 y 1996. A veces tiendo a pensar que la materialización total de su programa artístico-curatorial que culminó con el Tao del Arte (ese otro texto-manifiesto que acompañó la exposición del Recoleta en 1997), encontró su real dimensión espiritual en río frente a las inclemencias climáticas, el ayuno forzado y la desconexión oscilante que lo ayudaron a tomar distancia de la coyuntura. En la mejor tradición moderna, tan ilustrado como salvaje, Gumier se volvió en parte un ermitaño y comenzó a construir (creo que sin saberlo), su propio mito. 

No puedo negar que imaginar su vida solitaria me hace pensar en el sino trágico de otrxs artistas que pusieron el cuerpo y que, incluso, experimentaron el dolor físico. Gumier es parte de esa genealogía de artistxs bastardos, tan centrales como marginales, por eso me interesa menos volver sobre las coordenadas epocales de los 90 –sobre las cuales se ha ocupado extensamente la producción historiográfica reciente y la crítica contemporánea–, sino más bien pensar el modo en que Gumier encarnó algunos rasgos idiosincráticos de la cultura local. Me refiero a ciertas recurrencias que trascienden incluso la ley del acontecimiento y que hacen síntoma en su sistema de pensamiento y en su praxis vital. La insularidad, el gesto fóbico frente a la cultura de la apertura (a pesar de ser Buenos Aires una escena de tradición cosmopolita, una zona “abierta” en palabras de Marta Traba) y el goce en el fracaso como operación cultural. “Parece que la necesidad de salir es equivalente a la de volver”, señala Andrea Giunta revisando las aventuras internacionalistas del pasado, y continúa: “¿Una frustración, una imposibilidad, o simplemente una necesidad, un deseo irrenunciable?”1 El sino trágico también radica en este movimiento pendular, en el dibujo en zig-zag de los itinerarios artístico-intelectuales como el de Gumier, en la expresión cabal de un deseo mientras se atenta contra esa voluntad.

El arte contemporáneo es un acto de fe, una fantasía que se sostiene las más de las veces por el trueque y la acumulación desigual del valor simbólico, que opera mediante la distinción y la exclusión, que invisibiliza las relaciones sociales de poder y que nos envuelve con su magnetismo y sus encantos de placebo. Gumier logró condensar estas paradojas y volverlas instrumentos para una política del campo que fue necesariamente diferente luego de sus intervenciones. Estratega e intuitivo, sofisticado y pasional, Gumier cambió las reglas del arte en una extraña manera de decir callando. Expresión de ello fue la edición de Curadores en 2005, bajo el sello de Libros del Rojas durante la gestión de Fabián Lebenglik, donde reunió entrevistas a más de 30 colegas, con un prólogo escueto y sin demasiada argumentación. Un libro que compré casi de inmediato y que aún conservo, testigo de un vínculo personal que fui reconstruyendo a través del archivo y la memoria oral de muchxs de sus protagonistas. Me costó mucho entender “el Rojas”, pero no quiero detenerme ahora en la condición “incomunicable” de su ethos, como lo afirma Mariana Cerviño. 

Pero finalmente hubo un día en que logré conocerlo personalmente. Fue en Buenos Aires en 2015, cuando todavía se animaba a viajar a la ciudad, con la excusa de visitar la exposición que presentó en Mite (Ser germano, retrato de mi madre y otros dibujos de 1978). Habíamos cruzado previamente algunos correos y mensajes de texto y por fin había logrado convencerlo del encuentro. Me recibió con amabilidad y una sonrisa y enseguida se armó un Fernet con coca que sacó de su mochila. Hablamos largo y creo que lo grabé (parte de esa conversación se incluyó posteriormente en un libro de mi autoría) y después nos fuimos al Kentucky que está en la esquina de Santa Fe y Anchorena. Estábamos en la vereda y había mucho ruido. Desistí de grabarlo y comencé a tomar algunas notas hasta que reparé en que simplemente quería pasar un rato más con él. La despedida fue entrañable con un fuerte abrazo y la promesa de volver a vernos. Necesité caminar hasta mi casa para procesar un poco las sensaciones que me invadían. Todavía no sé muy bien pero sentí ganas de llorar en una mezcla rara de alegría y tristeza, un poco como me pasa con muchas de sus obras: tan decadentes como vitales, tan nostálgicas como amnésicas. Para muchxs los 90 fueron una fiesta, pero a mí me dan siempre ganas de llorar. Después lo volví a ver, e incluso solíamos estar en contacto, pero me gusta la ficción de imaginar este relato como el único.

Me genera profunda tristeza su muerte y que haya sucedido a 20 años del 2001. Designios de la historia, pero no quiero caer en una nueva sobre interpretación. Pienso que lo mejor que nos puede pasar es que Gumier se trasforme en una bruma que se espese cada tanto y se disipe para abrirnos camino. A mí también me gusta cada tanto irme un rato para tomar aire y renovar la fe. Por eso me gusta Gumier.

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  1. Giunta, Andrea (2008), “Air de Buenos Aires”, en Ferreiro, Jimena (ed.) Daniel Abate galería, Buenos
    Aires: Abate libros, p. 18.
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