¿Y si tiramos por la borda el límite de lo políticamente correcto?
por Luisa Arditi
dibujo por Lino Divas
Durante el 2022, en el que hice entrevistas a artistas de diferentes disciplinas y en el que conversé con artistas y personas que se dedican a pensar, detecté una cierta unanimidad crítica con respecto a “lo políticamente correcto en el arte”. El argumento dice así: “La creatividad está siendo coaccionada por un límite externo, político y moral dictado por lo políticamente correcto. Eso no debería pasar en el arte, ni debería jugar un rol para el pensamiento crítico, porque el arte debe ser independiente de la política: de lo contrario, se vuelve un panfleto”.
Por lo general, hay tres reglas básicas en arte narrativo políticamente correcto: 1. no hacer chistes ofensivos hacia los grupos minorizados; 2. tampoco cosificar o sexualizar a las mujeres; y, 3., si se representa a un grupo, tiene que haber un personaje (uno solo es necesario y suficiente) con alguna diferencia: el cupo de minoría racial, sexual, de género.
Frente a esa unanimidad, los artistas, críticos, pensadores (el actor político sería la izquierda) piden que se reivindique la libertad de expresión para romper con ese nuevo modelo homogeneizador. Se hace un parate, porque el progresismo se cansó de tanta corrección y, con una supuesta mirada crítica, pide novedad, siendo la novedad salir de esas tres reglas de lo políticamente correcto.
¿Pero será que verdaderamente quieren ver arte sin censuras? ¿Saben que, aquí y ahora, eso implicaría que vuelvan a llenarse las pantallas, libros y escenarios de personajes ofensivos, machistas, antisemitas, antinegros, homófobos representando héroes?
En una conferencia a la que fui hace unos meses, el disertante argentino, serio, convencional, de traje, +60, abogado, hablaba de un autor alemán que en el siglo XX se adhirió al partido nazi, muy importante para la filosofía política y que hoy en día está de moda. Por tener sangre judía, el disertante se creyó autorizado para hacer chistes de judíos, que repite usualmente en todas sus clases, charlas, mesas, libros y notas. Entonces, el escenario era el siguiente: en una sala de conferencias, en el centro, hay un argentino judío hablando sobre un nazi alemán que no solo no hubiera citado ni leído a nadie con esa sangre, sino que además lo hubiera aniquilado.
Desde ya ese es un problema que aún merece largas discusiones: si debemos aceptar y experimentar el arte de personas como Woody Allen, Polanski o Kanye West, aunque sean despreciables, y discutirlos, leerlos, estudiarlos, asumiendo (o no) su maldad, o si debemos cancelarlas. Pero voy al punto, que no es aquel. Al final de su conferencia, durante las preguntas, alguien del público le pregunta qué hubiera dicho Richard Hooker, un teólogo, sobre la postura de Carl Schmitt. Y él, gracioso, con el chiste servido, respondió: “Do I look like a hooker?”. Se rio solo… Y verdaderamente solo, porque, ese chiste, que suena fuera de lugar por la censura de lo políticamente correcto, ya no se hace más. ¡Y gracias! Porque la dictadura de lo políticamente correcto es una reacción a la exclusión ofensiva y arbitraria en manos de una minoría.
Dentro de las representaciones tildadas de políticamente correctas hay una búsqueda política, un deseo de realidad que se manifiesta en una simulación de realidad. La relación entre el arte y la política fue discutida largamente y con argumentos muy buenos a favor y en contra del compromiso del uno con el otro, y parece haber ganado la autonomía del arte, que desde la teoría simula ser la mejor postura. ¿Pero, no reconocemos que lo que leemos y vemos nos influye, y que queremos que, a nivel social, se naturalice lo que creemos que es correcto? La censura atravesó desde siempre la cultura. Platón escribió en La República, hace casi 2.400 años, que expulsaría a los poetas de su pólis ideal, y no por un capricho antiartístico, sino por el posible conflicto moral que generarían las narraciones que, en su vocabulario, estaban alejadas de la verdad. En el nuestro, las narraciones que no se adecúan a nuestros estándares morales deseables actuales. Gisèle Sapiro lo plantea de la siguiente manera: hay un derecho a la dignidad no solo con respecto a no ser discriminado o violada, sino también en casos más finos, como son las apologías de violación o discursos sexistas (no hace falta irse demasiado atrás para verlo en el cine o en la literatura). Por eso, podemos protestar públicamente o boicotear (no usa la expresión cancel culture, creada por quienes están en contra y difundida por Donald Trump) ciertas prácticas sin por eso acusar sin pruebas.
Flaubert, que cuando escribió Madame Bovary en 1856 excedió los límites de lo políticamente correcto y por eso fue acusado de escándalo moral, rompió las reglas de una manera en que no se habían roto antes: una mujer, cansada de su vida doméstica, comete adulterio una y otra vez.Pero si romper con un estándar de corrección, que aún no está del todo incorporado, significa volver a otro estándar, entonces la otra ideología no quedó del todo atrás. Para que los artistas, intelectuales y críticos puedan romper una convención, primero tiene que haber una norma. Decía Jorge Dotti, uno de los filósofos argentinos más inteligentes que tuvimos: “Lo difícil no es hacer una revolución sino cerrarla”. La premura por seguir adelante, por encontrar una nueva contracorriente hace olvidar el todavía no: y que no siempre funciona la fórmula del eterno retorno de lo mismo pero diferente.