Rayando el sol
por Piro Jaramillo
dibujos por Lino Divas y Leo Estol
Estoy intentando atravesar el reflejo de las gafas espejadas multicolor de Ezequiel Eskenazi Storey en el hall de entrada del Museo Provincial Franklin Rawson, en la capital de San Juan, pero no consigo ver nada. El sol cuyano es potente y la luz se derrama sobre toda la galería, pero sobre todo en las gafas espejadas. Me distraigo viendo mi propio reflejo y me molesta: yo quiero ver lo que hay del otro lado.
Sin embargo me lo tengo que imaginar. También me tengo que imaginar lo que pasó el día anterior, a 1.400 metros de altura, cuando Eskenazi fue el anfitrión de una visita organizada por la Fundación arteBA a la bodega Xumek, propiedad del empresario, ubicada en el Valle del Zonda. Finalmente tengo que recomponer todo a través de imágenes de Instagram de los asistentes: un antiguo valle glacial en medio de la Cordillera de los Andes fue uno de los primeros escenarios del Foro Conexión arteBa, un encuentro de tres días organizado por la nave nodriza del mercado del arte contemporáneo argentino que busca descentralizar la escena y establecer ¿nuevas? coordenadas sobre las que pensar el mercado y las prácticas de un mundo heterogéneo.
Hago el ejercicio de retrospección: caminatas entre las piedras, gente que eligió mal el outfit, y la vista que explora los viñedos hasta toparse con un parque de esculturas donde se despliegan instalaciones al aire libre de Adrián Villar Rojas, Eduardo Basualdo, Mariana Tellería, Nicola Constantino y Charly Nijensohn. “Arte bestial”, según el sitio oficial del proyecto.

Converso con el empresario en el hall del museo y busco conocer la visión utópica de un hombre vinculado a una de las familias de negocios más importantes de la Argentina, ex accionista de YPF y espónsor de este evento junto a pymes mineras locales como Caleras San Juan, gobiernos provinciales y bodegas de la región que respondieron con entusiasmo a la convocatoria de organizar el primer evento de arteBA fuera de la ruidosa Ciudad Autónoma de Buenos Aires, curado por Alejandra Aguado y Ferran Barenblit; como si salir de la jungla de cemento fuera una condición necesaria para abordar temas derivados del binomio ‘arte y naturaleza’, tema central de este foro, en un intento por acallar el monólogo interno de la escena y hacer que los pensamientos repetitivos se pierdan entre estos valles donde la minería y los viñedos conviven desde hace décadas.
Sospecho que lo que tenga Eskenazi para decir ofrece una clave acerca del destino de la plusvalía del trabajo argentino, incluida la de los artistas.Y también cómo puede llegar a definirse a sí mismo este ‘market-maker’ del mercado local: un vector de riqueza y filantropía detrás del que van un universo pujante de artistas que intentan encajar y crear valor. Los empresarios también intentan encajar: compran, venden, se mueven y forman parte de un universo simbólico que en su diálogo con la bohemia da cuenta del proceso de formación de una nueva Argentina cuyas coordenadas están abiertas y que la insistencia del pensamiento solo puede demarcar.
El foro arteBA las demarca de hecho y une estos puntos dispersos. Alrededor de esta conversación circulan funcionarios provinciales, gestores culturales, teóricos como Cuauhtémoc Medina -que en unos minutos compartirá sus visiones sobre lo poshumano-, diplomáticos españoles de carrera descartados por la colonia que vinieron a despuntar el vicio y a desparramar fondos en nombre del arte.
Mientras tanto me informo de la vida interna de “la fundación”: la crisis de gobernabilidad que hace unos años generó cambios de figuras directivas que culminaron en la elección de Lucrecia Palacios como directora. Lucrecia parece una figura de consenso: se mueve con soltura, con el don de gentes y audacia necesarias para combinar las energías de un colectivo variopinto y delegar las exigencias de un evento masivo e itinerante en un equipo cohesionado que no chista al momento de resolver las contingencias. Es difícil navegar las contradicciones en un país tan maniqueo como el nuestro.
Por ahora compartimos el hall del Museo Rawson y hablamos de política, de preferencias electorales, de economía local y de figuras que contribuyeron al desarrollo regional como el ex gobernador peronista José Luis Gioja, que supo aprovechar la bonanza del extractivismo para hacer obras de infraestructura que a cualquier porteño dejarían perplejo, además de haber sobrevivido a un accidente en helicóptero.
La bonanza se advierte también en el Museo, inaugurado durante la gestión del propio Gioja. Obras de Rawson coexisten con obras contemporáneas exhibidas para la 3era Bienal Nacional de Dibujo (primer premio: Lux Lindner). Las opiniones sobre lo que se ve en el museo son favorables entre los asistentes, a pesar de lo desconcertante que puede ser la presencia de un Sushi Club que habita el corazón del edificio. La tan comentada alianza público-privada acá parece funcionar a la perfección.
En las afueras del auditorio hay café bien servido, buen catering, y un networking muy activo. Hay una masa informe intercambiando figuritas y observándose, como en cualquier convención, y gente que queda afuera, como en cualquier convención. Adentro de la sala, artistas y pensadores le dan vuelta de tuerca a un tema que ocupa la agenda de la discusión pública hace algunos años. No solo en el arte: el mundo de los negocios ha incorporado la agenda de la sustentabilidad hace tiempo bajo el acrónimo de ESG (Environmental, Social, Governance), en un guiño progresista a los bancos de desarrollo y otras entidades de crédito para seguir consiguiendo líneas de financiamiento a cambio de posturas más ‘eco-friendly’. En algunos círculos críticos se lo conoce como ‘greenwashing’.
Adentro del auditorio hay sentencias: “Las residencias pueden producir resultados superficiales”, dice el curador colombiano José Roca, que cita como un hito jurídico que en Colombia algunos ríos han conseguido la personería jurídica (no cuesta recordar un Milei candidato que barajaba la posibilidad de privatizar los cursos de agua como manera de financiar el Estado). Florencia Levy muestra imágenes aéreas de un basurero tecnológico en China. Hay citas a Sarmiento, hijo pródigo de estas tierras (“Nos enseña a tocar el paisaje de distintas maneras”), y al historiador Tulio Halperin Donghi (alguien insta a volver a pensar en el concepto de “una nación para el desierto argentino”, título de uno de sus libros). Los metales son propuestos como “portadores de una memoria cósmica”.
La discusión vira hacia el indigenismo, y no es incidental: entre los invitados está la poeta mapuche Liliana Ancalao y la artista chilena Seba Calfuqueo. La galerista Nora Fisch interrumpe: “Todas las galerías corrieron a buscar un artista indígena en su staff”. Se dice que hay una deuda histórica con los pueblos originarios y el riesgo es que desemboque en oportunismo.
Un colectivo nos lleva esa misma noche a la casa del artista y arquitecto sanjuanino Carlos Gómez Centurión, en las afuera de la ciudad San Juan. Nos apretamos en el atelier con pinturas de montañas de grandes dimensiones, hechas de arcilla, arena y otros materiales que el artista utiliza durante sus expediciones en mula a los valles cercanos.
En el patio trasero hay mesas bien servidas donde las copas nunca están vacías y la llama de los fogones arde al calor de la conversación. Un equipo de astrónomos del Observatorio Astronómico Municipal ofrece un insight al universo con las dificultades de un cielo nublado. El vino blanco de Juan Camuñas se escancia sin vacilar. Todos se conocen, y los que no, presentan sus proyectos y afinidades, demarcan sus límites estéticos, intentan descifrar al mismo tiempo que representan las tensiones del encuentro.
La lista de alianzas, patrocinadores y mecenas de este evento es amplia y diversa; algunos nombres se repiten los muros de varias galerías e instituciones. En una Argentina reacia a la inversión extranjera directa y amistosa con el capital especulativo, es llamativa la presencia de fondos, estatales y privados, dispuestos a promover una escena que a todavía a muchos artistas les cuesta ver como un ‘sector’ económico. Como si todavía hubiera un hiato entre una agenda crítica y las condiciones materiales que la posibilitan.
Unas horas después estamos camino a la ciudad de Mendoza. El programa no da respiro y los colectivos que llevan al contingente estacionan frente a un hotel lujoso. Enseguida los visitantes se refrescan y se dirigen al Museo Carlos Alonso, emplazado en una casa de aspecto aristocrático en el centro de la ciudad conocida como Mansión Stoppel, donde las pinturas del fallecido artista Juan Scalco generan una ola de aprobación. Las obras combinan escenas de vida dispendiosa y figuración naif, una suerte de realismo chacarero ambientado en la Mendoza del siglo XX, que por algún motivo extraño resuena tan contemporáneo que todxs se van encantados.
El grupo se reúne poco tiempo después en el Museo Municipal de Arte Moderno de Mendoza (MMAMM), en la inmensa Plaza Independencia. La plaza ocupa varias manzanas porque fue concebida después del terremoto de 1861 como un espacio de refugio ante una nueva catástrofe que nunca se repitió con la misma magnitud. Por algún motivo el auditorio y la sala de exhibiciones también se encuentra en un subsuelo, como si el arte ‘oficial’ de Cuyo fuera el verdadero ‘underground’.
Se las ve a Sol Ganim, directora del Departamento de Arte de la Universidad Di Tella, y Carla Barbero, curadora del Centro Cultural Recoleta, deambular por la muestra y escudriñar las obras con atención. El espacio es ecléctico y está abarrotado, pero hay una cierta manera de moverse de los curadores, una manera de posar la mirada en las obras que también define su interés.

Algunos artistas locales no parecen haber percibido el mismo interés: la muestra del español Max de Esteban se debe suspender unas horas más tarde ante el temor a un escrache por parte de un grupo de artistas que no ven con agrado el desembolso de dinero público para pagar el viaje de estudios de la delegación foránea. También hay presencia local en el panel organizado en el MMAMM: la exposición de Lucio Boschi sobre sus experiencias de ‘arte en primera persona’ hacen sonrojar a más de unx, aunque también vale preguntarse, ¿qué arte no lo hace? En todo caso es un problema de narración.
Florencia Sadir comparte sus experiencias de arte efímero, fabricando tablas de barro en hornos de ladrilleros salteños que luego usa para montar esculturas al aire libre que la lluvia terminará por disolver. Y Seba Calfuqueo transmite su experiencia como mujer mapuche trans sin que la radicalidad de su planteo consiga ser en sí misma radical, atrapada por un relato institucional que no parece contener del todo bien las líneas de fuga de su propio trabajo.
La actividad continúa en la Bodega Tapiz, propiedad de Patricia y Jorge Ortíz, un abogado porteño que puso a su mujer al mando de este exclusivo club donde esta noche se mezclarán invitados y tribus locales. Acá también hay un subsuelo, de un aspecto erótico y siniestro en el que todo el tiempo tenemos la sensación de que algo malo pasará (o quizá ya esté pasando). Hay espejos que prolongan los espacios y un charco de agua por debajo de las pasarelas. En uno de los recodos de la galería subterránea donde cuelgan tapices del artista porteño Adolfo Estrada se forma un ensamble entre un DJ, un violinista y una chica que ejecuta movimientos sobre unos cuencos tibetanos. Nos reunimos sin entender del todo en qué universo paralelo estamos. En alguna parte se escucha la carcajada del cónsul español, una de las tantas que da a lo largo de estas noches a medida que el vino afloja la tensión y con la misma fuerza, con la resaca de mañana, nos hará revolcarnos de rencor y vergüenza.
Pero mañana será otro día, y mientras tanto los visitantes seguirán de viaje por otras bodegas antes de regresar a sus dramas domésticos, quizá menos complicados que intentar entender cuál es la dirección del arte contemporáneo en la Argentina actual. Casi tan difícil cómo explicar la sensación del sol al mediodía del desierto. No tan distinto a la dificultad de explicar el brillo de las gafas multicolor de un empresario.