Los que mandan
por Mariana Cerviño
Desde la vuelta de la democracia casi todos los sectores del campo del arte se fueron transformando. Primero, el de los artistas: alrededor del Rojas y por las elecciones de Jorge Gumier Maier fueron mucho más variados los tipos sociales que se dedicaron al arte, actividad anteriormente reservada a hijxs de artistas, intelectuales o rentistas. Más tarde, Belleza y Felicidad marcó el rumbo de muchos proyectos galerísticos, realizados por artistas sin inversión, sin renta, una galería como un local. Lo mismo ocurrió aunque mucho más demoradamente con las instituciones públicas: el acceso a los cargos en museos se fue ligando al CV, a la academia, y menos a ser conocido de alguien o a su filiación política.
La crítica se democratizó con Ramona, dejó de ser la sección paqueta del diario tradicional escrito por esposa de y pasó a ser hecha por pares o bien por egresados y egresadas de la facultad. ¿El coleccionismo? También ahí hubo aires renovadores a partir de Gustavo Bruzzone, quien en contraste con la mayoría de quienes se dedicaron antes a esa práctica, forma parte de una nueva élite surgida del restablecimiento institucional, en su caso al acceso meritocrático a los cargos del poder judicial. En realidad encontramos a Bruzzone en varias de estas áreas que menciono, siempre ligado a la posición más de avanzada en este sentido (el Rojas, Ramona, etcétera). Quizás sea por eso que estalló de furia en ese live de Instagram al ver que la élite económica de siempre, la más heredera, tropezaba torpe, mostraba su no pertenencia a un mundo que tiene sus propias jerarquías, su propia alcurnia. “¿QUÉÉÉEEEEE?”, dijo Bruzzone. “Quiénes son, no los registro, acá no mandan”. Y se sumó al revuelo junto un pueblo de artistas empoderado (y amplificadores hi level como Andrea Giunta, Victoria Noorthoorn, Gabriela Rangel, entre otrxs), sensible a los posteos impresentables de Juan Carlos Lynch (h). Si a eso le sumamos que la galerista Orly Benzacar «ni lo conoce», como oí por ahí, cayó de su puesto con un leve soplido.
El hecho de que la comunidad artística haya tenido la fuerza suficiente como para vetar a una persona que fuera del campo es mucho más influyente que cada uno de sus miembros, pero que dentro de él no logra imponerse, es una excelente noticia que se llama: autonomía. Esos chistes en su Instagram la verdad que muy graciosos no eran, obviamente. Pero sobre todo lo que produce escándalo es: ¿cómo pudo pasar que no haya siquiera notado lo mal que caerían en la comunidad artística? ¿en qué otro mundo vive? ¿hasta qué punto quedó aislada en su laberinto la parte más tradicional de los sectores privilegiados?
ArteBA es un espacio de sociabilidad de las elites y es por eso que esta crisis es una linda ventana, que rara vez se abre, para observarlas. Salta a la vista que no es un grupo homogéneo como a veces se supone. Los distintos orígenes influyen en cómo se auto perciben, cómo entienden o no entienden su lugar en la historia, su intervención en el espacio público, cómo arrastran su falta de autoridad y su consecuente autoritarismo a la manera en que ejercen el poder. La heterogeneidad de sus trayectorias los enfrenta o bien marca la manera como se distribuye la autoridad entre los distintos grupitos o personajes. Dime qué grupo tiene el poder real y te diré qué credenciales presenta para ocuparlo y cómo lo ejerce.
A propósito de esto último y volviendo al principio, la dificultad que se vio en estos días para administrar el poder –desde la imposibilidad de encontrar consensos para realizar cambios de la administración que tuvo la primera presidenta mujer, hasta el nombramiento trasnochado del sucesor y su posterior dimisión apresurada- muestra que se trata de un espacio demorado en cuanto al proceso de democratización del que hablamos. Si en algo se acercan los distintos componentes de esas élites económicas, es en su desafección tanto a la racionalidad y previsibilidad en el recambio de dirigentes y funcionarios, como a mecanismos que garanticen la transparencia en la toma de decisiones. Todo ello hace a la educación cívica mínima en una sociedad moderna y democrática en la que desde lo alto y a veces intermitentemente, desean influir. Hay ahí un largo camino por recorrer y sería bueno observar cuál de ellos se encuentra con mayores recursos simbólicos para emprenderlo.