La que ata y desata
Por Adriana Kogan
Los primeros acercamientos que tuve a los cuentos de Otro planeta fueron en lecturas: una en Soria Bar, creo que en 2019, y otra el año pasado en el ciclo virtual «Leer el tiempo». Las dos veces, después de escucharlos, la sensación que me quedó fue de que se estaba gestando algo líquido, bastante pegajoso y también bastante hot. Chicas que se calentaban andando en bicicleta y se comían a besos, actrices que entre película y película se hundían en el mar y se convertían en pulpos, mucho azúcar y golosinas, y traumas familiares que emergían bajo formas inesperadas.
Después fue leerlos. Agostina Luz López me dio una copia impresa: era plena pandemia del invierno 2020 y yo, recién separada y mudada, y en medio de días de mucho trabajo y corazón roto, leía los textos. Cada vez que terminaba uno le mandaba audios, que al principio eran de un par de minutos, después de 5 minutos y después de 8, a veces varios al hilo, impulsados por la fiebre de esa lectura que me envolvía como una manta fluida y misteriosa, que me acompañaba en la soledad de los días y a la vez daba rienda suelta a la sensación colectiva que se respiraba en esos meses de que cualquier podía pasar.
En los relatos de Otro planeta realmente cualquier cosa puede pasar. Desde la espesura de tubos ancestrales que conducen al agua oscura y enigmática de los antepasados, hasta mutaciones animales que operan en el límite de la fantasía y la realidad, la escritura va tramando un corazón propio, que es el corazón del tránsito.
Los cuentos que integran el libro conectan de manera asombrosa símbolos, objetos, figuras mitológicas, personas, plantas, animales, palabras y temporalidades. Y lo hacen a través de una escritura que, como la sirena, «ata y desata«, creando, con su canto hipnótico, enlaces de lo más insólitos.
El relato, como un sueño, va atando estados e imágenes, en principio inconexos, desde una lógica impredecible que va enhebrando todo: moretones rojos y violetas en las rodillas, que a su vez son las flores rosas y violetas del paquete de leche, que a su vez son las marcas en los cuellos mordidos.
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El relato, como un túnel, como un tejido conectivo hecho de la piel de los vivos y la piel de los muertos.
¿Será ese el otro planeta que el libro configura, donde los vivos y los muertos, los de la tierra y los de las profundidades marinas, habitamos un mismo ecosistema, en el que todo tiene que ver con todo?
Un planeta que es también un parque textual, lleno de símbolos a ser descifrados. Símbolos que van emanando distintos significados a medida que los cuentos avanzan, como si la «clave» para decodificarlos se fuera actualizando constantemente en el punto cadena de ese tejido que el relato va creando. Como si la «clave» la tuviera un fantasma que nos habla desde la malla profunda de un relato espectral.
Un planeta cuyo tiempo no se mide de manera cronológica, lineal, sino más bien en el tiempo redondo del loop o del ritual de aquellos que se sientan a mirar el movimiento del agua en el lavarropas.
Un tiempo que es una cruza de recuerdos incrustados en el presente y de personajes arrojados a futuros que todavía no logran comprender. Como una bandada de pájaros rojos que se inyectan en la mirada de un padre y lo incitan, años después, a trepar al balcón e invitar a su familia a saltar con él al vacío.
Sin embargo, en ese tiempo redondo no ocurren milagros, sino que es la paciencia de entregarse a la mera repetición de acciones, como chupar una concha incansablemente, la que permite la mutación: «palos con los que delimitar un escenario» convierten la vida cotidiana en teatro, hasta que el escenario pierde los límites.
Esa posibilidad conectiva de la escritura aloja también una enorme cantidad de transformaciones. Los personajes, básicamente, están en un estado de mutación o, como se dice en «El sobrante», en un «camino a la deformidad«, que es también, desde la lógica de los cuentos, un camino divino a la perfección, a Su perfección. El camino propio, el ritmo interno. Una chica que deviene árbol, y desarrolla, en medio de un estado alucinado, un «rostro de madera que es parte de un tronco leñoso«.
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Palitos de la selva que se apilan en el estómago de la tía Lili y generan una «selva adentro«, donde los animales, desde el envoltorio de las golosinas, van colonizando su interior.
Pero esa posibilidad conectiva de la escritura también aloja la urgencia y la calentura. En «Sirenidad», mi cuento favorito del libro, las chicas se juntan en grupo a llenar las bañaderas y a «sirenear sin parar«. Ponyshi, Grecia, Poxy, Denise: las sirenas viajan de acá para allá, prendidas fuego, hasta terminar rendidas en un «mejunje» en el que cogen extasiadas, y cuyas fronteras se pierden en el cuerpo de la otra.
Sus pensamientos están «disueltos en gel«, en una enorme masa líquida donde los límites no tienen cabida, donde Poxy es Zoe y Zoe es la narradora, y donde la hilera de emojis en la conversación inicial de OkCupid («sirena, mar, corazón partido») va traspasando la pantalla y volviéndose una realidad que es efecto de la virtualidad, y efecto de la mitología, o esa masa amorfa donde las categorías lógico-temporales también explotan y sirenean sin parar.
En otros relatos, como «Estrella Infectada», la calentura está más cerca del dolor que del placer, porque la intensidad es también el ardor de una concha poblada por hongos, cuya infección permanente va armando una trama por debajo de lo que se lee. En un flujo continuo, el ardor lleva al personaje a «ver las estrellas» y a bailar en un estado de comunión donde arder, creer, doler, calentarse y crecer son parte de un mismo proceso de transformación.
Cultivar el dolor y la infección; cultivar la enfermedad y la deformidad; cultivar el ardor en la concha y en las palabras como una máquina que va integrándolo todo. Incluso las heridas que, como cicatrices hermosas, son las huellas de que esos cuerpos atravesaron distintos estados para llegar a ser lo que son por sí mismos, pero también por el contacto con los otros cuerpos, con las otras materias vivientes, piedras, ancestros, pieles y constelaciones.