La promesa del paraíso
Viernes a la noche, viernes de corona virus, último viernes de marzo con posibilidad de ir al cine. El domingo Fernández anunció las medidas preventivas de cierre de la mayoría de los espacios culturales, colegios, universidades, aeropuertos, cierre de fronteras, la reducción de transportes, etc, etc, etc.
Camino de Rivadavia a Corrientes por un microcentro desierto. Volví ayer a la ciudad después de varios meses e intento comparar mi recuerdo con el presente. ¿Estaba todo tan vacío un viernes a la noche en microcentro? Por suerte ya en Av. Corrientes las luces y el movimiento renacen. También dentro de la sala de Lorca. Hasta quizás haya más gente de lo habitual, porque quizás todos pensamos lo mismo: aprovecho a venir al cine ahora…
Mi motivación es mucho mayor que la de “hacer algo” un viernes por la noche: hace semanas que espero viajar a Bs As y poder ver la nueva película de uno de mis directores palestinos preferidos: Elia Suleiman. Its must be heaven, (De repente el paraíso) tuvo su estreno mundial el año pasado en el Festival de Cannes, y llegó a Bs As la segunda semana de febrero.
La primera mitad de la película estoy un poco tensa, me cuesta entrar en el tono. Las escenas son muy racionales, dan la impresión de haber sido muy pensadas, y son prácticamente mudas, Suleiman no habla, pero hace hablar a otrxs. Hay distintas micro-situaciones de convivencia entre todxs los que habitamos, inevitablemente, el espacio público. La segunda mitad de la película mi cuerpo, al fin, se relaja y recién ahí me río. Me río incluso demás cuando el personaje de Suleiman le pregunta a un viejo tarotista yankee. ¿Palestina va a existir? También me río cuando hay una (otra) súper chica en Central Park, como la ninja palestina de su segunda película, Intervención divina, que está protestando vestida de ángel con la bandera palestina pintada en sus tetas, o cuando un productor cinematográfico le anuncia al director: “El proyecto nos encanta y a Ud. lo reverenciamos, pero entendemos que la historia no es lo suficientemente palestina. Podría transcurrir en cualquier lugar del mundo” y que por esa razón, decidieron no financiarla.
El director explora distintos niveles del humor: chistes sutiles, hasta formales, con grandes momentos coreográficos, donde la gracia se construye a través de los movimientos de los cuerpos. Chistes cínicos, absurdos, pero también hay humor grotesco, que juega con el exceso y el cliché. Como si citara cientos de películas de humor de la historia del cine donde conviven la gestualidad de Buster Keaton, Jacques Tati, y quizás hasta Woody Allen o Ms Bean (?). Explora así la identidad globalizada, los rituales caducos de la religión, y la política, la hipertecnologización idiota en el rol de las fuerzas represivas del Estado y los empleados públicos.
Las escenas se repiten, insisten, transformadas. Repetición y variación, repetición y diferencia. Siempre con algo para tomar en mano, un vaso de arak, una copa de vino o una tacita de café, el personaje del director haciendo se de sí mismo, mantiene una actitud de flaneur globalizado: contemplativa y hasta inmutable, como si el Mersault de Camus estuviera recargado.
La película atraviesa lo que su título anuncia, la promesa del paraíso, asociada en principio a la historia del territorio palestino-israelí, pero luego, lanzada al vacio ¿Cuál es el paraíso de un director de cine palestino? el exilio? ¿ser ciudadano del mundo? ¿vivir en Francia? poder filmar sus propias películas sin que deban ser, necesariamente, panfletos en favor de la causa palestina? Y quizás, más allá de los chistes, una de las bisagras fundamentales de esta película es esa posibilidad de pensar un paraíso, un lugar en el mundo, que puede ser cualquiera, aún con las diferencias abismales entre lo que llamamos Oriente y Occidente, aún con todo el despliegue tecnológico mediante… El espacio público es (aún) inevitable, tiene normas, fisuras. El espacio social es frágil y llama a una urgente convivencia. Todo esto visto con los ojos de hoy, a la luz del corona virus, cobra especial relevancia.
Suleiman retrata espejos invertidos entre Nazareth, ciudad natal del director, París, ciudad en la cual vive hace varios años, y Nueva York, lugar cliché donde un taxista se sorprende de ver un palestino real, de carne y hueso en su propio taxi. Esa comparación de lugares produce, al mismo tiempo, un profundo contraste e igualación. Nos enfrenta a la pregunta ¿qué significa «ser ciudadano del mundo»? pregunta dada por la propia experiencia identitaria de Elia: su pasaporte debe ser probablemente jordano o israelí, su identidad nacional palestina, aunque su ciudad natal hoy está dentro de los territorios israelíes, y su cuidadanía, es doble: hace ya varios años, adoptó también la francesa, junto con su compañera, la cantante libanesa Yasmine Hamdam.
En una (otra) cita fallida con otra empresa productora en Nueva York, aparece Gael García Bernal, interpretándose a sí mismo, quejándose por un futuro proyecto, una serie sobre la conquista española en la cual los conquistadores hablan en inglés. Al teléfono dice algo así como: «estoy acá con mi amigo Elia, palestino de Palestina, no de Israel, que está haciendo su nueva película: El paraíso puede esperar…» En ese tiempo-promesa, tiempo-limbo, de la espera, de una ilusión revolucionaria, viven tres generaciones de palestinxs que quedaron sobreviviendo en la Palestina histórica, y que fueron objeto de su ficción anterior, su tercera película El tiempo que nos queda.
Hay una escena clave, donde Suleiman maneja por una ruta israelí con un auto de patente amarilla (que lo diferencia de los autos palestinos de patentes verdes), a su lado avanza otro auto con dos soldados israelíes: se intercambian anteojos y se miran, coquetos al espejo, la cámara retrocede lentamente al asiento trasero y vemos un clon de la presa política Ahed Tamimi con una venda en los ojos. Luego, esa cámara movediza, cruzará el océano, mientras suena una canción inolvidable de la cantante egipcia Najat al Saghira, la cámara se eleva y llega al cielo, parece que vamos a llegar al paraíso, y allí vemos a Suleiman, viajando en un avión, muy asustado, por la turbulencia.