Héroe de pequeñas batallas
Por Anshi Moran
Dibujo por Julián Matta
Leí Vicisitudes de un señorito después de ver la recomendación en el instagram de Cecilia Pavón. En un segundo fugaz, en esa primera impresión, me pareció que podía estar bueno. Creo que el título es lo primero que llama la atención, como si fuera un libro publicado en 1930 y no hace unos meses, en diciembre del 2021. Se genera un choque temporal interesante. La palabra “vicisitud” estaba, para mí, alejada del repertorio léxico de nuestra generación. También la idea de un “señorito” me pareció que sonaba como un chiste o una parodia, de hecho cuando llevé el libro a una de mis columnas radiales les pregunté a lxs asistentes en la mesa: ¿qué es un señorito hoy en día? Y dijimos cosas como que es un tipo estructurado, de gustos refinados, un joven crítico, coincidimos en que sería como “un aparato”, en el sentido de alguien exótico que se gana nuestro cariño con sus rarezas.
De ese segundo virtual a la realidad, el libro llegó a La Libre (donde soy librera) y enseguida me lo compré. Creo que en un bondi o dos lo leí entero, y después lo volví a leer para comprobar que me había encantado. Había algo en el libro que me llamaba y quería saber qué era escribiendo esta reseña.
El libro se compone básicamente de pequeños capítulos inconexos entre sí que sin embargo están unidos por una voz narradora, la del señorito. Él en primera persona escribe la alternancia de sucesos random que le pasan como joven porteño de treinta o treinta y pico. Aparecen el arte, el teatro, la escritura, los bares, las facultades, etc, hasta los grupos de whatsapp son escenario de ocurrencias que se traducen en historias. En la contratapa se habla de una cierta épica de los hechos narrados, como unas aventuras extraordinarias y llenas de obstáculos que un héroe clásico debe sortear en su derrotero. Lo interesante, me parece, es que esas aventuras, esos obstáculos, muchas veces son ir una fiesta y estar sobrio, leer un ensayo y comer un kiwi, robar libros en la FILBA, o simplemente contemplar a dos hombres que se saludan desde la ventana de un bar.
Lo que me hace leer el libro una y otra vez, intentando encontrar una fórmula, una operación, es en parte el uso de palabras tan extrañas a mí que me llevan directo a la fuente más vasta de la lengua española, el diccionario, y allí buscar “esquela”, “aplomo”, “lóbregos”, “cincelados”, por nombrar algunas. ¿De qué campo semántico vienen estas palabras? No termino de darme cuenta, pero debo admitir que me encanta que aparezcan en un libro contemporáneo. Quizás me resulta magnético encontrar esa combinación entre la experiencia cultural actual de Buenos Aires y el uso de unas palabras raras, literarias, rebuscadas, porque algo de la experiencia actual, joven, porteña es así: extraña, no la entendemos del todo, y sin embargo nos sucede, es parte de nosotrxs. Al menos hablo por mí si digo que a veces me siento como dentro de una peli porteña antigua, como cuando vamos a “bares de viejo”, donde conviven jóvenes artistas y abuelos que leen el diario, con la poesía, la performance y los juegos de mesa.
El señorito, con toda su pompa lexical, ante cualquier decisión, grande o pequeña, duda, sobreanaliza, piensa mucho, no sabe de qué se trata, pero continúa. Al final resulta ser ese su estilo más propio: el de avanzar, aún sin todas las certezas, con la fuerza de la épica, como si se tratara de una corazonada.
Facundo René Torres utiliza piezas de la lengua en desuso para darle vida al presente, y así compuso un libro que, además, registra una pluralidad de voces de amigxs, talleristas, profesorxs, personajes de la ciudad. Hay una experiencia urbana y colectiva de la que da cuenta. En su taller, Gabriela Bejerman decía que “si tenés la voz, tenés el texto” y siento que Facundo encontró una voz que consigue desviar el repertorio de lo que podemos leer hoy en día con un poco de épica y de poesía, con el gusto por lo clásico y lo actual, con ironía y ternura, con belleza, con originalidad.