Epifanías en la sala de estar
por Fernando Ghersini y María Lucesole
Dos autorxs conviven por una temporada bajo el lomo de un libro: el espacio común donde ambos interactúan es una sala de estar en la cual Ana Inés López (Lobos, 1982) y Pablo Petkovsek (Buenos Aires, 1973) se encuentran recostados sobre un sofá dándose la espalda. Existe un leve y mínimo roce de sus cuerpos en el que Ana despliega El principio y Pablo Este es el comienzo de algo hermoso, o viceversa, porque no existe orden de lectura aparente.
Sus voces son dispares como las impresiones de sus registros, interlineados y tipografías que refuerzan la identidad de cada unx y narran espacios y tiempos sin relación, conectados en la experiencia de iniciar el regreso a la ciudad de origen.
El sofá se convierte en diván cuando Ana López revela fragmentos de su coming-of-age en la ciudad de Lobos. En letras chicas y apretadas como unidades de caracteres tímidos, comparte sus sensaciones, deseos y memorias. Las confiterías cobran el valor de epifanías y el olor del pelo puede ser un banquete de golosinas. Revive su infancia con sonidos lejanos de jazz y su adolescencia, sin desprenderse nunca del presente: miedos adultos y la domesticidad de posibles casas futuras o bajo el tinglado de la biblioteca. El calor del verano, la hermandad escatológica, las piletas ajenas, primeros besos, cassettes de brit pop, viajes rurales y rituales de amigas.
En la sala de estar los cuerpos descansan mientras suenan canciones de Leo García y Spice Girls en algún parlante, y en el reposo de sus rostros pueden seguir leyéndose líneas, texturas y variaciones que se complementan con los colores en los cuadros de Renata Di Paolo y Aniela Condori que decoran las paredes del cuarto.
Del otro lado del sillón se acomoda de cabeza con mucha calma Pablo Petkovsek. Con trazo frío inscribe en letras avasallantes y espaciadas situaciones que se trasladan desde San Martín de los Andes a Buenos Aires. Cada detalle que observa adquiere la solemnidad de un kōan, aunque todo esté descifrado a simple vista. Recorre la ciudad como flâneur del siglo XXI con un manto de invisibilidad que le permite registrar cada tramo del viaje en tren, lxs pasajerxs, y hacer pausas estratégicas en las intersecciones de las avenidas para tomar nota sobre el comportamiento de la humanidad y del devenir de la arquitectura porteña.
Atravieso la sala de estar hacia la salida y antes miro nuevamente los cuerpos en perfecta armonía sobre el sillón. Encima quedan rastros de tierra de Empalme de Lobos, olor a fritura de McDonald’s, el sonido de la lluvia sobre el techo de chapa, los gritos de militares en shorcitos jugando un picado, restos de cloro de la pileta de Luciana junto al perfume Old Spice, la imagen de un caballo saliendo de un estacionamiento, adultxs escuchando sonidos exóticos que con el tiempo se transformarán en jazz, y el ruido de las interferencias de la radio FM Hit.
Fernando Ghersini
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El otro día caminando por La Plata vimos una estela rosa y dorada cruzando velozmente el cielo entre los edificios bajos en el momento en que empezaba a atardecer, y no supimos qué decir. Entonces dijimos: ¿viste?; dijimos: mirá, ¿lo ves?; y dijimos: ¿qué es? ¿El gas de un avión a chorro iluminado?, ¿el fulgor del incendio de una selva vecina?, ¿un cometa que tenía esa ruta estipulada, delante de nuestros ojos? Pero no era ninguna de esas cosas, sino otra que tal vez iríamos a saber más tarde.
De la estela rosa y dorada solo podríamos decir que la vimos, desde el lugar en que la vimos, quienes la vimos, y que en ninguna memoria más quedó grabado este trazo escrito en el cielo. La vida está llena de imágenes, hasta podríamos decir, con la voz de esta era, que vivimos en el monopolio de lo visual, constantemente entrometiéndose entre nuestros pensamientos repentinos y generando otros.
Que la vida, en cambio, no está llena de epifanías, pero que éstas, una vez descubiertas, no dejan de existir y que hacer poesía puede ser señalar algunas cosas imposibles de decir, y decirlas. Tener la sensibilidad de encontrar, entre la confusión icónica de los días, ese detalle que se distingue de lo demás, y nos enfrenta. De tener la capacidad sabia y antigua de captar el presente.
La escritura de Pablo permite ese acercamiento imposible: estar ante lo que la poesía señala con terquedad y que, en el fondo, no es más que ella misma a través de dispositivos moviéndose por el espacio: en este caso, la mirada geométrica que busca la disposición de los elementos en sus lugares fortuitos, la presencia de un dios ordenador o de su ausencia; la verdad es que de una u otra forma, la poesía aparece: detrás del arbusto en el que a su vez se esconde fugazmente un gato y se desoculta un chico, o en la simetría impensada de dos pasajeros ubicados equilibradamente en un transporte público. No hay forma de nombrar esto que sucede, por eso lograrlo es tan asombroso como quedarse mirándolo sin decirlo.
La poesía que dice lo que no se puede decir, idéntica a sí misma. ¿Qué hay en esa escena mínima y exacta, más que misterio? ¿Y cómo expresar ese misterio exacto? Probablemente sin tratar de interpretarlo, con la humildad que debe tener toda mirada descubridora; que no toma el centro de la escena, sino que observa y deja que la poesía quede afuera, donde está. Y de una mirada extranjera, como la de Pablo en este libro, volviendo a su ciudad después de varios años.
Glück dice que el mundo se ve solo una vez, en la infancia, y que lo demás es memoria. Y alejarse y volver al lugar conocido se acerca bastante a volver a ver, acercarse a la imposibilidad del descubrimiento, tan antiguo.
Queda el cielo, su bosque de nubes, las apariciones inesperadas de fragmentos del mundo volviendo hacia nosotrxs, epifanías, haikus, instantáneas de la calle, cuadros: “En la verdulería de la calle Curruhuinca / las verduras están en cajones de madera / dispuestos sobre estructuras metálicas y / cubren todas las paredes. En el lugar donde / falta un cajón, un chico come pan y me sonríe”.
Levantar la vista y ver sin comprender todavía: “Las luces entre las dos manos de la autopista / son como pequeños pájaros blancos / embalsamados uno detrás de otro a distancia / constante”.
Como si hubieran quedado escenas desde algún tiempo anterior, reservadas para nosotrxs, maravilladxs entre un antes y un después, o ante el inminente comienzo de algo hermoso.
María Lucesole