El valor, ese misterioso algo
Por Catalina Aldama
Dibujo por Lino Divas
En los 50 años exactos que separan la publicación de la obra cumbre de David Ricardo con la de Karl Marx, son varios los autores que intentan hacer algún aporte a la gran incógnita que es el valor de las mercancías. Muchos de estos autores no se van del otro lado de la biblioteca, es decir, del lado de los pensadores que creen que todo se resuelve en el juego entre la oferta y la demanda, y que la demanda se dirime según el orden de preferencias del consumidor en función de la utilidad que les reporta cada cosa. En cambio, se trata de autores que se quedan rumiando alrededor de la idea de que es el trabajo la principal (sino la única) fuente de valor de aquello que se intercambia en el mercado.
A lo largo del medio siglo de especulaciones, el valor del vino servía de objeto ilustrativo para la discusión de ciertas contradicciones. Cómo era posible que un vino maduro se vendiera a un precio mayor que un vino nuevo si en ambos la cantidad de trabajo desplegada era la misma. La acción del tiempo de reposo “aumentaba” el valor del vino. El desconcierto que generaba este tipo de casos llevó a algunos a afirmar que no era el tiempo de trabajo de los hombres lo que había operado en ese caso, sino el tiempo de trabajo de los “agentes naturales” (¿seres microscópicos en overol?), que transformaban el vino haciéndolo mejor y, por ende, incrementando su valor.
En la actualidad, el valor sigue siendo una cualidad advenediza. Cuando se juntan el valor y el arte, las contradicciones y la ambigüedad pueden tener un efecto desestabilizante. En el sur-sur global nadie se va a desmayar por un precio que sube de una semana a la otra, o de un día para el otro, a lo sumo. Pero escuchar cifras cantadas a viva voz, mientras esa entidad abstracta que es el precio toma vuelo en cuestión de segundos (¡y nominado en dólares!), hasta llegar a lo que cuesta un dos ambientes en Buenos Aires, puede poner a prueba los ya paspados ánimos económicos locales.
Para intentar hacer pie en algún escalón, podemos acordar que, si el valor es aquella cualidad que hace a un objeto estimado, entonces nos interesa cómo se construye esa estimación cuando esta excede la apreciación personal o individual y deviene un fenómeno colectivo. El valor, entonces, en su aspecto social, debe tener algún tipo de expresión determinable, o bien, al menos, comunicable. El mercado es la instancia social por excelencia sobre la que se monta todo el entramado de relaciones productivas del capitalismo, y el precio su señal por antonomasia.
Si tomamos el arte como cualquier otro ámbito de producción social, no deja de ser una actividad que se realiza mayormente de forma privada (inserte aquí imagen del artista en su taller). En muchos casos, el momento en el que esa producción deviene social coincide con su instancia mercantil. Es decir, la obra de arte va al encuentro de la sociedad cuando pega el salto mortale de la mercancía: se ofrece para su enajenación, típica pero no únicamente, en una galería. Es ahí que atraviesa aquel momento crucial en el que se enteran, producto y productor, si aquello tiene valor social.
A diferencia de otros ámbitos, aquel del arte tiene la particularidad de contar con otra instancia en la que se manifiesta el valor social de su producto: el museo. Hago esta afirmación, es decir, digo que se trata de una instancia en la que el valor social encuentra expresión, porque el museo señala y separa aquello que debe encontrar resguardo fuera de la circulación, y al hacerlo, su extracción del ciclo de venta y consumo privado que sigue la mayoría de los objetos supone la singularización de dicho producto. En este sentido, el museo y el mercado se plantean como opuestos: en el mercado el producto tiene valor porque que se vende, en el museo, lo tiene porque no se vende ni se venderá nunca más (o al menos, esa es su promesa). Como arista de la misma antítesis, se puede pensar que, mientras el mercado es un ámbito de tránsito en el que se entablan relaciones sociales evanescentes a través de las mercancías, el museo es una institución donde la premisa es guardar, cuidar y exhibir, lo que plantea una relación social de permanencia a través de los objetos de un acervo.
Como sucede con el ejemplo del vino, hay un entendimiento de que el tiempo tiene un rol en la valoración de un artista y su obra. Ahora bien, sabemos que no es el tiempo el que en definitiva determina la vigencia y visibilidad de un artista (o de un conjunto de artistas) en distintas épocas, ni el que renueva el interés por su obra ni sostiene o hace crecer su valor. Y aquí cuando decimos valor nos referimos aquella trama que se urde entre valor económico y valor simbólico y en la cual intervienen una variedad de agentes (con y sin overol) que, más cerca del mercado (galeristas, rematadores, coleccionistas) pueden operar con mayor proximidad sobre el valor económico y, más cerca del museo (curadores, historiadores de arte, críticos, gestores culturales), pueden operar más directamente sobre el valor simbólico. Pero, se entrecruzan y retroalimentan de manera constante, haciendo imposible mantener ambos ámbitos con su elenco de actores escindidos.
Hay bastante ya estudiado sobre el llamado “arte de los 90” con el que se asocia la producción de los artistas que se nucleaban alrededor de la galería del Rojas durante esa década. Seguramente se puedan señalar varios hitos en la construcción del valor simbólico y valor económico de este conjunto: determinadas exhibiciones (la exposición, nada menos que de la colección Bruzzone en Algunos artistas 90/HOY en Proa, por ejemplo), textos críticos (el de Inés Katzenstein en su momento causó bastante impacto), adquisiciones significativas (desde el MALBA comprando piezas con la guía de Marcelo Pacheco, hasta el shopping spree del curador Pérez Barreiro para el Museo Blanton de obras de Feliciano Centurión y Omar Schiliro, entre otros). En este entramado, la figura de Gustavo Bruzzone ha sido importante, por su sistematicidad para coleccionar, documentar, divulgar, producir espacios de pensamiento y reflexión, dar visibilidad, entre muchas otras acciones, que llevó adelante con especial atención hacia este grupo de artistas. No resulta sorprendente que la venta de una parte de su colección haya sorprendido y generado cierto revuelo (¿quizás otra porción del conjunto pueda conservarse como tal en algún museo en el futuro?), y que se especule acerca de las consecuencias y el alcance que este suceso puede tener sobre el valor de las obras de estos artistas.
En Argentina, el mercado de arte tiene sus tribulaciones: ¿Se trata de un mercado pequeño? ¿Es la demanda que es pequeña y con pocas perspectivas de crecimiento? ¿Es que demanda y oferta no se encuentran? ¿Es la falta de una oferta transparente y en moneda local lo que genera barreras a la demanda? Sin embargo, el despliegue de propuestas va desde lo más pequeño y autogestivo hasta proyectos grandes que incluso tienen presencia en ferias extranjeras. Típicamente, la estrategia comercial de las galerías, en tanto agente que opera (aunque no de forma unívoca) en el mercado del arte, debe contemplar el cuidado del valor simbólico para sostener el valor económico (invocamos, como a Beetlejuice, tres veces en voz alta a Bourdieu). En ese tren, acercarse al museo en su forma y evitar los yeites de venta más usuales en otros mercados ̶ mantener el espacio de exposición por separado del área comercial, no exhibir precios, realizar exposiciones en las que intervienen curadores, producir catálogos, entre otras acciones ̶ es un modelo de acción que se mantiene actualmente.
Como contraste, los remates de obras de arte se despojan de todo el disimulo de la galería y ofrecen un espectáculo mercantil sobreactuado, en el que los precios quedan a la vista de todxs (aunque los compradores pueden permanecer ocultos), y hasta roban protagonismo a las propias obras. Como las casas de subastas son el principal agente del mercado secundario, el vínculo con los artistas es indirecto, a diferencia de los lazos estrechos que se suelen establecer entre las galerías y quienes estas representan. Las casas de remates son el terreno de los coleccionistas: son ellos, en definitiva, los que venden y compran en ese espacio.
Es difícil, entonces, decir quién se beneficia (más allá de los vendedores directos) con este complejo de exhibición y venta que propician las subastas, donde las escaladas de precios determinan el éxito del suceso. ¿Constituyen únicamente una garantía para los coleccionistas, que preservan el valor de su acervo y se aseguran un precio de reventa más que interesante para sus obras? ¿De qué manera esta bonanza se derrama a lxs artistas? ¿Si la venta no se traduce en un ingreso directo para el artista, se erige, al menos, como una señal que activa todo el entramado de valoración que incluye un crecimiento en visibilidad, exhibición, y ventas a través de la galería? El planteo del droit de suite parecería indicar que el desfasaje entre el precio de reventa de una obra y aquello que directa e indirectamente puede redituar al artista es enorme. Después de todo, la desigualdad económica es tan obscena y dolorosa en el “mundo del arte” como en cualquier otro ámbito de producción social.
No deja de ser cierto que casi todo lo que existe en el mundo que conocemos está o puede estar sujeto a una instancia mercantil. El arte, la ciencia y la filosofía. Tu tiempo y el mío. Sin embargo, nada es menos verdadero, o menos conmovedor, por haber sido o ser alguna vez mercancía. Dicen que el vitreaux de celofán de Pombo vale 130 mil dólares y cuelga ahora en una pared del Estrugamou. La ironía viene incluida por el mismo precio.