El silencio otra vez
por Emmanuel Franco
Casi siempre suceden las mismas cosas, casi siempre es lo mismo y esta vez no sería excepción. Son las cinco de la tarde y más o menos conoces el ritual. Es el momento en el que todos creen ser un poco más libres, a tus compañeros se los llevan padres y madres de diferentes tamaños y colores, alguno te mira y cree que sos un angelito negro sentado en la puerta de la escuela. Pensás que los adultos pueden ser una masa extraña de aburrimiento y preocupaciones, todos suben con sus hijos las escaleras que dan al puente que los lleva del otro lado del río, esa es la única manera de irse a pie del colegio y es la más divertida. Te gusta imaginar que algún día el puente se va a partir en dos y juntos van a caer en el agua sucia.
Existe en el Río de la Plata, en el Parque de la Memoria, una escultura de acero inoxidable pulida como un espejo, se encuentra flotando de espaldas a quien pudieran estar observándola. Su nombre es Reconstrucción del retrato de Pablo Míguez, pensada por la artista Claudia Fontes. Es una figura humana que juega con las distancias corporales y las cercanías mentales, una invocación, entre una ola de agua que viene del pasado y otra que se mezcla con el presente. Esa lejanía, transformada en niebla plateada, es un acto de nostalgia compartida. Es un retrato subjetivo de Pablo Míguez, un niño de 14 años que fue secuestrado y torturado durante la dictadura militar de los años 70. Los pocos datos recopilados por familiares indican que fue asesinado un miércoles de septiembre en 1977 bajo uno de los tantos “vuelos de la muerte”. Un niño siendo empujado a las aguas sepias del río es el último retazo de la historia de Pablo Míguez.
Entre la tormenta de dudas que habitaron la cabeza de Claudia Fontes al momento de encarar el proyecto, enmarcado en el “Concurso internacional de Esculturas” en 1999, una pareciera que hizo más ruido que otras: ¿cómo enlazar el punto de vista personal con un evento de carácter histórico? Para esto Fontes trabajó con fotografías provistas por la familia, entabló un poderoso diálogo con su padre, Juan Carlos Míguez y el Equipo Argentino de Antropología Forense.
En un primer camino hacia la representación exacta del niño desaparecido, surgió una calma y un desvío: la escultura puede delinearse mediante la imaginación, sin estar obligada a transmitir una verdad visual; crear puede ser una ceremonia de invocación compartida, retazos de lamentos por Pablo Míguez, retazos de comentarios de unos desconocidos mirando una espalda de acero, el universo de imágenes de la dictadura operando en los árboles, en el agua, en todo lo que refleja la escultura de Pablo Míguez. No hacía falta que el rostro sea igual a él, solo era necesario que la obra se devore todo a su alrededor. Es un espantapájaros que espera el momento para revelar, mediante el miedo, un puente entre nosotros y la historia trágica. Una escultura espejo bañada en rayos de sol y luna, disfrazada de biografía pero pegada a nuestro ADN histórico como un chicle venenoso. Es una obra importante. Se aleja de nuestros cuerpos y se adhiere a la mente sin ningún tipo de obstáculos, los pájaros la idolatran, las algas la protegen.
Está cayendo el sol y seguís en la escuela, volvió a pasar y lo sabías. No te preocupa tanto, sabés que en breve aparece. Te da más miedo el portero de la escuela que te mira con lástima mientras come unos galletitas saladas con mate. El sol parece una perla roja que comienza a quebrarse en un horizonte furioso, estás pensando en el silencio otra vez. En ese sin sonido que aparece en tu cabeza cuando estás triste o preocupado, un hueco implacable que no te permite decir ni hacer nada. A la espera, siempre se vuelve a la espera. Del río comienza a despertarse una niebla gris, son otros los pájaros que comienzan a gritar a estas horas. La niebla atraviesa la reja de la escuela, todavía abierta para que vengan a buscarte, hace nido en el edificio gigante de la escuela, tus ojos se irritan un poco porque tienen que forzar la vista, a lo lejos escuchas sonidos de cuchillos y tenedores. No hay manera de comunicarse con tu casa, no hay teléfono. Vos no sabés que hacer, aunque sí sabés. Lo mejor va a ser esperar en el puente, en compañía de la niebla.
El ejercicio de la imaginación apunta a creer que la obra de Claudia Fontes es como ninguna otra. Mientras las galerías y los museos cierran, ella todavía está despierta, escuchando los susurros de la ciudad y las voces que emanan del río. Intenta hablar pero no puede. Vive gracias al sonido de los otros, vibrando una música propia donde las paredes blancas no llegan, donde las intenciones de los egoístas no encuentran terreno fértil. Aprendió a respirar otro aire. Sola, a disposición de quien descubra su existencia, como un secreto brillante en Buenos Aires. Es representante de un momento en el tiempo, de una infancia diluida en el agua y de un crimen que continúa impune. Se abre como una flor-archivo, para desplegarse en muchas formas posibles. Es una instalación que comienza en los volúmenes del acero y continua en la mente del observador, que ahora deviene en testigo.
Además de las obras de arte existen los comentarios, éstos van cambiando de piel a lo largo del tiempo y constituyen una red infinita de sentidos que ayudan a reflexionar sobre la naturaleza del arte. Muchas veces son declaraciones pasionales, otras veces aparecen como susurros en las curadurías o de manera más silvestre y honesta, en largas conversaciones entre amigos, amantes y maestros. Todos estos comentarios se desprenden y se vuelven a adherir en el tejido provocador de la obra. Su magia, si es que la tiene, reside en su capacidad para estimular una conversación y reimaginar el mundo, atribuir nuevas funciones a los objetos, crear antifaces extravagantes con los que uno puede mirar a su alrededor.
Ya es de noche y la luna es un ojo maldito en el río, arriba estás vos, sentado en las escaleras del puente. La noche tiene otro lenguaje que te asusta por lo familiar, a veces soñás con tu nacimiento, rodeado de sapos, ciervos, hongos y ratones, todos cantando una melodía prohibida. La niebla se vuelve una manta para tus patitas de cachorro domesticado. Le decís un par de cosas a Dios, le pedís que aparezca. Por un momento sentís que no queda ningún humano en el mundo, es el frío que comienza a endurecerte los labios. Los búhos quieren susurrar algo pero los interrumpe una sombra, corre a pasos enormes, la respiración agitada te recuerda a una mancha de humedad en el techo de tu casa. Ya la conocés, es ella. Está toda despeinada, con una campera enorme que brilla en la oscuridad, le da forma de oso negro. Pide perdón y llora, llora y pide perdón. Vuelve a decir lo mismo de siempre: Perdóname hijo, me quedé dormida otra vez.