El paisaje excepcional
Dibujo por Martin Fernández
La humanidad, esa especie menor en la historia natural de la tierra –decorativa si se mira a gran escala–, parece haber desaparecido. ¿Qué clase de paisajes poblarán el extenso territorio de este planeta cuando la humanidad se vuelva irrelevante?¿Qué tipo de composiciones develarán sus ruinas, fortificaciones y campamentos? La atmósfera de una catástrofe en curso o ya realizada sobrevuela las obras de Fernández en sus planteos más magnánimos, que despiertan la intuición de lo bélico, de la propaganda, de la sobrepoblación. Pero también hay sectores de su trabajo donde se atiende lo minúsculo, y en rigor, el detalle siempre es atendido; lo que es más pequeño es el encuadre, la escena: una discreta parquización o un conjunto de chozas, ejecutadas con un trazo blando y mediadas por veladuras que reflejan el aspecto frágil de la catástrofe, en un tono de belleza modesta y efímera.
Martin Fernández dibuja incesantemente espacios al aire libre. El planteo es monumental, al igual que la geografía, el cielo y la arquitectura; se trata de una línea de investigación que se puede rastrear desde los primeros trabajos del artista –por ejemplo en su Serie de las fallas (2012)– y que podríamos describir como el paisaje excepcional, bajo una doble acepción: como excepcionalidad en el sentido de singular, ambiguamente extraordinario, y como estado de excepción. En Agua negra, desde una vista aérea se observa lo que podría ser un parque acuático brutalista. Pero aquí ni el hormigón, ni los efectos de la parquización parecen haber domesticado del todo el espacio, que por momentos parece organizado y que por otros aparece auto-dislocado, incontenible, enfurecido y vivo. La naturaleza oscila entre lo primitivo y un tiempo que está después del futuro, a la vez, apenas y en exceso colonizada. Sus gestos son tectónicos: montañas, grietas, barrancas. A veces un arbusto, una cerca o un páramo. La vegetación se presenta siempre en retirada y la presencia de agua es intermitente.
Otras series revelan interiores: un palacio, un calabozo o quizás un salón. En Sin título (carbonilla sobre papel, 150 x 70 cm, 2020) la luz parece funcionar bajo otras leyes físicas. Allí el interior del edificio es duplicado, regido por una simetría horizontal que solo es aparente, porque a través de sus ventanas superiores, observamos dos soles y hay un patrón en el piso que plantea dudas sobre todo el cuadro. Aunque no hay rastro de vivientes cercanos, sí encontramos formas arquitectónicas reconocibles: tres pares de puertas enfrentadas, ventanas, molduras, un diseño en el piso, techos altos, ningún picaporte. ¿Es un templo o una prisión? Son varias las obras que inoculan la pregunta arqueológica.
Los temas son inquietantes. En ocasiones se escenifican estructuras de otros planetas, de otras civilizaciones, con remisiones arquitectónicas y verdaderas texturas geométricas, metálicas, que invocan grandes espacios públicos y patrones musicales o electrónicos. En aquellas obras donde el agua no aparece, vastas líneas ondulantes la sugieren. Paisajes metafísicos de una oscuridad despojada que a veces es acompañada por un cielo nocturno, sectores de luz y zonas flexibles, circulares; frecuencias de onda que permean las líneas rectas, las paralelas, las escalinatas, los puentes colgantes, los anfiteatros o las autopistas. En algunas piezas, de sugerido carácter cosmológico, la vibrante composición adivina o presume algún tipo de funcionamiento para estas grandes estructuras. Siempre ordenan un espacio pero podría tratarse de un circuito (en sentido amplio), o de algún tipo de artefacto gigantesco. Los diseños ajedrezados –que a veces visten un techo, una pared o de forma general, un plano– son recurrentes y en muchas ocasiones se encuentran pervertidos. Hay aquí un trabajo sobre los elementos primordiales del dibujo, una interrogación sobre la función y el potencial de la línea, de las figuras geométricas, del uso del espacio y de la luz. La escala es arriesgada, porque las obras de Fernández, salvo algunos interiores, siempre se ven excepcionalmente grandes. Más allá del tamaño, en algunas colecciones de tramas y secuencias se encuentra la sospecha de algún tipo de codificación.
Negro sobre negro, en varias piezas las líneas blancas enmarcan, dividen o articulan zonas . Parece que aquí el negro es sinónimo de elegancia, complejidad y sofisticación; aunque puede servirse del blanco, no lo precisa para trazar figuras. Todas las obras de Agua negra son monocromas y parecen afirmar que el negro también brilla e ilumina. Aunque la investigación sobre la carbonilla se remonta a los primeros trabajos de Fernández, en sus obras recientes podemos encontrar una profundización de la técnica y una inversión de su uso ordinario. Más que trazar la línea la carbonilla compone y da textura a los planos, mientras que demarca líneas negativamente. Las líneas aparecen en aquellos lugares donde falta el material, son el resultado del espacio sin cubrir, estrías que parecen emerger de la falsa virginidad de la hoja . Un universo pleno y macizo en el cual las cosas pueden ser delimitadas simplemente por líneas a veces tenues, a veces robustas, como si la materia se retirara brevemente de sí misma para diferenciarse.
Hay dos operaciones de dibujo que parecen contrapuestas en la obra de Fernández. Por un lado un trazo frío, calculado y preciso, que intenta devolver la luminosidad y la textura al propio material; la técnica preferida de esta estrategia es el grafito. El trabajo de la carbonilla, por otra parte, expresa la capacidad del material de iluminar por evasión: ilumina porque se detiene. Pero no se detiene únicamente momentos antes de completar la hoja. Detenerse es también dibujar suavemente y velar lo dibujado, como en Trampa y disuación III. El Tao Te King, de Lao Tsé, afirma que se labra el barro para hacer las vasijas, “mas en su nada radica la utilidad de la vasija”. Del mismo modo, es práctico construir cuatro paredes y techarlas para tener una habitación, pero el uso está en el espacio que deja, aquello que la habitación no es y que constituye, precisamente, su utilidad. Por eso, para el Tao, estar hueco es estar lleno.