El andar de los gatitos por los bosques de Remedios
Por Diana Grieco y Pepo Scioli
El perfume de un bosque nos despierta. Una claridad amarilla eléctrica emerge del pardo. El pasto es muy duro, se parece a un coral, tiene cavidades oscuras en las que una puede perderse. El cielo hierve, se desdibujan en él las puntas de los árboles, electricidad viaja por ellas, desciende y resplandece en las plantas. Entre las turbulentas nubes, un rayo de sol se abre en cuerdas hasta el suelo haciendo crecer a las flores en la tierra. Vestida por un manto de hierbas una persona presiona con sus dedos las cuerdas solares y las acaricia con un arco. Nos convida unos anteojos especiales para ver mejor las transparencias del aire. Vemos cosas que solemos no ver. Los rayos solares tocados por el arco disparan líneas curvas vibrátiles que al llegar a los árboles rompen capullos desde donde florecen pájaros rosas. Rosa pomelo rosado. ¡Que loco como la música repercute en las plantas y en los animales, que increible ver esto! El músico solar menciona a un amigo: el flautista. Si les gusta la música, no se pueden perder su magia. Vayan a visitarlo el camino es por allá, no se arrepentirán. Sigue siendo el mismo pasto coralino, aunque hayan quedado atrás los grandes árboles. Hay mucha niebla, quizás es de mañana, el tiempo es muy extraño, como si eternamente, no hubiera pasado. Un destello de luz golpea nuestros ojos, parece que salió de una construcción. Allá las piedras se mueven por el aire y llegan hasta lo más alto de la torre realizando un encastre preciso. ¿Qué está pasando? El aire que sale directamente de los labios del flautista hace vibrar la boquilla del instrumento produciendo hilos plateados que al llegar al suelo eleva piedras hasta alcanzar su lugar en la torre octogonal. Las piedras tienen sellos de cuerpos: antiguos habitantes de esta región. Su cara es de un nácar muy brillante, los pliegues de su ropa se diluyen en la serranía que apoya su espalda ¿o es la piedra la que lo apoya? Sin duda están juntos en esta construcción.
Se acerca por un sendero el sonido de unas rueditas andando. Frena un vehículo, es una casa y un abrigo. Un capullo ideal para moverse en este bosque oscuro donde empieza a hacer frío. Una voz habla. No es el hombre que lo conduce, es el gato que está en sus pies mirándonos fijo. ¿Qué miran? ¡sigan caminando! No entendemos cómo llegamos, a dónde, ni por qué nos está hablando un gato, así que le hacemos caso. Al alejarnos nos grita que entremos en la cajita. La cajita, la cajita, ¿¡qué cajita!? Caminamos deseando no tener más frío, el bosque se está poniendo oscuro, ya casi no vemos. De repente.. entre las ramas de un árbol un objeto hermoso de madera y nácar, ¡un ícono!. Tiene dos puertas con manijas y dos árboles pintados, pueden verse sus raíces y un atardecer por detrás, como el de este momento. Al abrirlo… el avanzar de una torre voladora nos deja ciegas debido a todos los brillos que desprenden las numerosas lunas y estrellas. Abrimos los ojos, estamos dentro de la torre. Ya no hace frío… El piso es cuadriculado, hay muchas habitaciones. Pajaritos dan vueltas en una de ellas. Sentada sobre un amplio pupitre de madera, una entidad lechuza con manos, pies, nariz y boca similares a los de un humano realiza una acción calma y placenteramente. Científica, artística y astral, pinta y da vida a lo que pinta: pájaros que salen volando. La sustancia roja, amarilla y azul que usa para pintar proviene de una máquina que sale por la ventana para absorber polvo de estrellas. Los pájaros cobran vida gracias a una luz que se magnifica mediante una lupa triangular que proviene de un astro y entra por la ventana. El pincel que usa es una cuerda que sale de un instrumento (parecido a un violín) que lleva en su pecho (¿corazón?) colgado como un collar. En la pared trasera hay dos jarras que intercambian sus aguas. La entidad lechuza nos dice que detrás de lo más cotidiano hay una cooperatividad de muchos seres y muchas fuerzas trabajando. Que el sol o la luna salgan, requiere del esfuerzo de muchas fuerzas que nos dan como resultado el dia la noche y para una es normal que sea de día pero planetas y satélites se movieron. De esta misma manera, ver aves es algo habitual, pero ahora, sabemos de donde provienen. Agradecidas por esta conversación, nos preguntamos ¿qué más habrá en esta torre voladora? Nos dirigimos curioseando, hacia la siguiente habitación.
De una penumbra verde musgo, un naranja fuego muy saturado llama a acercarse. Se ilumina con destellos la habitación casi vacía. El fuego es una relación de miradas muy intensa entre una persona y un gato. Se tocan sus manos y patitas sobre un mantel rosa arrugado. ¡El gato está volando! De su cuerpo salen hilos luminosos que rebotan en la pared, se alimentan en unas ruedas aéreas y aterrizan en la fogoza cabeza. Una cascada pequeña sale de un vaso derramado, baja espesa y blanca, sin tiempo, generando un mar en el suelo. Todo está conectado al igual que esas dos miradas. Por algún motivo sentimos la necesidad imperiosa de meternos debajo de las faldas de la persona. Corremos con una agilidad nueva, al entrar, vemos más gatos, como nosotrxs, mirándonos. ¿Qué es esto??!!!! ¡Un paraíso de gatos! Una pradera de pasto muy suave se extiende a nuestros pies, un gato rojo nos mira curioso, uno azul nos invita a jugar, y uno naranja nos observa de reojo sospechosamente. Detrás de él un dispositivo tremendo en el que saltan, juegan y entrenan gatitos chiquitos: persiguen pinceles y demás objetos atados al artefacto que gira gracias al viento. En el centro se alzan dos torres, y por la ventana de una se asoma un gato gris violáceo rechonchón que nos recomienda recorrer este amistoso lugar para gatos como nosotrxs. Nos conducimos por un camino empedrado, que nos dirige hacia un bosque no tan distinto al primero. Se oscurece el cielo gracias a unas nubes azuladas y espesas, parecen una gran mano de cuyas uñas brotan lágrimas. El olor a humedad en el aire da paso a las primeras gotas, esto nos entusiasma muchísimo, hasta nuestra piel abre sus poros para absorber esa dulce agua que cae fresca y nos alimenta. Nuestro pelaje se transforma, nacen de él hojas muy finitas, nos sentimos parte de este paisaje, tanto que me surge la necesidad de afilar las uñas y dejar mi olor en un árbol de copa naranja. Después de tanta diversión, se nos cierran los ojos, como cuando pibis, tras un día largo de juegos.