Ecosistema Planex

Por Sofía Reitter

Dibujos de Julián Matta

Te dirigís hacia donde el asfalto se acaba y las calles se angostan, a ese centro que no es centro sino más bien límite, confín de la ribera. No sé de dónde venís, pero si antes pasaste por el obelisco tal vez pudiste ver ese chalet loco montado sobre un edificio o quizá te sorprendió una marcha con asistencia del feto de papel maché gigante que sacan a pasear de tanto en tanto. O mejor, un festejo alocado donde la bandera argentina se sacude  las apropiaciones fascistoides. Sea como sea llegás a San Telmo, a la esquina de Chacabuco y México en la que unos chicos de por ahí están jugando a la pelota. Justo cuando estás por cruzar la calle, la pelota se les escapa y vos, con una gracia que desconocías tener, se las devolvés de taquito. Caminás unos pasos desde la ochava, regocijándote por tu patada, hasta toparte con un local amarillo. Como ibas con la mirada gacha perdida, lo primero que llama tu atención es el brillo de sus molduras de madera y la cálida vibración de sus paredes. Instintivamente mirás la vidriera y descubrís que se trata de una librería. Una librería artística, comercial y escolar, como confirman las letras fileteadas sobre bandas celeste y blanco. 

Bienvenidx a Planex, un local que fundó Enrique Couto en 1972 y que ahora lleva adelante su primo Roberto. El subsuelo, sin embargo, aún está lleno de un popurrí de cosas pertenecientes a su anterior dueño. En este momento, esas cosas que supieron desplegarse a lo ancho y largo del espacio, se encuentran curiosamente ordenadas sobre la repisa a la derecha de la escalera y encastradas como un tetris en un cuartito apartado. En el resto del sótano despejado, se despliegan las obras de Hernán Kacew  y Julián Matta que, junto al mismo espacio, componen Un Paisajecito.

Nada de las luminarias blancas y fluorescentes típicas del arte contemporáneo; apenas bajás los escalones, te sumergís en un ambiente húmedo y penumbroso. La principal fuente de luz son las ventanas alargadas que besan la acera hacia afuera. Desde el bajo fondo, se puede ver el zapateo de los peatones desde un ángulo novedoso, como observar el runrún de la ciudad desde las profundidades de una alcantarilla ¿será por eso la presencia del ser escatológico pintado en la pared de la izquierda? 

Un microclima pareciera ensayarse en estos metros cuadrados en las entrañas de nuestro casco histórico. Los límites de las obras, dispuestas sobre las paredes y erguidas en medio del espacio como pequeñas escenas o altares, se diluyen en el entramado subterráneo. Aquí no se introdujeron especies extrañas ni se avasalló el espacio; se conservó la flora y fauna reutilizando muchos de los objetos que habitaban el sótano con anterioridad, como las altas mesas que funcionan de pedestal para las obras de Julián, el revistero para algunas de Hernán o los diversos libros que hacen de soporte aquí y allá. 

Hacer el identikit de las obras es una tarea sencilla, cada cual deja bien claro las manos por quién fueron hechas. Pero ojo, me dice Elías Leiro, que a pesar de las apariencias los dos son muy minuciosos con lo que hacen. Asiento, es verdad que a primera vista unx podría asumir que la factura metódica y prolija, border obsesivo, de Hernán está en las antípodas del desparpajo de los seres de Julian.  Aprovecho la advertencia del curador o médium estético para indagar un poco más, y él me cuenta su hipótesis de partida: “Los dos trabajan con el tiempo, ya sea por sustracción o por abundancia. Mientras las obras de Hernán parecen estar fuera de él o, lo que es lo mismo, en un tiempo eterno (¡las figuritas no envejecen!), en las de Julián parecería haber exceso, una cámara rápida hasta la putrefacción. Y tanto la ausencia como el exceso son perturbadores”.

Paradójicamente, a pesar de su presentación etérea e impoluta, que pareciera acercarse a la estabilidad del formol, el material con el que trabaja Hernán es la precariedad hecha papel. Conservar el diario, que como las mariposas están ideados para vivir un sólo día, es cuasi imposible, y como toda encarnación es sensible al desgaste y al efecto del tiempo. Para él cualquier diario funciona; a fin de cuentas un diario es un diario y en su objetualidad son todos iguales. Títulos grandes, copetes medianos, textos encolumnados y un salpicado de imágenes para descomprimir la mirada. Éstas últimas serán la materia prima de Hernán, específicamente las que retratan partidos de fútbol. Sin pelota que seguir, los jugadores recortados son bailarines congelados en un movimiento coreográfico. También el amontonamiento de la platea es víctima de la disección; los pequeños rostros anónimos recortados de la hinchada rinden el debido homenaje a las multitudes que construyen la mística del fútbol. Ya nos lo enseñó la gestalt, no hay figura sin fondo. Una importancia que sin duda se puso aún más en evidencia en estos tiempos de plateas vacías, a tal punto que se intentó recuperar a través de grabaciones que suplían los gritos y ovaciones, siniestros maniquíes en butacas con caras impresas o incluso pantallas con gente viendo el partido desde sus hogares. 

Si vos también te sentís observadx cuando recorrés el espacio no es pura paranoia (¿fumaste porro antes?), posiblemente se trate de los seres ensamblados de Julián que se camuflan en los rincones oscuros. Los hay bípedos, cuadrúpedos, reptantes, flotantes, erectos, reposados,  antropomorfos, zoomorfos y amorfos. Es el gesto que da entidad a una pelusa. Algunas categorías vanguardistas de la vieja escuela, como automatismo, objet trouvé y  assemblage, resuenan en la obra de Julián de manera diferida. No hay una intención a priori, el origen de su trabajo escultórico,  según lo escuché decir, se acerca más a la experiencia de una mesa de año nuevo aburrida; agarrar la cápsulas de aluminio que recubre una de las botellas de vino y una servilleta abandonada, humedecerla, juntar una cosa con otra sin pensar el siguiente paso. Ni siquiera hablamos de un trabajo del desperdicio y la basura, sino de esa mesa, ese lugar de la infancia, del aburrimiento y de la voluntad de hacerse compañía o aunque sea llenar el tiempo. 

Una vez que hayas recorrido todo el sótano y estés segurx de haber descubierto todos sus secretos (¿viste el jardín de musgo invertido que centellea en el techo?), una vez que te dirijas hacia la escalera con la intención de partir a tu próximo destino, quizás notes una fotografía enmarcada sobre el escritorio. El tiempo la dotó de un diseño psicodélico, pero entre el humo turquesa se llega a distinguir la imagen de Betty, la esposa de Enrique, ataviada con un largo vestido blanco bajando una escalera. La pareja, cuya existencia ignorábamos hasta ahora, sobrevuela todo lo que sucede dentro de estas cuatro paredes. Es esa energía que atraviesa los tiempos y se transmite a través del contacto con el cuerpo. Los objetos con los que se hicieron, con los que vivieron, que usaron. Las cosas que dejamos que a su vez nos dejaron. Pero no sólo están sus cosas, ¡también están sus palabras vibrando en puño y letra! En el reverso de una postal que forma parte de una de las obras, junto a un típico paisaje ushuaiense, una carta en la que Betty y Enrique le cuentan a sus amigxs de sus vacaciones en el buque San Vicente. Comienza así: “¡Compañeros! Estamos disfrutando de un viaje maravilloso”.