Disciplina de un aristócroto

por Fermín Vilela

dibujos por Nahuel Vecino

En el Museo de Arte Decorativo uno va y se encuentra con Versalles, la última supermuestra de Nahuel Vecino, quien se define a sí mismo como un “aristócroto”. Quien avisa no traiciona. En un cartel luminoso de la esquina de la avenida Libertador, puede verse su apellido y el de Patricio Orellana, curador. Más adelante, se encuentra uno con los mármoles, el café sauvage y el flamante equipo de guardias de seguridad del museo para terminar murmurando en voz baja, mientras ingresa, la palabra goce. ¡Ay, el goce, esa moneda poco frecuente en Babilonia! ¡Goce, goce, goce, abrigo y reflexión para el posterior combate!

¡Adónde quedó el goce, che coronel! 

Goce puede ser color ocre, por ejemplo: un color terroso y cálido, que se encuentra entre el amarillo y el marrón. Su pigmento se obtiene de la oxidación del hierro en la tierra, y su color puede variar desde amarillos pálidos hasta marrones y rojos intensos. La paleta que abriga, en definitiva. El abrigo de un hogar, la protección de una cueva. Algo parecido se da con la sanguina, cuyo pigmento se extrae del óxido de las piedras formadas en piedras y cuevas. Y a veces pasa que se tiene un poco de frío en ciertas inauguraciones de arte. Se escapa un chiflete, te abrigás mal, alguien se olvidó de prender la estufa o no se ofrece la sangre cristiana suficiente como para esquivarle al oscuro. Sea como sea, uno puede llegar a sentir un poco de este frío. Diría que, hasta que uno se va de la sala, hay un azul en el alma, un insípido metafísico que atraviesa el cuerpo y no se va hasta que salimos a tomar aire. Tuve una gran profesora que una vez dijo que no -siempre- hemos de ajusticiar semiólogos: los artistas, sin quererlo, quizás lo sean. Me pregunto, siguiendo el hilo de aquella gran profesora, si en estos tiempos nuestra búsqueda semiótica como artistas esté alejándose del goce para volverse menos ocre, menos cueva, y más celeste. Demasiado mental tal vez, demasiado técnica. Demasiado dolida.

 Pero entonces, sin aviso previo, el goce llega. 

 Uno abre un libro, charla con un ser amado, se encuentra con ciertos colores, ciertas formas. Saca un rosario del bolsillo o abre las puertas de un templo íntimo. Vecino, mientras señala una de sus obras, afirma haber encontrado la felicidad dibujando y leyendo en los cafeces de la Paternal. El café sería ese lugar equilibrado de trabajo, por no decir una isla perfecta. Una isla tan pública como privada. Durante un rato uno alquila un pedazo de mesa para estar en soledad y, al mismo tiempo, tener el privilegio de poder contemplar lo que lo rodea. Sentirse abrigado, entonces. La dicha de estar vivos y poder contemplar; dibujar, escribir y pintar mientras no se está dibujando, escribiendo ni pintando. Mientras avanzamos, Patricio Orellana acompaña a Nahuel y pone en contexto las piezas y las salas de la muestra. Decir Versalles es decir palacio. Pero también barrio porteño, árboles, el Oeste, plazas, Monte Castro, Floresta, Villa Real y patio del fondo. Decir Versalles, por otro lado, es decir historia: la prerrevolucionaria, la dorada, la que huele a barniz viejo y a polvo de terciopelo sucio francés. Una invocación en presente. Vemos, obra tras obra, los clásicos rostros vecinales: aparentemente inexpresivos, van cargados de una aparato simbólico refritado (muy sabroso, especialmente cuando se fríe con grasa animal) y una materialidad que los termina por hacer hablar. Se aprecian óleos, pasteles, sanguinas, temples y una instalación que parece haber escapado de una fábula silenciosa y no se impone, susurra. Como dijo Vecino que dijo el escritor Sergio Bizzio al recorrer la muestra, una instalación que susurra como el agua. Esta obra, hecha a base de un sistema de poleas en madera y papel de fiambre, consta de un deslizar constante y apuntes cotidianos, palabras cursivas que transmiten el desasosiego de la soledad de quien las escribe. Un cuerpo, envuelto y amordazado, listo para ser tirado al río, es espectador de su propia neurosis.

 Miro alrededor una vez más. El Museo de Arte Decorativo sigue siendo la anormalidad que siempre me pareció. El gusto refinado y exigente de un grand hôtel, ese delirio afrancesado que los Errázuriz Alvear supieron encarnar con obstinación a principios del siglo XX. El Poder en su expresión estética: nosotros podemos pagar esta construcción, jugamos a ser reyes y no necesitamos de un mandato divino para serlo. Quien avisa, una vez más, no traiciona. Una época en la que Argentina jugaba a ser algo que no era. Es ahí, en ese punto de contradicción (se puede observar en películas como Fitzcarraldo, de Werner Herzog, o leyendo Zama, de Antonio di Benedetto) en donde me detengo. La casi centenaria fantasía de élite me vuelve a dejar algunas preguntas. El Gran Hall huele a Renacimiento, en un comedor que parece haber sido arrancado de la sala Hércules del mismísimo Versalles y en un salón de baile que se espeja con el rococó parisino. Esa insistencia del estilo como deseo de permanencia litúrgica, clasista. Ahí nomás aparece Vecino, y con él la sacudida del presente, que irrumpe en medio de los dorados y las molduras con el trazo inconfundible de quien ambiciona la pintura y la sospecha al mismo tiempo. El suyo es un pincel que salta entre épocas como si fueran estaciones de tren. Goya, Berni, Delacroix: los convoca con devoción, pero también con picardía. En medio se asoman los guiños ocultistas, la metáfora taoista del agua. El arte de la cita y del error. Un “rococó sudaca”, un Frankenstein con ecos neoliberales. La erudición de quien hojeó mucho pero no se olvidó de traer la botella de vino cortada, la anguila, el peligro, la infancia, la pena, un croto, la dicha, lo que vuelve.

Cuatro núcleos, entonces, los de la muestra, que no son tanto secciones como estaciones del recorrido que abriga. El tren pasa, dicho esto, por ambos Versalles, el francés y el del Oeste. Primera sesión de la muestra: cubo blanco dentro del palacio. Instaurado en pleno Gran Hall, como si el kitsch vecinal se animara a dormir la siesta en esta máquina trunca del tiempo. Segunda: el Salón Comedor. Con pasteles de colores saturados, figuras que parecen llegadas de un limbo entre lo cotidiano y lo mitológico (Orfeo vive en Villa Luro, tiene la costumbre de chistar y de tomar mate lavado) se mezclan con el neofascismo y el neoliberalismo en expresión fashion. Tres: el salto a lo tridimensional. Instalación. Personajes que abandonan la tela y pisan el mundo, un paso entre la risa y lo onírico. Cuatro: el Salón de Baile, donde el papel vibra. Las obras flotan, no se cuelgan. Se suspenden, se repiten en los espejos, bailan con el vacío. Hay sanguinas que hablan en voz baja con los caprichos de Goya y temples al huevo azules (¿logró reproducir la técnica?) que remiten a azulejos portugueses, los cuales Vecino parece ser que estudió durante años. El enmarcado dorado, junto al azul, vibra con estas obras, de pared bordó, contrastando lo povera con una promesa dorada de enmarcada abundancia.

Y entonces, otra vez, el goce. Sube la mariposa ocre desde la panza.

En el centro de todo, un joven cartonero lleva su carro hacia un palacio, que bien podría ser el castillo de Kafka. Una postal barroca del conurbano emocional, donde el kitsch asoma, sí, pero no como ironía sino como ternura. Vecino dibuja como quien escribe peligrosas cartas de amor a la forma. Como él mismo dijo, “soy un pintor que juega a ser otro pintor, miro los caballos de Gericault y quiero pintar como él, pero el resultado es una obra mía” o “ se esperó de mí que estudiara para romper la forma, pero yo nunca rompí la forma”. Tomo esos apuntes para pensar en la relación de nosotrxs, lxs artistas, con la tradición. ¿Deseamos conocerla para desvanecerla, o para integrarla? ¿Tenemos ganas de meternos en ella? ¿La ignoramos? ¿Pretendemos desconocerla? Los chinos antiguos, en su eterna devoción de la copia, pensaban que un artista no podía decirse artista hasta que consiguiera copiar a sus maestrxs. Al arte de la copia y la reproducción, ellos lo llaman Shanzhai, ese neologismo tan maravilloso como enigmático. Vecino, pienso, hace Shanzhai de sí mismo, integrando a todos esos fantasmas que dan vueltas por el salón de baile del Museo de Arte Decorativo.

En ese cruce, en esa esquina donde Orfeo se sienta a tomar un mate tibio con la Gorgona y el repartidor de Rappi, algo sucede. No se trata de una fusión ni de una ruptura, sino de una convivencia. Un mito cotidiano. La pintura vecinal, entonces, ya no representa una mitología, sino que la convoca. Convoca a todos esos personajes con los que uno se topa a diario, incluso sin mirar. Y los instala en el centro de la escena. Es un panteón nuevo. Un Olimpo con tachos de basura, celulares y capuchas. Aun así, o justamente por eso, no se pierde la vibración sagrada. Porque si hay algo que sus figuras enseñan, es que lo mitológico no está en el pasado, sino en el presente. En lo que brilla, lo que persiste, lo que duele. En lo que, por un instante, se vuelve digno de ser contemplado. A veces aparece un rosario. O una nereida. O un soldado mutilado que se pudre en el campo de batalla. Hay figuras que atraviesan las obras como quien atraviesa una avenida en diagonal: sin permiso, sin semáforo, sin pedir disculpas. Están ahí, figuras sangrientas, antiguas y serenas, y algo en ellas parece saber que ya no gobiernan el mundo. Que ahora comparten escena con un policía cansado, un cuerpo travestido, un repartidor de Rappi que espera en la puerta con el casco puesto, un espectador que duda frente a una instalación.

Con tinta de risa ácida, nuestro aristócroto (sí, nos pertenece) encara naturalezas muertas y héroes de almacén. Un carnaval melancólico diría, una alegoría suave y un modo de volver a preguntarse, según el propio Orellana y el poeta Gerardo Jorge (autor y editor de uno de los tantos textos y poemas del catálogo impreso, de recomendada lectura), qué puede un cuadro hoy frente al Palacio, es decir, frente al Poder. Escribo que, por lo menos, si nos paramos frente a él, que sea con goce y alegría.

 No, perdón, con goce y disciplina.