Casita sublime y peligrosa: apuntes sobre la cuna de la independencia
Por Sofía de la Vega
En julio del año pasado mis padres organizaron una cena “regional” para agasajar a mis amigas porteñas que venían por primera vez de visita a Tucumán. Charlamos sobre el clima, perros, infancia y otros temas de una forma bastante cálida, pero cuando las chicas comentaron que habían visitado “La Casita de Tucumán” un silencio incómodo atravesó la larga mesa junto a las empanadas. Y es que todos los localistas a coro dijimos “Se llama Casa histórica”. Ese sentimiento incontrolable de defensa por un nombre, ese ímpetu que nació de adentro de mi pecho me hizo pensar en la importancia del Museo Casa Histórica de la Independencia para la identidad de los tucumanos y para mí misma. También pensé que era un museo que no visitaba hace muchos años, a pesar de que me quedaba a cuatro cuadras de mi casa tucumana, mucho más cerca que cualquier museo en la zona de mi casa porteña.
El tucumano vive constantemente una situación ambigua con su identidad: está muy orgulloso de ser tucumano y ese orgullo se evidencia en la reacción violenta que suelen tener con lxs porteñxs, pero a su vez siente dolor y odio por su origen. Elvira Orphee, escritora tucumana, dice cosas del tipo: “El día que me fui de Tucumán fue el más feliz de mi vida” o “Sabía que me había ido de Tucumán para siempre. Me hicieron falta los olores, los azahares de septiembre. Pero me quedé encantada de haberme ido porque era tan poco lo que te daba la gente. No era nada. Y estaba en un colegio que hubiera sido la representación de una futura generación de tontas”. Para desarrollar esta cuestión sociológica debería escribir otra nota, pero me interesa mostrarles este perfil intenso de ciudadano. Ya lo dijo Alberdi, los tucumanos son sublimes o peligrosos, no hay punto medio; por eso mismo contiene la violencia de lo incómodo, la violencia de amar lo que humilla. Pero, como lo comenté más arriba, el tucumano logra amarse por la diferencia con el “otro”: ese otro es el que dice “La Casita de Tucumán”.
No reconocemos “La Casita” como algo nuestro: vale solamente poner “Casita de Tucumán” en el buscador de twitter para leer a miles de usuarios quejándose por esta denominación porteñizada. Inclusive en notas periodísticas sobre el 9 de julio advierten que si vas a Tucumán para esas fechas llames al Museo de la Independencia, La Casa Histórica. Hablé con personas de Buenos Aires sobre este tema, para entender su sentir y posible procedencia de este doble nombre: un artista nacido en Flores me dijo si no pensaba que llamarla Casita era un gesto afectivo, más relacionado con la infancia, no peyorativo. Me pareció válido este pensamiento, pero en algún punto también creo que hay una afectividad desde el paternalismo: de hermano mayor a hermano menor. De Buenos Aires a las provincias, como si no pudiera existir algo grande e importante por fuera de la capital, lo que queda dentro del país es un primo más chico que queremos mucho pero no entendemos muy bien. Bajo esta misma idea, de recuerdo infantil afectivo, ¿no sería lo más lógico que al Cabildo le digamos Cabildito teniendo en cuenta que el edificio original fue reducido a menos de la mitad de su tamaño? También pensé esto: el agregado “de Tucumán” desmarca la categoría nacional que tiene el edificio histórico más importante de nuestra democracia. El Museo Casa Histórica de la Independencia, entonces, es algo chiquito, de una sola provincia, haciendo justicia a su nombre: “independiente” del resto de la nación. De vuelta, la mirada de la capital al primito del interior, porque justamente es de adentro, más chico, no desarrollado, le falta algo y es de una sola región, lo nacional es solo lo que sucede en la Capital. Demás está decir que nunca diríamos La Casita de Buenos Aires, ahí solo hay palacios.
Pero antes de seguir profundizando en este debate unitario-federal debo hacer una salvedad. Hay otra razón para que le digan Casita, una que tiene que ver con su historia. El Museo de la Independencia como lo conocemos hoy surgió en un contexto de demoliciones y reconstrucciones.
Para los embates que llevaron a nuestra independencia la casa fue alquilada a la Sra. Francisca Bazán de Laguna. Por algunos años el gobierno provisional siguió usando esta casa hasta que fue devuelta a Francisca. Después de su muerte y de la de su hijo Nicolás, la casa pasó a manos de los Zavalía, de su nieta Carmén Zavalía quien estaba casada con su tío Pedro Patricio Zavalía. En ese momento la casa ya estaba bastante deteriorada debido al clima húmedo y caluroso de Tucumán, así que el matrimonio empezó con algunas remodelaciones. Sus últimas dueñas particulares fueron las hijas ciegas de esta pareja, Gertrudis y Amalía Zavalía, motivo por el que los tucumanos bautizaron al edificio como La Casa de las Ciegas.
Estas hermanas no solamente dieron un nombre momentáneo a la casa, sino que también ayudaron a uno de los actos más importantes de conservación del edificio. En 1869, cuando todavía estaba en sus manos, las ciegas pidieron una foto de la casa. Susan Sontag dice “Una fotografía es a la vez una pseudopresencia y un signo de ausencia. Como el fuego del hogar, las fotografías –sobre todo las de personas, de paisajes distantes y ciudades remotas, de un pasado desaparecido– incitan a la ensoñación”. El fotógrafo Ángel Paganelli sacó las primeras fotos de La Casa Histórica desde distintos ángulos e incluso de las hermanas, pero las más importantes fueron las de la fachada. Así se inaugura parte de esta historia fascinante. Gracias a un dispositivo moderno, la fotografía, la casa es como es hasta nuestros días, pero, ¿por qué?
Por más de cinco décadas La Casita fue otra cosa, el tema es que todos nos olvidamos o nunca quisimos recordar. Después de que el estado finalmente la adquiriera en 1874, fueron dos presidentes tucumanos los que se ocuparon (para bien o para mal) de las modificaciones de la Casa Histórica: Nicolás Avellaneda y Julio A. Roca. El primero, Avellaneda, no vio muchas opciones para mejorar el aspecto de la casa, y entre 1875 y 1876 derribó el frente del edificio para después llevar adelante una remodelación de la fachada en estilo neoclásico. El problema fue que a la gente no le gustó mucho este cambio y a partir de 1893, aparecieron las Peregrinaciones Patrióticas donde jóvenes de distintos puntos del país venían a homenajear La Casa Histórica en el 9 de julio. Al final de la caminata, los congregados desplegaban un lienzo enorme con la imagen fachada original. Años después, en 1895, sucedió el segundo hecho que popularizaría la imagen que ya había inmortalizado Ángel Paganelli con su foto: el artista Genaro Pérez ingresó una pintura de La Casa Histórica al Museo Histórico Nacional. Este retrato de la casa se basaba en la foto, en la primera fachada del edificio. Pero Pérez no solamente copió una fotografía, también imaginó colores y así decidió que “La Casita de Tucumán” sea amarilla con puertas verdes, imagen que luego la Revista Billiken llevó a todas las casas del país.
Lo lógico con estos pedidos hubiera sido que la casa volviera a su aspecto tradicional. A comienzos del siglo XX, en 1905, otro presidente tucumano, Julio Argentino Roca, tuvo una idea muy distinta: la demolición total de la Casa excepto por el Salón de la Jura, el cual quedó implantado como una casita de adobe en medio de un edificio de estética francesa y lujosa. Además en esa misma obra se sumaron los bajorrelieves de Lola Mora en el patio de la casa. Se dice que por esa casita de adobe quedó bautizada para los habitantes no-tucumanos como “La Casita de Tucumán”, y así, a lo largo de los años, al olvidarse de estos edificios enormes y artificiales, se rebautizó Casita a todo el museo.
Los ciudadanos nunca se apropiaron de la casa europea que inauguró Roca, una casa que nunca fue parte de la memoria colectiva. En cambio la foto de Paganelli gracias al poder de Billiken fue un sticker inamovible en la mente de los argentinos. Recién en 1941, la Casa Histórica fue declarada Monumento Nacional y dos años más tarde, se inauguró la Casa Histórica como la conocemos hoy. Así termina esta historia con la casa reconstruida gracias a las fotografías que Paganell sacó en 1869, con planos del edificio original que se habían conservado desde 1870, pero había un tema más: los colores de la casa. En la década de los 90 se descubrió a partir de documentos históricos y de un trabajo de conservación de la casa que las puertas eran azul prusia y las paredes estaban pintadas con cal. Para la mayoría de los argentinos, hasta el día de hoy, los colores que imaginó un pintor son el verdadero pigmento del museo.
Por un lado, tenemos entonces La Casita de Tucumán que los chicos del resto del país dibujaron en sus cuadernos toda la primaria, La Casita que los turistas abarrotan todas las vacaciones de julio; La Casita que el presidente visita una vez al año con suerte (o sin suerte); y por otro lado, tenemos La Casa Histórica impoluta, blanca y azul prusia, que los tucumanos veneramos tanto y es tan nuestra que ni siquiera pisamos su interior.
Esta Casa-invento, Casita-truchita, es el lugar más puro de nuestra nación para lxs tucumanxs. Es un espacio que no se puede tocar, investido de un aura creada por un deseo artificial de conservar parte de la historia, aura inversa creada por una foto y masificada por la reproducción de una pintura en una revista para niños. Esta casa engordada de tal misticismo no puede ser considerada museo, para el ciudadano que camina por la peatonal de la calle Congreso yendo a su trabajo ese edificio es algo para contemplar, no para tocar, ni para intervenir, no es un museo donde los artistas pueden participar.
Tanto en 2016, como en 2021, como en 2022 hubo ataques a obras de arte en La Casa Histórica (de los que voy a hablar en la siguiente entrega). Seguidilla de conflictos que vinieron de la mano con las propuestas de su nueva directora, Cecilia Guerra, de crear un “museo vivo”. Pero el problema es ese, la mayoría de la sociedad en Tucumán no considera que La Casa Histórica es un museo. En una entrevista la directora me comentó que es común ver gente que pasa por el edificio y se persigna como si fuera una iglesia. Pero son creyentes no practicantes de La Casa Histórica: gente que pasa, que no entra. En una de mis visitas a la casa en las vacaciones de julio, una de las trabajadoras estaba haciendo una encuesta para saber de dónde venían los visitantes, le consulté por los resultados y me respondió que ella trabajaba hace quince años en el museo y que siempre el resultado era el mismo: los ciudadanos tucumanos prácticamente no asistían a La Casa Histórica. Me dijo que la mayoría creía que tenía un costo alto la entrada.
Con los años, La Casa Histórica ha sido apropiada por el sector más de derecha de la provincia. Al parecer en el sorteo de hechos históricos, la historia de nuestra liberación, es decir, el hecho progresista que nos hizo dejar de ser colonia se fue tiñendo de un nacionalismo burdo, de “ciertos valores” del verdadero argentino, donde no cabe el arte, cabe irónicamente la conservación sí, pero de una mentira: un patrimonio edilicio del que solo queda un salón. En la actualidad, la Casa Histórica es un espacio sagrado y manipulado, una foto que no existe del museo que debería representar no sólo la firma de nuestra independencia, sino la lucha por la democracia hasta nuestros días.
Poco tiempo después de la cena con mis amigas porteñas, otro suceso con La Casa Histórica volvió a tocar el timbre de mi cabeza: un grupo de hombres incendiaba el lienzo pintado con una frase bastante prudente que la artista Anaké Assef había colocado delicadamente sobre la fachada del Museo de la Independencia. El lienzo tenía pintada la frase “Ocupa las calles con tu decisión y tu belleza” apoyado sobre la fachada trucha de la Casa Histórica. La obra, parte de la Bienal Argentina de Fotografía Documental, fue destruida bajo el grito “No la pueden tapar con un trapo basura”. Esa no era la primera ni la segunda vez que parte de la sociedad tucumana se violentaba con el arte contemporáneo en la Casa Histórica, era la tercera (los detalles de los otros dos ataques espero poder comentárselos pront). Cuando el trapo fue reducido a cenizas, los hombres que participaron en su desaparición se sacaron una foto frente a la Casa Histórica recuperada. Minutos antes, uno de ellos había gritado: “No podemos permitir esto. La casa donde se gritó la libertad, la casa donde se ganó la libertad. Es una falta de respeto a los que hemos combatido y a cada ciudadano. Que tengan la casa de la libertad censurada de esta forma…”. Cuando los autores de la quema se retiraron, la artista creadora del lienzo Ananké Assef, también se fotografió en el mismo lugar con la telita convertida en cenizas.
Un no-museo que incita a la quema de obras de arte o ciudadanos que se sienten estafados por un artificio, la palabra “censura” que gira y gira sin parar de un lugar para otro, y esta frase del artista Adolfo Couvé para seguir escribiendo sobre Tucumán: «La provincia es donde ensaya la capital; suceden los mismos dramas, pero más intensos y en forma más artística».