Aira y CFK contra las corpos

por Mariana Cerviño *

Dos libros aparecieron casi en simultáneo, y ese acontecimiento del puro azar nos puso en la tarea de encontrar entre ellos algún vínculo. Uno escrito por una ex presidenta; el otro, llamado El presidente, escrito por César Aira.

Como toda escritura de vanguardia, El Presidente (Editorial Mansalva) tiene como objeto exclusivo a la literatura, al acto artístico de narrar. Tienen lugar reflexiones sobre distintas dimensiones de ese mundo dentro del otro: la lengua traducida, la que traduce, las normas gramaticales y sus excepciones, las oraciones que contradicen las reglas de la buena escritura, los lugares comunes, las figuras retóricas, las frases hechas; todas las dimensiones literarias del lenguaje.

Por muchos indicios, nos damos cuenta de que el protagonista en realidad es un escritor y no un político. “Un soñador torpe y desmañado” cuya incapacidad práctica le impide ejercer el acto político por excelencia: la decisión. Por no contar con las disposiciones que el rol le pide, el personaje se encuentra desdoblado, aunque parte de su ser que debería actuar como presidente, no aparece nunca en el relato. Con ecos de los cuentos infantiles de autores célebres, inspirados en vidas literarias de reyes y faraones orientales, que salen del palacio a ver cómo es el mundo, los párrafos enlazan una espiral infinita y mundial la de la literatura.

Muchos libros paralelos pueden sospecharse, incluso para quienes no los hemos leído. De pronto un camino se abre hacia un bosque, aparece una mangosta, “…ruiseñores sueñan sobre los tejados” y ese tipo de situaciones fantasmagóricas, interrumpen el deambular por el conurbano. Se entra continuamente en otra narración a tientas, se escuchan voces, ¿quién habla ahí? Es alta literatura la que escucho, aunque no sepa distinguirla. Son ecos de la historia de todos los escritores que se propusieron, de una u otra manera, reinventar la literatura.

Todos los fantasmas evocados en El presidente libraron esa batalla, como lo hace el autor, con acrecentado esfuerzo dada su ubicación en los bordes de ese continente aparte, con sus propias leyes, regiones, límites, rutas. Como Borges, su único faro en esta isla lejana, recurre a una política de transferencias y triangulaciones, habilitadas (y obligadas) por la libertad y la lucidez de escritores de colonias lingüísticas, desfavorecidas en el reparto del poder literario. Desde su excentricidad, hacen pie en tradiciones distintas para apropiárselas de manera más libre, saltando el orden político que las hace “nacionales”.

Sinceramente también se ubica en un terreno muy específico: el de la política. La autora habla como protagonista de un mundo que no conoce quien no la ejerce. Ese misterio es develado al lector-ciudadano como en un intento por democratizar el saber práctico sobre los procesos de toma de decisiones, los escenarios y condiciones, que poco tienen que ver con lo que vemos por televisión o leemos en los diarios, cuenta la autora. Contra la escenificación ficcional de lo político que le ha sido tantas veces adversa, Cristina se defiende, quiere contar cómo es realmente, sinceramente.

Si lograra apartar de la autora a la Cristina narrativa, al personaje que escribe en su libro -narradora mega omnisciente, pero narradora al fin-, la describiría como alguien situado en el grado cero de la literatura. Ésta podría ser una iniciativa puramente vanguardista, si tuviera esa intención y una audiencia capaz de leerla de ese modo, pero no es el caso. En cambio, si se lo juzga con su propio código, su libro manifiesta el grado máximo de intensidad del universo que ella habita y a cuyas leyes sucumbe, sin tener nunca conciencia de ello, por lo extraordinariamente cómoda que se siente allí, la hija del colectivero. Al revés que el personaje de El presidente, ella abraza su rol institucional y su rol social: disfruta tanto su desempeño público, su inscripción en la Historia, como el acceso a hoteles de lujo, vacaciones en Pinamar, los viajes, todo lo que ama la clase a la que pertenece, incluso y sobre todo, la parte que la odia. Ella lo vive a pleno, compenetrada como una actriz que consiguió el papel que deseó toda su vida. Arribo al poder que deseó no sola, sino siendo parte de un colectivo mucho mayor; toda una generación dentro de la cual, en el deseo de alcanzar el poder político con mayúsculas (el de cambiar el mundo), los más creyentes dejaron hasta la vida. Así como un artista.

Ambos se encuentran insertos en el centro de un campo específico y de acceso restringido. Cristina escribe (y vive) como política, Aira escribe (y vive) como escritor. Representante típico de vanguardia, Aira reclama para los creadores el monopolio interpretativo de lo literario, ocupando y confrontando el lugar de la crítica, mientras que Cristina no puede ocultar tampoco, en este largo discurso por cadena nacional de trescientas páginas, el deseo de eliminar la cadena de intermediarios. El reclamo de autonomía, tiene distintas lecturas hacia afuera, porque en el caso de un escritor, rechazar lo esperado por el público masivo es un paradigma ya instalado por la tradición de lo nuevo. En cambio, no se ve con buenos ojos que la política decida atendiendo a la misma prescindencia, por cuestiones pragmáticas y también por su propia tradición. Necesita, primero, una cantidad amplia de votos para encontrar su escenario de acción. Y, por otro lado, las tradiciones son también distintas: la democracia clásica prescribe a la voluntad general como el verdadero autor de las medidas de gobierno, que afectan el curso de su vida, la del gran público.

Mientras que la recepción adecuada del texto de Aira requiere una competencia específica muy elevada, casi exclusiva de los iniciados, el libro de Cristina tiene la lógica opuesta: la del gran público. Desde la tapa a la editorial (ver nota de Alejo Ponce de León en esta misma edición de El Flasherito), pasando por el efecto de inmediatez (probablemente logrado por la inmediatez en el proceso de escritura), el camino entre el lector y la autora está allanado.

Mucho se escribió sobre el fenómeno de la representación en el arte y la política y cuánto tienen en común. Las formas de la representación separan, sin embargo, a estos libros, como a la vanguardia del best-seller. Aunque en ningún caso es lo que estaba dado lo que se representa, sino una construcción de lo que lo antecede, la política necesita que esa representación sea confirmada por la mayoría, que ésta se identifique con la imagen que el político ha construido de ella. El vaivén entre el pueblo y su imagen exige al político la eficacia de su mensaje, medida en números. Sin embargo, es difícil imaginar una fórmula más poética que la duplicación de ese apellido anónimo, que es también el de Macedonio.

He aquí dos modernos que contrarían rasgos que harían prever el final de ese paradigma: la igualación entre la alta y la baja cultura, uno, mientras que la otra sigue pensando a la política como una práctica que requiere un demos informado, involucrado en la esfera pública y en los asuntos de Estado, todo al contrario de la hipótesis de la despolitización del ciudadano medio de la post democracia. Pero es imposible, y no es casual, encontrar en Cristina un solo rasgo de esos personajes desdoblados entre el poder temporal y el poder espiritual, como es el de El presidente. Éste encierra las mil una formas en que la literatura desplegó una verdadera guerra contra el poder profano: la Academia, la política, la moral, la crítica; la burguesía, en realidad. Nada puede rechazar más ese poder que un personaje que teniéndolo, como El príncipe joven de Oscar Wilde, lo desprecie en nombre de uno verdaderamente superior: el oro espiritual del arte. La invención de la figura del escritor – momento que siempre es traído al presente a través de la relectura de sus protagonistas clásicos- implica una guerra de guerrillas contra la lógica que mueve al mundo, la que amenaza su existencia. Y puede pensarse que si todavía existe esa literatura de vanguardia, es porque la guerra continúa.

Para presidir en sus respectivos universos, ambos autores deben renunciar al “Prestigio Higiénico”, la “mole abandonada” que, en la novela de Aira, “sigue prevaleciendo con su musgo invasor”. Enemigo común a ambos, ente regulador de la intensidad que desde el sacerdocio del término medio es a veces antipolítico, a veces antiarte. La región heterónoma del individuo neutro se escucha en los programas políticos o en las críticas enemigas de la autonomía del escritor. Los vigiladores de las normas gramaticales o no del ciudadano culto estándar, las correcciones políticas y literarias, los partisanos de la moderación ideológica y del realismo simple, son los mismos. Su punto de vista está marcado por el deseo de un mundo transparente, que se parezca mucho al actual, y que no contradiga la buena voluntad de quien cumple reglamentariamente lo que se le indica que debe hacer, desde arriba.

* La autora es profesora de sociología del arte en la carrera de sociología de la UBA e investigadora de CONICET sobre arte contemporáneo argentino.

 

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