AFUEGA
Dibujo por Julián Matta
Mariana me invitó a pensar la noción de arte argentino, hace rato que venimos charlando sobre este tema. ¿Qué es el arte argentino? O mejor dicho, ¿bajo qué condiciones se puede producir un arte cargado de cierta argentinidad -si es que llegara a existir tal característica? Al inicio de esta conversación, hablábamos de un arte argentino más en estado gaseoso que atado a cierta territorialidad. Y agregaría también, más desperdigado por kilómetros y latitudes que circunscripto a la escena de una misma ciudad. Sin embargo, corre el siglo 21 y se sigue insistiendo -tal vez ingenuamente- en arte argentino = arte porteño y del gran Buenos Aires. Como contrapunto, propongo un arte que corre por venas afectivas y que nada tiene que ver con esa minúscula parte de nuestra geografía. Por ejemplo, mi arte argentino nació en mi casa materna, la de siempre, de esas casas tipo chorizo, sobre la calle Garibaldi en Coronel Suárez, donde viví y crecí. Luego siguió creciendo cuando me mudé a Buenos Aires, aunque ahí me sentí un poco rara, por momentos como sapo de otro pozo. A principios de los 2000 el arte en Buenos Aires era aún más restrictivo, misógino y menos interseccional de lo que es ahora. Recuerdo las charlas eternas con mi amiga Ana Gallardo, y nuestras penurias como artistas mujeres en una escena típicamente machista, snob y conservadora. No era una escena que daba la bienvenida, más bien todo lo contrario. Preferí frecuentar las lecturas de poesía y las ferias de libros independientes, donde sentía que la gente era menos superficial y más de carne y hueso. Esos primeros años pelié muchas batallas dentro mío, y esas experiencias me atravesaron de manera tal que hicieron de mi trabajo algo distinto, que me representa y del cual me siento orgullosa. Mi arte es argentino pero no es ese que veía en las galerías ni en las muestras de entonces; devino algo distinto para lo cual tuve que mover montañas. Lo que me salvó: una gran red de amigues, colaboradores, colegas y compañeres de aquella época y de ahora. El arte argentino es algo que tiene que ver con ese aparato emocional que nos mantiene de pie, pase el huracán que pase sobre nuestras cabezas.
LOS RECUERDOS DEL PORVENIR
‘En cualquier día de mi pasado o de mi futuro siempre hay las mismas luces, los mismos pájaros y la misma ira’ escribe Elena Garro en su libro Los recuerdos del porvenir y se me viene el revisionismo histórico encima. En marzo de este año cumplí –con un gran alivio– mis tan ansiados 40 años. Es gracioso porque tengo amigas que odian ese número y le tienen un pavor tremendo a la vejez, las arrugas, las canas. Yo siempre quise ir agregando años a mi lista, es mi carácter saturnino (y de vieja bruja también). Por otro lado, las canas nos vienen solas, hace unos 25 años que practico un quehacer artístico, y los años de experiencia se sienten como un bálsamo. Puedo decir con mucha honra que cumplo mis bodas de plata. Desde que tenía 15 años iba al taller de pintura de Cristina Elorriaga en Coronel Suárez. Ahí me iniciaron en eso que llamaban el arte del ‘clochard’. Dibujaba, grababa, pintaba y probaba cuantas técnicas tenía al alcance de mi mano. En esa época, participé de unas jornadas por el arte en Puán, donde sacábamos arcilla de la laguna y cocinábamos cuencos en hornos de tierra. Algunos están en la casa de mi vieja o de mi hermana. Ese recuerdo de coser arcilla bajo tierra es lo que mejor se asemeja a mi vida generativa de hoy, viviendo a 12.000 kilómetros de Argentina y con un océano de por medio. Porque todo lo que me mantiene viva, lo voy desenterrando poco a poco, a altas temperaturas, de ese lugar subterráneo e inconmensurable que ha sido mi vida.
Fui una provinciana, como tantas otras, en Buenos Aires. Mi primer trabajo en la city porteña fue como secretaria de dos lacanianos que me hacían ordenarles su biblioteca y siempre estaban a dieta. Les mandaban unas bandejas listas para almorzar que yo calentaba en el microondas. Siempre que tenía que hacer algún mandado, me tomaba el bondi en dirección contraria. Todo me llevaba el doble de tiempo. En esa época estudié dos años de derecho. Mis recuerdos: cursar penal entera -y aprobarla- y las ‘lagunas jurídicas’, bálsamo para una mente que entraba en la adultez, territorio de incertidumbres y ambivalencias. Mientras trabajaba ad-honorem en un estudio de abogados sobre la calle 25 de Mayo en el microcentro, se destapó la debacle y se vino ese diciembre del 2001. Ahí me pasé al IUNA. Eran años de vacas flacas así que estudiaba y trabajaba de lunes a lunes. Fui guía turística mientras cursaba la carrera de artes visuales, trabajaba los fines de semana y los feriados. En algún momento hice el ingreso antropología y con gente que conocí de Filo dábamos clases de arte para niñes en Ciudad Oculta. También di clases de español a extranjeros (con uno de mis ex alumnes luego tuve un romance fogoso…’¡Qué van a pensar ustedes de mi!). Fui secretaria de las galerías Loreto Arenas y Alberto Sendros, donde conocí a muches de mis amigues de ahora. Me banqué algún que otro ninguneo típico del mundillo, pero lo que no te mata te fortalece. Y como bien dice el dicho, Siéntate a la puerta de tu casa y verás pasar el cadáver de tu enemigo. Cuando me recibí, fui auxiliar de Estética II durante cuatro años, en la cátedra de Luis Padin, un latinoamericanista acérrimo en donde leíamos a Mariategui, Kusch, Martí y miramos todo Glauber Rocha. Faltaban minas en ese plan de estudios pero la pasábamos bien.
EL PRESENTE GASEOSO
Mis rayos intravenosos han atravesado el Atlántico y las constelaciones de Orión y La Cruz del Sur. Lo que vino luego, mi década de los 30 fue acostumbrarme a vivir en otro lado, otra cultura, otra manera de pensar y de moverme. No me fue fácil pero me gustó y siempre me gusta sentirme un poco incómoda. Vivir en un lugar y tener al menos un 30% de la cabeza en otro, un poco destruye esa idea de territorialidad como la solemos conocer. La mía es una territorialidad afectiva, que respira, palpita, suda argentinidad. En una carta que le escribe Victoria Ocampo a Virginia Woolf en 1934, al respecto de esa vida escindida entre dos lugares, dice: ‘Es un perpetuo arrancarse de un suelo, de unas personas. El Atlántico es mi pesadilla. ¿Cómo hacer para pegar la costa de Europa a la de América? ¿Cómo hacer para que desaparezca el océano que nos separa? ¿O cómo hacer para no sentirse descuartizada entre dos continentes?’ Yo en cambio no siento esa separación tan dramática. En el siglo 21 leo los (infumables) diarios argentinos por la mañana; calculo el momento exacto en que se despierta mi sobrino en el otro hemisferio; sé la temperatura que está haciendo y cuán azul está el cielo; hablo con mi mama y mi hermana por video llamada; me llegan mensajes de audio de amigas; estalla el grupo de Whatsapp del taller de poesía online; leo en Twitter ‘entren la ropa, está por caer una tormenta’; formo parte de grupos de astrología; participo de una revista de arte femininsta que está en vías a nacer; doy clases virtuales a artistas; charlas a estudiantes de teatro; encargo algún libro que acaba de salir; contribuyo en muestras colectivas; colaboro con otres artistas; tomo clases de cocina probiótica y la lista continúa. Mi vida sigue una parte ahí mientras mi cuerpo está acá (¿o es al revés?). Todas esas experiencias traslocadas del día a día, todo esa existencia en estado gaseoso -y en delay-, sostiene mi trabajo a modo de un gran andamiaje emocional. Siento que de esa forma, mi quehacer plástico se contagia, se contamina, se intoxica de mi gente, mis compañeres y mis colegas con quienes comparto cierta argentinidad y una suerte de genealogía trunca. Porque no voy a defender la pureza de nada en este texto. Soy un engendro híbrido e impropio, que no repara en bordes nacionalistas sino en historias compartidas, en teorías que se van tejiendo a través de lo que vamos haciendo o sintiendo, un poco como las auto-historias de Gloria Anzaldúa, contadas en chicano, en inglés, en castellano. El último verso de su poema To live in the Borderlands termina To survive the Borderlands / you must live sin fronteras / be a crossroads. Como dice mi dorima: estoy AFUERA, o AFUEGA para ser fiel a su “mala” pronunciación. ¿Afuega de qué? De todo territorio demarcado y puro. Menos nacionalismos y más glocalismos. Poder conectar con lo cercano y lo nimio sin dejar de sentir la distancia y la perspectiva de lo inconmensurable. Mi mente y mi cuerpo atraviesan paredes, días, años, continentes, estaciones y chaparrones; y a la vez, vive incómodo en el cruce entre todas esas cosas. Un poco así me gusta contar mi desventuras de no encajar nunca en ninguna parte y aún así, hacerme un lugarcito, a como dé lugar.
30 de mayo de 2021
Ámsterdam
*Editora invitada, Mariana Cerviño